Sobre la pertinencia del control jurisdiccional de constitucionalidad: algunos comentarios críticos

AutorRuiz Ruiz, Ramón
CargoUniversidad de Jaén
Páginas341-359

Ver nota 1

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1. Introducción: sobre la discrecionalidad judicial

Es común, todavía hoy, entre los no juristas -y aun entre algunos que sí lo son-, creer que cuando un tribunal interpreta una norma y dicta una sentencia en virtud de tal interpretación no está haciendo otra cosa que poner de manifiesto el verdadero significado de esa norma; es decir, que no está añadiendo nada a la norma, sino revelando su auténtica significación, que lo que aplica al caso no es más que la ley en sí misma y no su interpretación de la ley, que, en definitiva, no está actuando más que como el instrumento que pronuncia las palabras de la ley 2. Sin embargo, esta percepción de la actividad judi-

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cial es actualmente minoritaria entre la doctrina, consciente de que «la interpretación jurídica no es un proceso maquinal en el que se «descubre» lo que la ley dice, sino una actividad creadora que presta a la fórmula de la ley una dimensión de la que carecía sin ella; se suele decir, incluso, que no hay norma sin interpretación» 3.

Así opinaba el propio Kelsen cuando escribía que «si por interpretación se entiende la determinación en cuanto conocimiento del sentido del objeto interpretado, el resultado de una interpretación jurídica sólo puede ser determinar el marco que expone el derecho por inter-pretar y, por tanto, el conocimiento de varias posibilidades dadas dentro de ese marco». Por lo tanto -continúa nuestro autor- «la interpretación de una ley no conduce necesariamente a una decisión única, sino a varias, todas las cuales [...] tienen el mismo valor, aunque solo una de ellas se convertirá en derecho positivo», toda vez que -concluye- «no existe genéricamente ningún método según el cual uno entre los varios significados lingüísticos de una norma pueda ser designado como el «correcto» 4.

Por tanto, el juez tendrá la capacidad de elegir, entre estos diversos significados, el que le parezca más adecuado al caso que tiene entre manos. Y si a esta evidencia añadimos el hecho de que el derecho no es pleno, que tiene lagunas, que las leyes no responden a todas las preguntas, y que los jueces han de decidir a veces sin disposiciones previas, aplicando normas no previstas por el legislador, podemos concluir que los jueces no pueden ser considerados como meros aplicadores del derecho, sino también como creadores del mismo, al menos en algunos sentidos y supuestos.

Es indudable, por tanto, que en nuestros días el juez -y, especial-mente, el juez constitucional, al que prestaré especial atención en estas páginas- goza de una importante discrecionalidad. Señala en este sentido añón roig 5 que hay quienes opinan que la discrecionalidad es un aspecto a la vez central e inevitable del derecho. Central porque los sistemas jurídicos contemporáneos distribuyen cada vez más poderes expresos de decisión a funcionarios y operadores jurídicos con objeto de realizar los objetivos legislativos de carácter más general; inevitable porque el paso de las normas a la acción, de la abstracción a la realidad, implica sujetos que interpreten, realicen y adopten decisiones. Y esta discrecionalidad se da en todas aquellas

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áreas en las que se confiere un poder de decisión y donde en mayor o menor medida ese poder puede determinar también los criterios de acuerdo con los cuales se ejerce un abanico de competencias.

Y puede ser cierto también, como sostiene Martínez García 6, que la flexibilidad del derecho se encuentra en relación inversa con el de seguridad jurídica y, no obstante, esta incertidumbre es necesaria porque, gracias a ella, se dejan abiertas cuestiones que, dada nuestra inca-pacidad para anticipar el futuro, no pueden resolverse razonablemente de antemano, sino solo cuando se presentan. La incertidumbre, así, sería inevitable, y aun aconsejable, ante una realidad que se está trasformando constantemente y que necesita un sistema jurídico dotado de fluidez y flexibilidad, capaz de realizar compromisos relativos y transitorios entre estabilidad y cambio; lo que se precisa es saber afrontarla conscientemente y con destreza.

No obstante, si bien es cierto que esta discrecionalidad es inevitable, también lo es que debe ser de algún modo fiscalizada para impedir que derive en arbitrariedad y que suponga una amenaza para los principios de igualdad y de seguridad jurídica porque, como advierte Malem seña, en la medida en que los jueces tengan discrecionalidad, los cauces para que trasladen sus preferencias idiosincráticas a sus decisiones permanecen, en mayor o menor sentido, abiertos, toda vez que la interpretación es una actividad creativa sujeta a las veleidades ideológicas -en un sentido amplio- del intérprete, lo que podría comportar que las decisiones judiciales pudieran ser diferentes en casos similares, ya que dependerían de aspectos personales del juzgador 7.

Se suele aducir, sin embargo, que existen diversos mecanismos para limitar los efectos de tal discrecionalidad. El primero de ellos sería la exigencia de la motivación de las decisiones judiciales, lo cual implica que estas deben ser justificadas, es decir, han de estar avaladas por razones. Señala en este sentido, nuevamente, Malem 8 que la finalidad de la motivación es tanto endoprocesal como extraprocesal. Desde el punto de vista endoprocesal, la motivación trata de evitar la arbitrariedad, ofrece razones a las partes que participaron en el proceso y facilita el control de la actividad jurisdiccional, al dotar de argumentos para los recursos. Desde una perspectiva extraprocesal, la

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motivación de las decisiones judiciales es una muestra de la responsabilidad del juez que ofrece las explicaciones y razones de su decisión, cumpliendo una tarea de pedagogía social y contribuyendo así a aumentar la confianza del ciudadano. Y sobre todo la motivación señala la sumisión del juez a la constitución y a la ley 9.

Pero la duda que surge, llegados a este punto, es qué hay que entender por una «decisión judicial racionalmente justificada». Así, es habitual señalar que el razonamiento judicial es racional si el paso de las premisas a la conclusión tiene lugar de acuerdo con las reglas del razonamiento lógico, el cual tradicionalmente se ha identificado con la aplicación del silogismo judicial. Ahora bien, como señala iturralde 10, el recurso al silogismo exclusivamente puede ser criticado por varias razones.

En primer lugar, porque algunos afirman que el silogismo no agota el razonamiento judicial puesto que representa solo el iter que el juez sigue para alcanzar la decisión, pero no comprende la actividad esencial del juez a través de la que este llega a fijar las premisas empleadas para tal fin, lo cual es esencial. Y, ciertamente, en muchas ocasiones podemos encontrarnos con normas jurídicas en conflicto, o con falta de normas aplicables al caso, por lo que no es posible usar el razonamiento silogístico para determinar la norma aplicable, con la consiguiente indeterminación acerca de qué norma ocupa el lugar de premisa mayor. A lo que hay que añadir el problema que «puede expresarse como sigue: «todos los s son P», pero la cuestión esencial es precisamente si la conducta del demandado o acusado es s; en otras palabras, el problema es de clasificación, de otorgar una cualificación jurídica a los hechos reales, más que de deducción» 11.

Pero, lo que es más relevante, puede sostenerse que la teoría del silogismo proporciona una explicación inadecuada e inexacta de la manera en que los jueces realmente deciden los casos, toda vez que - se arguye- su metodología ha sido y continúa siendo claramente no deductiva. Y así lo reconocía, por ejemplo, el famoso magistrado del Tribunal supremo de los estados Unidos, Benjamin cardozo, quien comentaba con la mayor sinceridad en su libro The Nature of The Judicial Process, cómo resolvía los litigios sometidos a su conocimiento: en términos generales, él no seguía ningún método de inter-pretación especifico, lo que hacía primero era buscar la solución que le parecía justa y después se preocupaba de ver cuál de los métodos de

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interpretación podía servir para justificar la decisión que ya de ante-mano había tomado 12.

Nos encontramos, en definitiva, ante una situación, a mi juicio, preocupante, porque no es solo los principios de igualdad y de seguridad jurídica lo que está en juego, sino algo más. No podemos olvidar que los jueces cumplen una importante función de promotores de la confianza colectiva en el derecho, en el sistema, en las instituciones. Y esto es así porque -convengo con Barragán 13- las sentencias de los jueces no solo son piezas formales protegidas por el principio de legalidad, sino que constituyen el vehículo mediante el cual se procura que agentes sociales que tienen intereses muy diferentes, y aun antagónicos, logren construir un espacio de convivencia colectiva. Por ello, estas decisiones, además de ser técnica y jurídicamente correctas, deberían estar basadas en la aceptación de un código de valores social-mente aceptado como correcto. En definitiva, es necesario que las decisiones judiciales transmitan de manera eficiente una sensación de corrección normativa, de transparencia decisional y de mecanismo eficaz de resolución de los conflictos, al punto de que sean aceptables aun por quienes no han resultado favorecidos por la decisión.

2. Sobre la discrecionalidad de la justicia constitucional

Pero esta gran discrecionalidad de la que goza el juez ordinario -con frecuencia necesaria, pero que tantos riesgos comporta- se hace aún más evidente -a la vez que trascendente- en el caso del juez constitucional debido, fundamentalmente, a la llamada «rematerialización de la constitución» y al consiguiente abandono del modelo decimonónico que la concebía como la regulación jurídica del poder político y de la creación del derecho y, en consecuencia, básicamente...

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