Principio de legalidad vsprincipio de oportunidad: una ponderación necesaria

AutorTeresa Armenta Deu
Cargo del AutorCatedrática de Derecho Procesal Universidad de Girona
Páginas441-455

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1. Recordatorio imprescindible hoy en día

Empecemos por recordar una obviedad necesaria actualmente: el principio de legalidad no es un problema, ha sido la solución a muchos durante años y representa una conquista del Estado de Derecho.

Desde Aristóteles y Tomas de Aquino hasta la actualidad, desde una ley que es «la razón desprovista de la razón»2o una ley humana que si se aparta de la na-

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tural ya no es ley, hasta el contractualismo moderno, la autoridad estatal ha encontrado un freno y los ciudadanos una garantía en el principio de legalidad3. En este último sentido, se ha dicho con acierto que el gran reto del principio de legalidad no reside en su consagración formal, sino en averiguar las concretas exigencias jurídicas que el mismo requiere para satisfacer su contenido de garantía penal4.

En efecto, el principio de legalidad ha sido concebido histórica y dogmáticamente como una exigencia de seguridad jurídica que permite el conocimiento previo de los delitos y las penas, actuando de escudo y limitación del poder, lo que explica que en rigor surja ante la existencia de intereses generales, proyectándose sobre los sujetos públicos. La máxima «nullum poena sine lege» no nace con propósito ordenador o racionalizador, sino como límite al «ius puniendi». Como Voltaire señaló: «la libertad consiste en depender tan sólo de las leyes», idea aceptada por Kant y con él la filosofía política del liberalismo decimonónico que abrazó el modelo de legitimación legalista trazado por Rousseau5. Desde entonces, el principio de legalidad evolucionó de una condición dualista, que comportaba reserva penal y tributaria, a un modelo constitucional de reserva legal absoluta, de manera que la ley no sólo es norma superior sino también primaria y vincula a cualquier actuación de los órganos estatales6.

La posterior crisis del principio de legalidad y con él de la idea codificadora se empieza a percibir con la complejidad social y la multiplicación de leyes alejadas de la voluntad general. A partir de ahí la autonomía de la voluntad va cediendo en favor de diversos «realismos» prefiriendo una creación judicial del derecho que parece acomodarse más a un derecho vivo. Paralelamente al incremento de la complejidad social y jurídica, el principio de legalidad se ha vuelto más rebuscado desde un punto de vista técnico, singularmente en el campo del derecho administrativo, pero también en el que centrará nuestra atención, el penal y procesal penal. Línea

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ya iniciada históricamente con los ataques a la escuela de la exégesis criticando el formalismo jurídico y exigiendo recuperar la función rehabilitadora del juez, y que confluye con el realismo7.

Para finalizar esta breve referencia histórica, recordar, que a partir de la atribución del monopolio de la producción jurídica al Estado, el absolutismo no puede considerarse origen ni precedente del principio de legalidad, pero si su presupuesto indispensable, esencialmente, porque entre los S.XVI y XVIII el desarrollo de las garantías individuales en el pensamiento liberal se genera por reacción frente al absolutismo político8. La ley elaborada por las Asambleas democráticas se legitima por la participación popular para determinar los delitos y las penas y se consagra en las Declaraciones de 1789 y 1791 y en la Constitución 1973 francesas. En tér-minos de Feuerbach: la existencia de una pena requiere una ley penal (nulla poena sin lege), condicionada a su vez por la descripción de una conducta en la ley (nulla poena sine crimene), que precisa y resulta condicionada, por último, por la pena legal (nullum crimen sine poena legal)9.

Actualmente, a la cesión de la sociedad para determinar la regulación de las conductas constitutivas de delito, corresponde la cesión de la disposición del derecho penal, así como encomendarla a jueces y tribunales con las garantías constitucionales conocidas, quienes sólo podrán imponer aquellas penas a través del proceso («nullum poena sine proceso»). El resultado es lo que se conoce como la garantía jurisdiccional en la aplicación del derecho penal. Con dicha garantía se delimitan tres aspectos: 1º) se prohíbe la autotutela; 2º) la pena se impone sólo por los tribunales; y 3º) la pena se impone sólo a través del proceso10.

Esta configuración se sostiene sobre dos pilares: La inexistencia de derechos subjetivos penales y por ende la falta de disponibilidad y la necesidad de una previa disposición legal que arrumbe o delimite la aplicación del principio de legalidad. De este modo, no basta que la ley sea condición necesaria de la pena y del delito, exige

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completarse con la garantía judicial, lo que supone a su vez la estricta sumisión del juez a la legalidad y la única configuración posible del proceso como un proceso acusatorio. En consecuencia, el principio de legalidad opera como una suerte de garantía instrumental del derecho fundamental a la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley penal, lo que implica necesariamente la obligación de ejercicio de la acción penal cuando se presentan presupuestos suficientemente descritos haciendo posible su identificación. Actúa, asimismo, como dispositivo de garantía orientado a la racionalización del poder limitando más o menos el juego de la discrecionalidad.

No olvidemos, por otra parte, que el principio de legalidad ha ido sumando valores y exigencias jurídicas plurales hasta convertirse además en una garantía individual. Ahora bien, precisamente por tal razón el monopolio jurídico de una instancia centralizada de poder se opone a corrientes como la posibilidad de un derecho consuetudinario o el desarrollo de una jurisprudencia fuertemente creadora, aspectos éstos últimos que se oponen sin duda a la seguridad jurídica como valor intrínseco del Estado de Derecho. La lucha entre una concepción más legalista y otra de creación jurisprudencial del derecho no ha finalizado ni lo hará nunca, tal como se pone de relieve, entre otros ejemplo, por la innegable incidencia del proceso norteamericano en las reformas procesales a partir de los años 80 del siglo pasado11, o por la tendencia a reafirmar el valor de la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, mediante la incidencia de los «Acuerdos no jurisdiccionales», tendencia que se consagra en las propuestas de reforma del recurso de casación. De hecho, la propuesta contenida en el Borrador de CPP contempla la jurisprudencia de la Sala Segunda directamente como fuente del derecho12.

2. El principio de legalidad en la regulación legal española

Resulta conocido, y por lo tanto será suficiente su mera cita, que el principio de legalidad penal se consagra en el art. 25 CE y en otros preceptos corolarios de aquel, relativos a la reserva de ley orgánica (art. 81,1) o prohibición de irretroac-

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tividad (art. 9,3 y el propio 25,1). Como es igualmente notorio que las exigencias garantistas del Estado constitucional de derecho en materia de procesal penal no resultan colmadas con la mera observancia del principio de legalidad en el sentido formal13.

El principio de legalidad penal no puede recluirse en el art. 25.1.1 CE, ya que quedaría sin contenido si no encontrara un cauce procesal adecuado o se dejara en manos de sujetos institucionalmente incapaces. Si el precepto penal sustantivo es el único antecedente constitucionalmente habilitante de la intervención constitucional (arts. 25 y 117,1 CE) ésta no puede ser otra cosa que actividad cognoscitiva en materia de hechos e interpretativa de reglas de derecho, por eso, entre la el juez y la ley no hay espacio para un fiscal al que el legislador pudiera deferir la responsabilidad de constituir discrecionalmente del ejercicio (o no ejercicio) de la jurisdicción es lo que se expresa en la decisión constitucional de atribuir al fiscal «la misión de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad (…) con sujeción al principio de legalidad… (art. 124.1.1 y 2.1)14.

El repetido principio constituye una exigencia de seguridad jurídica que permite conocer previamente los delitos y las penas, pero además garantiza que nadie se verá sometido a pena no aprobada por el pueblo. Los jueces y el Ministerio Fiscal, sus destinatarios naturales deberán perseguir los hechos delictivos en los términos previstos legalmente. A la máxima «nullum crimen sine poena» debe añadirse «nulla poena sine proceso», requiriendo para la imposición de las penas previstas en el código penal su imposición tras un proceso con todas las garantías (derecho de acceso; principio de audiencia e igualdad de armas; derecho de defensa; presunción de inocencia; derecho a un proceso público y sin dilaciones indebidas, en el que se obtenga un resolución fundada en derecho, motivada, congruente y recurrible, en su caso) (art. 24 CE).

Es más. No sólo el proceso penal es un instrumento necesario para aplicar la ley sustantiva, sino que dicha aplicación es irrenunciable cuando se produce el supuesto de hecho previsto en la norma penal. El principio de necesidad se predica tanto de la función e instrumento (no hay pena sin proceso) sino también de su ejercicio (obligación de ejercicio de la acción penal)15.

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3. El repliegue del principio de legalidad y la aparición y desarrollo del principio de oportunidad

Las críticas al principio de legalidad no han surgido «ex novo». Han acompañado su vigencia probablemente por las tensiones que suscita, tanto al limitar el ejercicio del poder, cuanto por la filosofía a la que...

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