Prólogo

AutorIgnacio Arroyo Martínez
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Mercantil y Abogado
Páginas21-32

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I

  1. He aceptado raudo la amable invitación de prologar la nueva monografía de Francisco Carlos LÓPEZ RUEDA por varios motivos, que sin el menor recato desvelaré.

    Adelanto que cada uno justifica un prólogo, y en su conjunto merecen este escrito que pretende ser testimonio de una época académica oficial acabada, y, al mismo tiempo, apunta las líneas de lo que debe ser la recuperación de la vida universitaria y su compatibilidad con el ejercicio profesional de abogado.

    La ocasión se ofrece ni pintada pues son, de un lado, únicas las circunstancias que concurren en el prologuista, y por otro lado, pocas las obras y menos las personas que, como el prologado, sirven de pretexto.

  2. La invitación del prólogo me llega, justo, el mismo día que solicito mi jubilación anticipada como profesor universitario. ¿Cómo desperdiciar semejante ocasión para hacer balance de lo que fue, precisamente a las puertas de lo que viene? Me atrevo por tanto a testimoniar, brevemente pero con cruda sinceridad, lo que han representado estos últimos 45 años en la universidad española. Entiendo que medio siglo de historia personal, 1970-2015, es una unidad temporal sobrada para hablar con cierta autoridad, pues como decía mi paisano vasco, no es histórico lo que cuento sino sucedido a mí. De ahí la llamada a la cruda sinceridad.

    En el contexto general, el lector ya se habrá percatado que quien escribe representa una generación privilegiada. Porque el tiempo y el lugar, las dos coordenadas que marcan nuestro ser orteguiano (yo soy yo y mi

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    circunstancia), han sido excepcionales, verdaderamente afortunadas, pues nací en 1948 y he vivido principalmente en España.

    Dejo para sociólogos e historiadores explicar las claves de tanta fortuna. Tan solo mencionaré tres por añadir valor de experiencia personal a lo que otros dirán de forma objetiva y generalizada.

    1. Nuestra generación no ha conocido ninguna guerra y se ha beneficiado de los efectos de la posguerra. Porque la penuria y escasez de los años cuarenta y cincuenta nos enseñó el valor de las cosas, pues el ser humano, lamentablemente, valora lo que le falta, no lo que le sobra.

      A los universitarios de hoy hay que recordarles que los apuntes eran imprescindibles, no para simplificar sino para aprender, porque los manuales o cursos eran o inexistentes o tan escasos que no llegaban al veinte por ciento de las asignaturas. Las monografías, las revistas especializadas y, en general, los libros y publicaciones universitarias eran muy parcos y apenas había presupuesto para nuevas adquisiciones. Comparen el ordenador con la máquina de escribir, que tampoco todos la tenían. Enfrenten el supuesto avance de la fotocopia, ya tardía, con la consulta directa de los libros gracias a Internet. Imaginen la lección o conferencia presencial con los cursos grabados y disponibles on line. Y recuerden que los préstamos inter bibliotecarios, tan lentos y costosos, han sido superados con la entrada virtual en los fondos de las bibliotecas mejor dotadas mundialmente.

      Ciertamente esta superabundancia informativa plantea el reto de la selección, pero nadie negará que los medios disponibles parecen imbatibles. Sin embargo, se puede afirmar sin hipérbole, que casi todo lo de ayer era bueno por escaso e imprescindible, frente a lo de hoy, donde no todo sirve, y su manejo exige una cuidada selección. El exceso y la superproducción conducen a la vulgarización, entendida no como generalización al alcance de todos sino como depreciación, pérdida de valor y pésima utilización de los recursos. Nuestra generación abría los libros con cuidado, los famosos cuarenta y cinco grados, los forrábamos y los conservábamos porque eran el pan del acceso al conocimiento.

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    2. Junto a la conciencia del valor de las cosas, la segunda característica y ventaja de nuestra generación ha sido el sentido del esfuerzo. Lo que nos ha permitido alcanzar metas imposibles, gracias al empeño y a saber anteponerse a no pocas privaciones. Había que trabajar o estudiar en serio, duro y constante, porque nada era gratuito. Nuestros padres pertenecieron a una generación con pocos y limitados recursos, como no podía ser de otra forma tras sufrir una guerra civil, y las consecuencias económicas del aislamiento internacional. Pero la escasez crea virtud, en contraste con la abundancia que propicia el ocio y el aburrimiento. Hemos crecido en la experiencia de que el esfuerzo siempre es retribuido, y en la satisfacción del deber cumplido. Ahora podemos proclamar que teníamos más conciencia de nuestros deberes que de nuestros derechos. La obligación era lo primero y el derecho venía después, en justo reconocimiento.

      Este elemento caracterizador de nuestra generación contrasta con la reivindicación constante de los derechos. Derechos de todo tipo; léase, derecho al estudio, a la cultura, al trabajo, a la vivienda, al transporte, a ser mantenido por los progenitores más allá de la mayoría de edad e incluso hasta la independencia económica, por citar algunos cacareados derechos, cercanos a nuestro entorno.

      No está mal que se reivindiquen derechos, lo preocupante es que se haga de manera gratuita y universal, sin contraprestación alguna.

      Pero cabe preguntar ¿quién y cómo se paga el coste de esos derechos? Pues conviene aclarar que a todo derecho corresponde una obligación. Derechos y obligaciones son términos correlativos. Cuestión distinta es la identidad de los titulares, el ámbito de aplicación y su contenido, pero la respuesta exige aceptar el citado principio de reciprocidad. Nuestra generación ha sido educada más del lado de...

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