La recuperación del orden urbanístico vulnerado: la demolición

AutorEva Mª Domínguez Izquierdo
Cargo del AutorProfesora Contratada Doctora. Universidad de Jaén
Páginas339-418

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I La demolición frente a la infracción urbanística: el contexto y los pretextos

Al introducir el crimen en el análisis del orden social, desde el punto de vista de cómo se crea, se reproduce y de cómo se nutre el concepto de delito, en este caso el urbanístico que hunde sus raíces en complejas estructuras económicas y fenómenos sociales difícilmente descifrables, se produce un acontecimiento curioso aunque no desconocido: se diluyen todas las barreras estructurales ya de por sí frágiles, al menos las que separan el delito de la política, del reparto social de la riqueza, del mundo empresarial y profesional, del fracaso de otros mecanismos –incluso represivos– previos al recurso al orden penal y, finalmente, la criminología está más presente que nunca.

Desde un punto de vista estrictamente criminológico, la existencia, persistencia y ascenso de la delincuencia urbanística obedece, como en muchos otros tipos de ilícitos penales, a su rentabilidad, siendo además una ventaja que perdura en el tiempo y es progresiva. Por

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ello, la eficacia de una política criminal urbanística debe incidir en el elemento obstativo que impida la obtención de ganancia alguna proveniente de la comisión de delitos de esta índole. El juez cuenta con la posibilidad de la demolición de la obra ilegal o, de no ser posible o viable, el comiso de los efectos o ganancias del delito1. Distinto es que no existan mecanismos anteriores al Derecho penal que debieran ser convenientemente utilizados en primera instancia2. En efecto, si se pudieran solucionar las disfuncionalidades –y se puede– con el Derecho Administrativo no habría que elevar el problema a la categoría de penal, pero el Orden Administrativo, por múltiples razones, no ha funcionado, a la vista está. También la vía judicial contenciosoadministrativa se muestra lenta e ineficaz a la hora de llegar a las últimas consecuencias derivadas de las construcciones que contravienen de plano la legalidad urbanística3.

Resulta fácilmente constatable que las obras construidas contra la normativa urbanística perduran en el tiempo porque en la práctica raramente son demolidas, de forma que el Estado, de algún modo, consiente que el infractor obtenga el lucro perseguido, aunque lo intente recuperar por vía de la multa proporcional. De un lado, son escasas las órdenes de demolición que se dictan y, de otro, las que son dictadas son incumplidas de modo sistemático4, impedida su ejecución a

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través de distintas argucias dilatorias o pactada su inejecución con la consiguiente compensación económica para quien ejerció la acción pública5. De este modo, el convencimiento de que lo ilegalmente construido no va a ser derribado representa una motivación lo suficientemente importante como para promover la especulación urbanística y el exacerbado proceso constructivo que se ha producido en los últimos años. Partiendo de un análisis estrictamente económico, resulta constatable que las empresas promotoras prefieren aceptar el “coste” de la eventual infracción administrativa o penal –no muy frecuente, por otra parte–, porque la ilegalidad a buen seguro, dada la exigua ejecución de las órdenes de demolición, no va a conllevar la pérdida de la obra ni de los ingentes beneficios que con ella se obtienen, ya sea con su venta o su explotación. Con ello, las posibilidades de obtener beneficio son altísimas lo que produce un gran efecto criminógeno que termina con la eficacia de cualquier sanción. El infractor acaba por percibir la multa, si no va acompañada de otras medidas como la demolición de lo construido, como el “precio” –no siempre cierto– exigido por las autoridades a cambio de tolerar el ilícito cometido6o, cuando menos, el agotamiento del delito, al tiempo que para el sujeto se muestra como una vía indirecta de obtener lo legalmente prohibido.

La enorme cantidad de dinero que se mueve, o se ha movido hasta el momento, en este sector propiciando un fácil enriquecimiento es indiscutiblemente un caldo de cultivo para que tanto desde la esfera privada como desde la pública se haya colaborado conjuntamente para obtener unos dividendos de forma relativamente fácil. No deja de resultar paradójico que determinado tipo de funcionarios públicos, como los alcaldes o los concejales de urbanismo, encargados de otorgar las licencias para construir, coincidan con quienes han de controlar en primera instancia las infracciones de esta índole. Si a ello se le une –y es este un dato esencial– que un porcentaje importante de la financiación de los municipios procede de esta fuente, con el inevitable juego político que la materia ofrece, es fácil comprender por qué

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la corrupción está tan unida al urbanismo y por qué el propio ámbito administrativo, que debería bastar para atender la ordenación del territorio, se muestra poco operativo7.

Tampoco son infrecuentes los interesados o acordados cambios de los planes urbanísticos, bien con carácter previo para poder obtener la correspondiente licencia para la deseada construcción o edificación, o bien a posteriori, logrando la consiguiente adecuación de lo construido ilegalmente a la legalidad urbanística y no precisamente por razones de interés general8. Estas actuaciones que en algunos casos podrán constituir ilícitos penales –prevaricación, cohecho o tráfico de influencias– han terminado por enquistar el gran mal que ha supuesto en las tres últimas décadas la explotación ilimitada y desaforada de los recursos del suelo en nuestro país.

No obstante, el gran problema que viene a ser el colofón a la realidad circular descrita, es la reiterada inejecución de las órdenes de demolición dictadas por la Jurisdicción contencioso-administrativa, que, por lo demás, son bastante escasas. Es más, en el caso de que la materia llegue al orden penal, el Juez se encuentra en la comprometida situación de verse obligado a decretar, si la obra aún es ilegal, la decisión que no se adoptó en instancias anteriores y todo ello realizando un juicio ponderativo sobre la situación en el momento en que se juzga, esto es, tomando en consideración no ya el ilícito cometido y consumado, sino el hecho de si la obra, por vía de modificación del planeamiento, ha sido o no “legalizada”, cuando no “legalizable” en un futuro incierto. Es este cúmulo de circunstancias lo que lleva al juzgador a verse abocado a eludir de algún modo, en atención a múltiples principios reciclados de la jurisdicción contencioso administrativa, una decisión que en el fondo cree que no le corresponde.

En cuanto a las sanciones previstas para las conductas contempladas en el art. 319 del Código penal, hasta 2010 el legislador había

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optado, con las consiguientes críticas doctrinales9, por un sistema de días multa en lugar de un sistema de multa proporcional al beneficio, llegando la cuantía máxima a alcanzar un total de 288.000 euros (aunque normalmente impuesta en su cuantía mínima –dos euros– por falta de pruebas), lo que podía equivaler a una ínfima parte de lo que se lograba obtener por una construcción ilegal en el mercado con su venta o explotación. Tampoco la pena de prisión presentaba una duración que conllevara un efecto preventivo-general elevado –hasta 3 años en el art. 319.1 y hasta 2 años en el caso de la conducta prevista en el art. 319.2, sanción que, en la mayoría de los casos, de no concurrir circunstancias agravantes modificativas de la responsabilidad criminal, permitiría acudir fácilmente al instituto de la suspensión de la ejecución de la pena al ser los autores, normalmente, delincuentes primarios. La Reforma operada intenta aumentar el efecto disuasorio elevando los costes pues, de una parte, la multa pasa a ser proporcional –del tanto al triplo– cuando el beneficio obtenido por el delito fuese superior a la cantidad resultante y, en el caso de la conducta del párrafo primero del art. 319, eleva el límite superior de la pena de prisión hasta los cuatro años. Sin embargo, la pena acumulada de inhabilitación especial para profesión u oficio hasta cuatro años prevista para promotores, constructores o técnicos directores sigue resultando en la práctica fácilmente eludible creando diferentes empresas que aparecen y desaparecen para cada construcción y escasamente disuasoria si el sujeto no se dedica profesionalmente a la construcción.

En el ámbito administrativo, se impone a la Administración el deber de devolver la situación al status quo anterior, lo que implica normalmente la demolición de la obra ilegal. No obstante, la inaplicación de estos preceptos es más que frecuente, bien sea porque los obligados a demoler emplean estrategias dilatorias con el claro objetivo de que el trascurso del tiempo juegue a su favor y que el cambio de normativa acabe “legalizando” su construcción o bien por la propia desidia o pasividad de la concreta Administración de que se trate10. La

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Administración local –o la autonómica, en su caso– hace verdadera dejación de sus funciones en esta materia ya sea por desinterés o por una decidida voluntad obstruccionista dirigida a contentar al responsable, que, en última instancia, es vecino...

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