Planeamiento general

AutorTeresa Echevarría de Rada
  1. FUNDAMENTO JURÍDICO DEL JUEGO Y DE LA APUESTA

    El vocablo «juego» deriva del latino «iocus» (broma, distracción), que expresa la idea de satisfacción o deleite, si bien es la palabra «ludus» (diversión, pasatiempo), que acentúa el sentido de actividad fácil o que no requiere esfuerzo, la que mejor traduce el término castellano «juego».

    La actividad lúdica ha acompañado al hombre durante toda la Historia. El juego es ya una de las primeras manifestaciones en la vida del niño, y la atracción que ejerce sobre la persona no se reduce con el paso de los años.(1)

    El juego, en sí mismo considerado, persigue como finalidad primordial entretener el ocio, y ha sido considerado moral y socialmente útil. Pero, desde el punto de vista jurídico, se ha rechazado que pueda ser objeto de regulación, porque el Derecho no puede disciplinar toda manifestación de la libertad individual.(2) Sin embargo, el hombre ha alterado la inicial naturaleza lúdica del juego, buscando otros fines no tan admisibles, como el lucro o la dedicación profesional; de forma tal, que el juego ha dejado de ser, en una gran medida, una forma de distracción del ocio, y se ha convertido en objeto de pasiones ilícitas, que incluso anula la voluntad de los individuos. En estos casos, que prácticamente se identifican con los juegos de azar, ha sido considerado una tendencia inmoral, que ejerce un pernicioso influjo en la sociedad,(3) y contraria al orden económico al exponer la riqueza a la influencia del azar, sustraer la actividad privada a la producción y ser, en multitud de casos, fuente de prodigalidad.(4)

    De lo expuesto se deduce claramente que el juego interesado -y también la apuesta que suscita los mismos problemas que el juego- tiene unas evidentes consecuencias patrimoniales para jugadores y apostantes, a veces nefastas, que hacen que aquél sea una actividad relevante para el Derecho. Ello ha colocado al legislador ante la disyuntiva de favorecer el interés social y económico frente a los perjuicios que el juego comporta, o bien optar por el respeto a la propiedad privada y a la libertad de contratación de los particulares.(5)

    En definitiva, al legislador se le ha planteado siempre la capital cuestión de dilucidar si, en tanto que susceptible de graves consecuencias patrimoniales, el juego y la apuesta han de ser admitidos y regulados por el Ordenamiento jurídico, o si, por el contrario, han de ser prohibidos por sus negativos efectos particulares en gran número de personas.(6)

    La doctrina ha justificado la inhibición del Ordenamiento jurídico en materia de juego conforme a la máxima «De minimis non curat Praetor», cuando aquél se practica fundamentalmente por puro pasatiempo o distracción, ya que aunque en esos casos los jugadores contraigan obligaciones patrimoniales, lo hacen con el fin de avivar su interés. El carácter accesorio y la normalmente limitada cuantía de estas obligaciones, ha justificado que su regulación haya sido más bien de carácter consuetudinario.(7)

    Por el contrario, si mediante el juego se crea artificialmente un riesgo, a cuyo resultado se vinculan importantes consecuencias patrimoniales que persiguen la obtención de un lucro (lo que presenta esencial relevancia en los juegos de azar), se ha justificado la reacción del Ordenamiento en base a una tradición que se remonta al Derecho romano, que fundamentaba la prohibición del juego en los suguientes términos: «Alearum lusus antiqua res est et extra operas pugnantibus concessa, verum pro tempore prodiit in lacrimas, milia extranearum nominationum suscipiens. Quídam enim ludentes nec ludum scientes, sed nominationem tantum, proprias substantias perdiderunt die noctuque ludendo in argento apparatu lapidum et auro. Consequenter autem ex hac inordinatione blasphemare conantur et instrumenta conficiunt»(8).

    En esta dirección la doctrina ha sostenido que por ser el juego y la apuesta actividades contrarias a la religión (9) y a la moral social,(10) y presupuesto el derecho que la sociedad tiene a exigir de sus miembros una dedicación a actividades que sean útiles para sí y para ella, el legislador debe prohibirlas, procurando anular sus consecuencias y evitar su amparo.(11) En definitiva, se ha argumentado que confiar a la suerte la obtención de una ganancia o de una pérdida no es algo que deba merecer la tutela del Ordenamiento,(12) ya que tanto el juego como la apuesta se caracterizan porque las prestaciones patrimoniales de los participantes quedan subordinadas a la verificación de un acontecimiento futuro e incierto, si bien, y a diferencia de lo que sucede en los demás contratos aleatorios, el riesgo de perder o ganar es una creación artificial de los interesados;(13) de ahí que no sólo no estemos ante un interés digno de la tutela jurídica, sino que, antes bien, el Derecho había de reaccionar frente a actividades que pueden producir consecuencias muy negativas, sobre todo las que derivan de determinadas formas de juego y apuesta.(14)

    No puede, sin embargo, ignorarse que el juego ha sido y sigue siendo un fenómeno social y cultural de amplio relieve. La realidad demuestra, además, que la modalidad del juego que ha alcanzado una mayor difusión es aquélla que tiene por móvil principal la obtención de un beneficio económico, y no el que simplemente persigue una finalidad de distracción.

    Todo lo expuesto, unido a la dificultad de determinar dónde comienza y dónde acaba cada una de esas finalidades, ha originado que los Ordenamientos positivos (con distinto grado de permisividad, según los valores y circunstancias sociales imperantes en cada época) hayan establecido reglamentaciones dirigidas a evitar las nocivas consecuencias que podrían derivarse de una ausencia de regulación en esta materia.(15)

    En relación con este tema, las legislaciones han venido adoptando un criterio mixto, basado en la distinción entre «juegos permitidos» (los de destreza o habilidad, hoy deportivos), y «prohibidos» (los de suerte, envite o azar), negando a estos últimos obligatoriedad civil(16) y reprimiéndolos fuera de los límites del Derecho privado, a través de sanciones de naturaleza penal, más graves cuanto mayor relevancia social iba alcanzando el fenómeno.(17) Incluso en aquellos casos en que el Ordenamiento parece comportarse con cierta tolerancia, acaba por corregir ese planteamiento, estableciendo limitaciones para el pago de las deudas nacidas de esas actividades.(18)

    Parece evidente, pues, que han sido las negativas consecuencias familiares y sociales que conllevan esos enriquecimientos rápidos y esos empobrecimientos fulminantes, producidos por el juego y la apuesta, las causas motrices de la cautelosa acción del legislador,(19) quien, excepcionalmente, sólo ha considerado legales (a pesar de ser de azar) ciertos juegos y apuestas, cuya organización y explotación desde antiguo ha quedado reservada en exclusiva a la propia Administración.(20) Finalmente, no debemos olvidar que, recientemente, se ha producido una generalizada liberalización del juego que ha llevado a la legalización de los de azar, si bien el Estado, para contrarrestar sus efectos, los ha sometido a una fuerte fiscalidad, que en muchos países representa una importante fuente de recursos, debilitándose así el freno y la limitación que las modalidades más aleatorias del juego deberían sufrir.(21)

  2. EL JUEGO COMO FENÓMENO JURÍDICAMENTE RELEVANTE

    En los últimos tiempos se ha formado una corriente doctrinal que ha negado al juego la condición de fenómeno jurídico, calificación que, como se verá, queda reservada exclusivamente a la apuesta.(22) Se afirma que «juego» y «Derecho» son dos realidades sociales distintas, situadas en planos diferentes e incompatibles. Y, si el Ordenamiento jurídico se ha ocupado, en determinados casos, de ciertos tipos de juegos, lo ha hecho con el único fin de combatirlos como antijurídicos e ilícitos, y de reprimirlos con normas de orden público, administrativas y penales.(23)

    La naturaleza extrajurídica del juego ha sido sostenida por esta posición, conforme a las siguientes características del fenómeno: 1) por su función social, dirigida a procurar distracción o diversión, y a expresar una jerarquía de valores lúdicos, lo que se corresponde con su inutilidad desde el punto de vista económico; 2) por su estructura, consistente en una competición entre partes contrapuestas; 3) por el modo de desarrollarse el juego, regulado por normas rígidas e inderogables, que constituyen su esencia.(24)

    1. FUNCIÓN SOCIAL DEL JUEGO

      En su expresión genuina, el juego consiste en una actividad dirigida a satisfacer la necesidad instintiva del hombre de recrearse, distraerse y olvidar las preocupaciones cotidianas. Se caracterizaría entonces al juego, desde un punto de vista económico, por su inutilidad, en contraposición al trabajo, que se distinguiría por estar dirigido a un fin útil.(25) En esa dirección, se ha tratado de demostrar que el juego es una actividad inútil, sin trascendencia económica y ajena a toda idea de interés en sentido técnico, lo que determinaría su exclusión del campo jurídico.(26) A esta idea se anuda el principio fundamental de que la «causa ludendi» excluye al juego del campo de las obligaciones jurídicas, por lo que nunca sería negocio jurídico, ni contrato; cualquier atribución de efectos jurídicos sería así impropia, puesto que, a juicio de esta posición doctrinal, no podría generar obligaciones sino en base únicamente a una convención de apuesta.(27)

      En este sentido, FURNO ha declarado, que cuando se está ante un juego interesado, es decir, cuando del resultado de un juego se hace depender una atribución de contenido patrimonial, se introduce un elemento de carácter utilitario, extraño como tal al juego, que va a constituir el contenido del contrato de apuesta.(28) En todos estos casos no se está ya ante un juego puro, sino que éste deja de ser fin en si mismo, asume una función secundaria y pasa a ser el instrumento que produce artificialmente el aleas, requisito esencial de...

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