La pena de muerte en la filosofía jurídica y en los derechos penal militar e internacional penal

AutorJosé Luis Guzmán Dálbora
Cargo del AutorCatedrático de Derecho penal y de Filosofía del Derecho, Universidad de Valparaíso
Páginas767-784

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1. Carmignani dio en el clavo al calificar la pena de muerte como el gran y lúgubre argumento de la discusión penalista. No es por cierto el único de los problemas cardinales del Derecho penal. Sin embargo, de las proporciones y la trascendencia de nuestro tema es índice la inmensa bibliografía existente sobre él, que ya era imposible de abarcar con la mirada a mediados del siglo XIX, cuando el debate al respecto no cumplía aún cien años, y sigue multiplicándose incluso en los países que han suprimido este castigo de sus sistemas penales. También, la significativa consideración de que esas controversias rebasan el campo estrictamente jurídico y solicitan el interés de filósofos, teólogos, psicólogos, sociólogos, literatos, artistas, etc., es decir, a una plétora de saberes y pensadores a la que tampoco se sienten ajenos los legos y hasta personas de rudimentaria o nula ilustración1.

Esto último sugiere que en la pena de muerte está encajado todavía un retazo de aquel pasado histórico en que los sistemas de garantías sociales no se diferenciaban entre sí, cuando el Derecho no conseguía erguirse con perfiles nítidos, en un afán de perfeccionamiento cultural y racionalización de la vida colectiva, frente a los postulados religiosos y morales. No hay para extrañarse de que la carga de irracionalidad de que es portadora la pena capital, su núcleo mágicoreligioso, uncido al más atávico y radical temor humano -el miedo al aniquilamiento, espoleado por la riqueza proteiforme del impulso de conservación-, encuentren vía para expresarse en los encendidos tonos que suele adoptar el debate, ni de que éste rebrote de tiempo en tiempo y con análogos arrestos bajo circunstancias propiciatorias. Por lo mismo, la indudable imbricación de la pena de muerte con los problemas del fin de toda pena y de la justificación y los límites del ius puniendi, si pone de manifiesto la envergadura del tema, está también lastrada por una formidable tensión reactivoafectiva que entorpece y dilata el triunfo de la causa de la razón, que rechaza considerar el sacrificio de un hombre como posible Page 768 contenido de esa institución civil que es la «pena». De ahí, en fin, que quien se adentre en la historia, fenomenología y polémica del máximo suplicio será invadido por un sentimiento sombrío y fúnebre. El argumento, pues, no sólo es grave, sino lúgubre; toma de la muerte el rasgo que la caracteriza: una profunda tristeza2.

Pero en contra de la necesidad de tratarlo en estas páginas conspiran varios factores. La vigésima centuria, con su vocación por la guerra, la servidumbre y el sometimiento, ha producido verdaderas hecatombes humanas. Mantiene a más de la mitad del orbe sumida en la miseria, el hambre y la enfermedad, en agudo contraste con una minoría de privilegiados que disfruta de la opulencia y aparenta ignorar el sufrimiento y la consunción del prójimo. Al número de las víctimas de políticas sociales y económicas erradas, cuando no derechamente perversas, se añade la ingente realidad de las ejecuciones parajudiciales, que cobran muchas más cabezas que las abatidas por el verdugo. Todo esto puede hacer figurar como un ejercicio ocioso, un divertimento de doctos, ocuparse de la destrucción ordenada jurídicamente de un solo hombre3. Frente a esos hechos lacerantes, que rebasan con holgura su ceñido objeto, puede poco la doctrina penal. Reducida, pues, a su lúgubre argumento, lo ha estudiado y discutido hasta la saciedad. Las posturas ante él están muy bien definidas; los planteamientos en pro y en contra, reserva hecha de matices, son siempre los mismos y lo tiñen de cierta monotonía, que arriesga tornarle rutinario. El generalizado retroceso de esta pena en el panorama comparativo y el Derecho internacional, acompañado por la repulsa que prevalece entre los estudiosos, ha dado nuevo norte a los desvelos de la ciencia, hoy más preocupada de sus subrogados jurídicos y sucedáneos fácticos, de las condiciones de legitimidad requeridas para los primeros y los medios con que conjurar los últimos. Así y todo, sobre éstos continúa la pena de muerte arrojando su antiguo y funesto espectro, máxime en los ordenamientos que le conceden aceptación. Presencia inquietante cuyos efectos reflejos corrompen una miríada de instituciones jurídicas, en tanto permanezca en pie siquiera en un solo paraje del mundo (y desafortunadamente no son pocos), apremia al penalista el deber de encarar al monstruo del Lerna y ahogarlo en sus aguas cuantas veces asome la cerviz. «Para que se elimine de los Estados que aún la admiten y para que no se reinstaure en los que la abolieron, es menester que el jurista se mantenga en vela. [...] Sólo así podrá conseguirse que llegue un día en que la humanidad haga pasar al desván de los recuerdos una pena que consiste en matar»4. Hasta que tal cosa no ocurra, permanecerá como un problema de permanente actualidad. Page 769

Ahora bien, nuestra intervención pretende abocetar el estado y los problemas de la punición capital en los Derechos penal militar e internacional penal, es decir, los últimos bastiones donde ella se ha refugiado tras su creciente y ostensible derrota en el Derecho penal común de los Estados. Que en ambos campos experimente ahora una retirada, que anuncia tal vez su completa desaparición también en tales reductos, no nos exime de, antes bien, nos obliga a ocuparnos de ciertos pliegues de la polémica doctrinal sobre el máximo suplicio, pues de ellos depende la solución de si es lícito o no su empleo en la excepcional situación de la guerra, así como en los crímenes más graves contra el Derecho de gentes, o sea, el genocidio y los delitos de lesa humanidad.

En efecto, la riqueza de aspectos, argumentos y réplicas encerrados en la controversia sobre la pena de muerte hace aconsejable examinarlos a la luz de su correspondiente naturaleza, que es dispar. Exponer los motivos con que sus partidarios procuran cohonestarla, contraponiéndoles las razones aducidas para conseguir su supresión -proceder habitual en la doctrina-, oculta el verdadero calado de las cuestiones involucradas y es fuente de serios malentendidos, por ejemplo, que la pena de muerte sería en principio compatible con cualquiera organización política, que habría que rechazarla en general, pero acoger en ciertos casos -como en los crímenes de guerra y otros internacionales-, o que el debate instaurado en torno a ella poseería un carácter más sentimental que racional. Una mera secuencia expositiva no hace justicia a extremos que deben ser jerarquizados. Para evitar derroteros falsos y las conclusiones a que pueden precipitar, es preciso analizar el problema teórico siguiendo sus flexiones, determinadas a su vez por el ámbito de los saberes jurídicos que éstas comprometen temáticamente. La primera y más importante, por su función rectora de la ciencia jurídica, concierne a la Filosofía del Derecho. Se trata de la justificación o falta de justificación tout court del castigo capital, o sea, contemplándole en términos incondicionados y al contacto de los supuestos también absolutos del Derecho. En cambio, las razones, evidencias empíricas y propuestas nacidas de la Política criminal y la Criminología, que conciernen únicamente a la conveniencia o inutilidad de la pena de muerte, y no a su justificación política y jurídica, nos interesarán aquí muy de pasada.

2. También para los Derechos penal militar e internacional penal el primer desafío que se plantea a la Filosofía jurídica reside en determinar si la pena de muerte presenta un contenido que se corresponda con el de las puniciones en general, es decir, si constituye en verdad una «pena». La observación, plena de sugerencias, de que «en la pena de muerte hay, respecto de las otras, algo de anormal y de excepcional», debida a Carnevale5, adelanta de algún modo la respuesta a un problema sobre el cual la especulación jurídica vino a fijar su mirada recién a principios del siglo XX.

La pena, como especie de sanción jurídica y, a la vez, concepto fundamental del Derecho, ha de estar provista de un contenido que el ordenamiento juzga como desfavorable, lo que traducido al lenguaje dogmático importa una pérdida Page 770 o limitación de determinados bienes jurídicos. El «mal» de la pena -admitiendo que se pueda quitar a esta palabra toda resonancia moral- tiene que estar concebido objetiva e impersonalmente, pues lo que decide no son las impresiones de este u otro justiciable, sino el superior punto de vista del ordenamiento. Asimismo, dado que el Derecho es un medio práctico de regulación de la conducta interindividual, no un criterio teorético que arroje enseñanzas, predicciones u oráculos acerca de los últimos arcanos del mundo, ese mal será por principio incapaz de sobrepasar tanto nuestras posibilidades cognoscitivas como la esencial historicidad del hombre y de las normas que rigen su comportamiento ante los demás. Ninguna pena puede representar «una salida extemporánea de los límites del lugar y del tiempo en que transcurre la convivencia humana»6. Lo que queda al margen de aquellos supuestos no está al alcance del ius puniendi; así, sería absurdo y hasta risible el legislador que conmine a título de pena una privación de la libertad superior al arco vital de los seres humanos.

Pues bien, prevalece entre los penalistas la opinión de que la pena de muerte satisfaría tales exigencias, como quiera que el mal que entraña es la pérdida de la vida, el mayor bien de que es portador el hombre, conforme escribió Manuel de Lardizábal en el siglo XVIII7. Contra esto, se afirma, nada podría el argumento de que hay individuos -los suicidas8- que prefieren morir a continuar viviendo, porque estos son fenómenos excepcionales a los que el legislador es libre de hacer oídos sordos. Cualquier bien jurídico cuya pérdida se imponga al penado, también su vida, podría formar, pues, el sufrimiento de la pena moderna9.

Es digno de nota que la réplica a esta extendida manera de pensar haya provenido de un...

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