Prologo

AutorJosé Ignacio Cano Martínez de Velasco

El otorgamiento de un poder es un negocio jurídico unilateral y recipticio, esto último en cuanto dirigido al apoderado para hacerle saber la delegación que hace en él el poderdante y cuáles son exactamente las facultades delegadas. El acto de otorgamiento se realiza en virtud de la facultad de apoderar, es decir, de permitir que otra persona actúe frente a terceros en el área de los poderes transmitidos como si fuese el poderdante mismo. La facultad de apoderar es una de las muy numerosas, prácticamente incontables, que componen la capacidad de obrar tanto de la persona física como de la persona jurídica. Resulta que, cuando se trata del poder otorgado por una persona física, la necesidad de tutelar institucionalmente su capacidad lleva inmediatamente a sentar el principio de la revocabilidad; en su virtud, el poder se quita con la misma facilidad con la que se da, notificando la revocación a quienes pudieran tener interés en la persistencia de la delegación. Cuando el poderdante es una persona jurídica, aunque ya no exista la preocupación de tutelarla institucionalmente como a la persona física, sin embargo se le aplica por analogía (las dos son personas al fin y al cabo) idéntico régimen de revocabilidad.

De ello resulta obviamente que, salvo consideraciones mayores y más precisas, el poder representativo es revocable. Además, este mismo principio de revocabilidad resulta de la época en que la doctrina civilista veía el poder como un instrumento del mandato, del llamado mandato representativo; puesto que, siendo este contrato gestorio un negocio fiduciario y, por ello mismo, revocable a voluntad del mandante, también debería serlo el poder que lo instrumentalizaba, fiduciario y revocable. Tal consideración persiste, a modo de inercia, después de que se descubriera que el poder servía para que una parte de un contrato distinto del mandato (p. ej. arrendamiento de obra) actuase frente a terceros directamente en nombre de la otra parte.

Todo lo dicho se mantuvo como principio general, consagrando así la revocabilidad del poder representativo, hasta que se advirtieron prácticas aberrantemente fraudulentas contra intereses ajenos en poderdantes que otorgaban un poder para un fin contractual y lo revocaban antes de que éste se cumpliese. Con ello quedaban burlados el apoderado o los terceros con este contratantes o los dos, que habían confiado razonablemente intereses propios en la subsistencia del poder.

La jurisprudencia tuvo que solucionar...

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