Primavera árabe y factor religioso

AutorMª del Carmen Barranco Avilés/Montserrat Abad Castelos
Páginas135-161

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1. Introducción

La libertad religiosa es un derecho condenado a encontrarse de forma permanente en el punto de mira de toda reforma constitucional que vaya a supervisar el modelo de Estado. Más aún, es este el que, en el fondo, termina determinando aquella de modo que —podría decirse— la regulación jurídica de la libertad de credo es una de las cuestiones más inmediatas e ineludibles que los protagonistas de cualquier régimen constitucional han de plantearse.

Por su extraordinaria transversalidad pero, además, por las numerosas consecuencias y el largo alcance que la libertad de conciencia genera en otras manifestaciones de la capacidad del individuo (agere licere), cabría decir que el factor religioso constituye, sin duda, uno de los temas más sensibles a los que se enfrenta todo proceso revolucionario.

Una parte importante del Derecho civil (matrimonio, familia, sucesiones, filiación, adopción, persona física, persona jurídica —asociaciones, fundaciones…—, capacidad…), una parte importante del Derecho penal (protección de los lugares de culto, protección de los sentimientos religiosos, límites punibles a las libertades de expresión, prensa e imprenta…) y, por supuesto, normas diseminadas por todo el ordenamiento jurídico del Estado (desde la Hacienda pública al Derecho financiero y tributario, del Derecho administrativo al procesal, del Derecho mercantil al laboral), son materias dependientes —en última instancia— de la postura que el

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Estado adopte frente al fenómeno religioso. Si esto es así en los ordenamientos jurídicos europeos, aún lo es más en los sistemas confesionales y, especialmente, en los islámicos.

No es de extrañar, por tanto, que, siendo la llamada Primavera Árabe un fenómeno que inicialmente tuvo relación exclusivamente con la injusticia social, la falta de oportunidades, la pobreza…, pronto adquiriera tintes reivindicativos, exigiera la caída de regímenes políticos y la puesta en marcha de profundas reformas constitucionales, con el fin de que los nuevos textos supusieran un punto de partida hacia la creación de verdaderos Estados de Derecho. Todo esto parte de la idea de que, logrando una mayor calidad democrática, el progreso, la justicia, la igualdad de oportunidades y el bienestar social iban a ser consecuencia de una ecuación que, con todos los matices, parece que ha funcionado en el mundo occidental.

Desde tiempo inmemorial la ley ha sido utilizada —además de como instrumento de poder— como herramienta eficaz para la transformación de la sociedad, la resolución de sus problemas o, en su caso, para intentar mantener a salvo las identidades nacionales, culturales, étnicas, históricas o —también— religiosas. La ley, pues, tradicionalmente usada como instrumento de cambio, es susceptible de ser convertida —como si de un cuchillo de doble filo se tratara— en eficaz herramienta para lograr que se mantenga el statu quo e, incluso, para volver a situaciones pasadas; pues bien, esa ley ha pasado a ser —en los albores de los procesos revolucionarios del Norte de África— iniciativa de importantes movimientos populares, apartidistas y pacíficos, convencidos de la necesidad de reformar los mecanismos de funcionamiento de las arteroescleróticas y medievalizadas sociedades islámicas. La ley —en nuestro caso la Constitución—, en este nuevo escenario, parece que ha dejado de ser instrumento de poder (en manos de unos pocos) para convertirse en objetivo de las reivindicaciones que las nuevas masas exigen.

Las reformas constitucionales, pues, como instrumentos de cambio de sociedades en crisis1, son las depositarias de un acto colectivo de fe, en el que los pueblos sometidos bajo un mismo gobierno pretenden salir de una situación concreta e iniciar un camino que culmine en una nueva sociedad más justa.

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Nos encontramos, de este modo, ante una situación paradójica, interesante e histórica desde todos los puntos de vista: países que tienen su razón de ser, que han creado una cultura propia extraordinariamente rica en torno a un Libro revelado (El Corán), por tanto, que han crecido y han cuajado en torno a una fe, ahora se amotinan en las plazas en la creencia de que la política debe entrar en acción, el Derecho (estatal) debe cambiar pues solo a través de cambios político-legislativos es posible avanzar. Esto no sustituye la fe o razón religiosa —en el sentido filosófico del término— por fe o razón política, pero viene a demostrar que la segunda es compatible con la primera y, por tanto, la primera también debe ser compatible con la segunda.

Si el análisis que he realizado de lo sucedido es correcto, la primera conclusión puede serlo también: la existencia de una clara diferenciación conceptual entre religión y Estado en el Islam. Nos empeñamos en hablar de teocracias, de monismo religioso, en buscar diferencias y marcar distancias respecto a los esquemas existentes en el Cristianismo y en la civilización a que ha dado lugar pero, sin embargo, los hechos, que siempre son testarudos, nos obligan a reparar en que el Islam no es ajeno a esa diferencia ontológica, orgánica, funcional, que es el tema de la fe, por un lado, y el tema del gobierno temporal por otro.

2. Dualismo islámico

Así las cosas, la Primavera Árabe representa, al menos para mí, la evidencia de una clara distinción por parte del mundo ismaelita entre Religión y Estado, poder espiritual y poder temporal. Reconozco que el liderazgo asumido por el Profeta Muhammad dio lugar a una situación de acumulación de poderes y facultades que desde el punto de vista histórico ha podido dar lugar a un grave prejuicio occidental. Es muy probable que en el Islam no se haya formulado el dualismo con la misma claridad con que se hizo en el Cristianismo pero —debemos recordarlo— dicho dualismo estuvo seriamente comprometido durante siglos por la asunción de potestades religiosas en manos del poder político (cesaropapismo, regalismo…) o viceversa, cuando la Iglesia asumió funciones civiles que no le eran propias (hierocratismo). Tampoco debemos obviar que, de no haber sido por la famosa carta del Papa Gelasio I a Anastasio I a finales del siglo V, o por la anécdota narrada por el evangelista Mateo en torno a Jesús y la pregunta que le formularon los saduceos en cuanto al pago de tributos2, la historia del dualismo cristiano hubiera estado más empañada todavía.

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Tal vez la gran diferencia que cabe apreciar en las tres religiones bíblicas, Judaísmo, Cristianismo e Islam, no sea otra que su génesis. Mientras que el Judaísmo y el Islam han surgido como civilizaciones, como culturas, al hilo de la revelación profética, el Cristianismo ha experimentado un proceso completamente diferente; me explico. La lectura del Antiguo Testamento evidencia la elección de Abraham, primero, y de Moisés, después, por parte de Dios; ese Dios elige a un pueblo y se revela a través de los profetas. Profeta no es el que adivina el porvenir, el que dice qué nos sucederá3, profeta es el que habla en nombre de Dios, el que transmite lo que ha escuchado de Él; por tanto, el instrumento del que Dios se sirve para dirigirse al pueblo que ha elegido para revelarse4. De esta elección divina nace, precisamente, un pueblo, y, con él, una cultura, una lengua, una escritura, una historia, un devenir ligado a Dios en todos los sentidos, marcados por la fidelidad (y/o por las numerosas infidelidades cometidas por quienes han visto la grandeza del Altísimo). El Antiguo Testamento, digámoslo así, podría definirse como la historia de la infidelidad, la del hombre que ha tenido la suerte de recibir la Revelación divina.

En el caso del Islam sucede otro tanto. La elección de Muhammad para escuchar del Arcángel la tercera y última parte de dicha Revelación (proveniente de ese mismo Dios que habló primero a los judíos y luego a los cristianos) se produjo en una tierra hostil, poco poblada, desestructurada, dividida en familias, clanes, tribus y razas diferentes… La transmisión de la profecía recibida del Arcángel y que dio lugar al Islam generó el milagro de la creación de una civilización nueva, dotada de una lengua común, una historia, unas costumbres, una escritura propias, y esa cultura enseguida se extendió porque tenía —y tiene— vocación expansiva.

La gran diferencia entre el Judaísmo y el Islam es que los judíos siempre consideraron que ellos eran el pueblo escogido y siempre lo han remarcado como un hecho diferencial, por lo que ni han querido hacer proselitismo ni han querido diluirse como raza incorporando a quienes no pertenecen a la misma.

El Islam, por el contrario, incluye en su mensaje la idea de universalidad (todos somos obra de Dios y el mensaje de Dios es para todos), de ahí que se extienda desde un primer momento y de forma rápida en todas direcciones.

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Por el contrario, el Cristianismo surge en una civilización ya existente, la romana, magníficamente dotada de todo cuanto resulta genuino, de una cultura propia (lengua, Estado, Administración pública, Derecho, Economía, relaciones internacionales, infraestructuras, comercio…) y el fenómeno a que da lugar es a la transformación (cristianización) de dichas estructuras. La doctrina cristiana es algo que cambia, que tiñe, que humaniza una civilización ya existente.

Como consecuencia de lo dicho, si a Europa, o a Occidente, se le priva de las importantísimas aportaciones que ha realizado el Cristianismo, sigue quedando su estructura, la cual no depende exclusivamente del hecho religioso sino que tiene en su haber —además de la civilización clásica, de origen grecorromano—, revoluciones industriales y sociales, corrientes de...

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