La necesidad de un cambio de paradigmas en el tráfico de drogas: La urgencia de su legalización

AutorFco. Javier Álvarez García
CargoCatedrático de Derecho Penal. Universidad Carlos III
Páginas199-246

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I Introducción

¿Quién se sentiría más dañado ante una eventual legalización (reglamentación) del tráfico de drogas? Desde luego no es fácil establecer una prelación entre los posibles “afectados”, pero sí señalar algunos de los más perjudicados: directamente las organizaciones criminales que se dedican a esa actividad y los EE.UU... Las primeras porque perderían el negocio que les proporciona mayores beneficios en su actividad delictiva, los segundos porque han convertido la lucha contra el tráfico de drogas en la justificación para controlar, inspeccionar e intervenir impunemente en los asuntos de los Estados latinoamericanos (y no sólo en esos Estados).

El problema añadido es que las primeras, las organizaciones criminales, no son meros grupos que se dedican a actuar al margen de la legalidad y de la sociedad, sino que están fuertemente imbricados en la misma y en su realidad económica (más cuanto más débil es el Estado en el que se ubican), lo que consiguen a través de los distintos eslabones que intervienen en la actividad económica que desarrollan (producción, transporte, distribución y consumo) y de, según los casos, corrupción o apoderamiento de las estructuras políticas, policiales y administrativas en su conjunto. Posteriormente, además, su capacidad de influencia sobre las estructuras económicas “normales” se incrementa notablemente

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como consecuencia del lavado y reinversión de las enormes ganancias obtenidas; influencia que, además, es sustancialmente mayor en épocas de crisis económica global como la actual, en la que los agentes económicos son menos, si cabe, escrupulosos con el dinero que las organizaciones criminales ofrecen, y que les proporciona una liquidez más que necesaria, imprescindible.

En lo que importa a los EE.UU., el fin de la guerra fría y del fantasma del comunismo que tantas actuaciones justificó en su “patio trasero”, requería la búsqueda de un nuevo referente que diera cobertura al ejercicio descarnado del poder imperial, y justamente la lucha contra la droga se lo ha otorgado a través de muy diferentes mecanismos: primero, el de la prohibición absoluta (que en no pocas ocasiones pugna con cultura y tradiciones milenarias) sirviéndose y utilizando la influencia de ciertas organizaciones internacionales (particularmente de la ONU, que en esta lucha se está dejando buena parte de su papel moderador, y más en concreto de algunas de sus organizaciones subordinadas, como son la JIFE, la UNODC o la Comisión de Estupefacientes); en segundo término, el de las “certificaciones” o políticas similares, que evidencian el poder despótico del imperio sobre las “provincias” en un ejercicio descarnado de poder ante el cual los países no ven más solución que inclinarse, so pena del estrangulamiento económico y, en su caso, militar; en tercer término –lo que es consustancial al verdadero soberano por más que los tratadistas hayan intentado a través de los siglos someterle de algún modo al respeto de ciertas reglas–, por el uso de la arbitrariedad sin límites en el ejercicio de su poder, lo que provoca un tratamiento absolutamente desigual ante situaciones similares (México u Honduras) que únicamente es explicable en términos de interés o de genuflexión “soberana”. Los países latinoamericanos, así, sólo tienen capacidad de “protesta” pero no de auténtica oposición ante esas políticas. En realidad, todas esas naciones tienen por delante un “trabajo” de independencia mucho más difícil de realizar y consolidar que el llevado a cabo a inicios del siglo XIX frente a España: EE.UU. gobierna, como es sabido, Latinoamérica; en cuarto lugar, mediante la integración –no sólo nominalista– de la política antidroga en la de seguridad nacional estadounidense, reforzada con etiquetamientos como el de “terrorismo”, “insurgencia” u otros, especialmente a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Frente a esos intereses que pugnan por oponerse a una legalización del tráfico de drogas, se alzan los de los países –y de los pueblos– para los que la prohibición no sólo implica la cobertura formal y material de sometimiento a EE.UU. y a sus políticas, sino la consciencia de que la

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continuación en la prohibición va de la mano de la profundización en el subdesarrollo y de la renuncia a derechos democráticos materiales esenciales (y entre ellos del derecho a la vida y a la seguridad), lo que termina suponiendo un enorme sufrimiento para sus ciudadanos.

[El argumento supremo para la legalización está claro: pongamos en una balanza los males que origina la ingesta de drogas –centrados como es conocido en la salud– y en otra los causados por la prohibición: explotación, muerte, violencia, guerras, contrabando, tráfico de armas, corrupción, enormes beneficios para los traficantes, desestabilización económica, desestructuración social, bloqueo del sistema de justicia, militarización de algunas sociedades, inseguridad global, blanqueo de dinero, atropello de derechos fundamentales, derecho penal de excepción…delincuencia y crimen organizado. Eso es lo que significa la prohibición, y llama la atención que esa política vaya de la mano de EE.UU...después de su experiencia de los años 20 del pasado siglo con el gansterismo provocado con la “Ley Seca”. Por otra parte no hay que olvidar que la legalización supondría la liberación de una parte considerable de las fuerzas, de las energías de las naciones, y, limitándonos al ámbito represivo y dependiendo de los países, de buena parte de los efectivos policiales y judiciales que podrían dedicarse al combate del terrorismo, de la trata de personas, del crimen organizado, etc.]

La cuestión, ahora, es analizar cómo se ha llegado a esta situación y cuáles son las concretas consecuencias de estas políticas para las diferentes regiones, para a partir de ese análisis articular una salida pautada al conflicto que sólo puede terminar con el final del prohibicionismo en materia de drogas tóxicas, estupefacientes y sustancias psicotrópicas.

II El intercambio desigual en el delito: países productores, de tránsito y consumidores
1. Consideraciones generales

En el ámbito del crimen la perspectiva internacional ha introducido cambios en el planteamiento que son realmente decisivos y que vuelven del revés la cuestión o, dicho de otra forma, que “dan la vuelta al calcetín”. Es decir: tradicionalmente la “veta” internacional del crimen suele reducirse al estudio de los mecanismos para una mejor persecución internacional de los criminales, justificada por la “presencia internacional

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del delito”. Desde luego no voy a negar desde estas páginas la importancia de semejante orientación, porque contradiría buena parte de lo que se dice en este texto, pero sí deseo hacer hincapié, brevemente, en algunos aspectos de la relación que el crimen establece entre países ricos y pobres cuando “comparten” delito, pues aquí es donde entra en aplicación ese “intercambio desigual”.

En efecto, contemplemos en lo que sigue lo que sucede con el tráfico de cocaína, droga que los españoles vincularon objetivamente con la explotación de mano de obra desde que llegaron a América –obviamente en su presentación natural como hoja de coca, ya que no se sintetizó hasta mediados del siglo XIX–, pues de un uso tradicional, religioso, ceremonial, festivo o medicinal se pasó a otro relacionado con el trabajo agrícola o minero de los indígenas –las minas de plata del Potosí constituyeron todo un ejemplo de lo que se dice–, precisamente para evitar el cansancio o mitigar el hambre, práctica que constituyó causa principal de la expansión de su consumo, lo que contribuyó de forma importante a los ingresos de la Corona.

[Dejo en este escrito de lado los especiales problemas que plan-tean las drogas de síntesis en cuya fabricación Argentina ostenta un primer puesto mundial –véase el “Informe Mundial Sobre las Drogas 2010 de la UNODC” sobre la prioridad de estas drogas frente a la cocaína y opio juntas]

Lo primero que debe decirse es que en la economía internacional global referida al tráfico de drogas, hay países productores (Colombia, Perú y Bolivia, si nos referimos únicamente a “las grandes cifras” y nos mantenemos en el exclusivo ámbito Latinoamericano) y consumidores (EE.UU. y la UE); con el añadido de que la prohibición del comercio internacional de la sustancia y, por lo tanto, de la intervención de la misma en lo que serían sedes habituales de ese comercio (puertos, aeropuertos, fronteras de todo orden, etc.), hace precisa la circulación clandestina, lo que provoca la necesidad de que países “terceros” colaboren en el acercamiento entre centros de producción y distribución, con la característica –por lo que importa a estos últimos– de que la consideración de ilegal del tráfico de la sustancia impide que la labor de intermediación (aunque sea puramente geográfica) suponga riqueza “visibilizable” para esos terceros. Porque, obviamente, sí genera riqueza el tráfico de drogas en el país de tránsito, y no sólo para los grupos evidentemente criminales o etiquetados como socialmente criminales: el narco, sino también para grupos legales o, al menos, que desarrollan su actividad bajo “tapaderas” legales o parcialmente legales.

[No se trata éste de un fenómeno nuevo, así, en España, es suficientemente conocido cómo el contrabando y posteriormente –en

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la etapa de la economía autárquica tras la guerra civil– el mercado negro, están en el origen y desarrollo de algún importante grupo bancario y de no pocos capitales –y echando la vista más atrás no está de más recordar el origen esclavista de alguna de las más importantes “casas de préstamo” españolas en el siglo...

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