Objeto social y poder de representación en la Sociedad

AutorHeliodoro Sánchez Rus
CargoRegistrador Mercantil de Barcelona
Páginas829-872

Page 829

I Significado y función del objeto social: una vision critica

«La idea que puede servirnos de punto de partida y que traduce de modo singularmente notable la especialidad del apoderamiento mercantil frente a la disciplina general de la representación en el Derecho Civil puede formularse en estos términos: dentro de la actividad de la empresa los auxiliares gozan, sin necesidad de un otorgamiento expreso de los poderes necesarios para el ejercicio de su función...» (A. Menéndez Menéndez, «Auxiliares del empresario», RDM, 1959, p. 281).

La misma reflexión que hace treinta y cinco años formulaba don Aurelio Menéndez sirve hoy de hilo conductor en el estudio de una materia Page 830 -el ámbito del poder de representación de los administradores en la sociedad anónima- que presenta un claro paralelismo con la anterior. Si cualquier actividad empresarial tiende, por su propia naturaleza, a una actuación organizada, sistemática y reiterada en el mercado, se comprende fácilmente que la determinación del ámbito del poder de los representantes, orgánicos o voluntarios, del empresario es una cuestión de enorme trascendencia práctica y motivo de seria discusión en cualquier ordenamiento. En nuestro Derecho el contenido «mínimo» e «inderogable» del poder de ciertos representantes se ha vinculado históricamente al «giro o tráfico» de la empresa, noción que en el ámbito de las sociedades de capital se ha estimado equivalente al objeto social delimitado de los Estatutos. Dado que esta vinculación responde a una antigua tradición -desde el artículo 175 del Código de Comercio de 1829 que recogió la figura romana del «institor», pasando por el equivalente artículo 286 del Código de 1885, hasta el reciente artículo 129 de la Ley de Sociedades Anónimas de 1989-, la doctrina de la determinación del poder de representación por el objeto social ha llegado a ser considerada por varias generaciones de juristas españoles como la piedra angular del régimen del órgano de administración en la sociedad anónima. La reforma de nuestra legislación mercantil que arranca de la Ley 19/1989 («De reforma parcial y adaptación de la legislación mercantil a las Directivas de la Comunidad Económica Europea [CEE] en materia de sociedades») ha obligado a someter a revisión muchas nociones jurídicas firmemente arraigadas; pero en este punto era imprescindible, en cualquier caso, una revisión crítica de la doctrina anterior a la vista de una práctica poco satisfactoria y de una dogmática que, por una parte, había oscurecido la auténtica naturaleza del objeto social (que se desenvuelve en el ámbito de las relaciones internas de la compañía), y por otra, sobrevalorado claramente lo que no es sino la solución adoptada en una etapa concreta de la evolución del Derecho de Sociedades:

a) El enfoque adecuado para comprender la función que el objeto social está llamado a desempeñar resulta de la contraposición entre el régimen legal de la sociedad colectiva y el de la sociedad anónima. En la escritura social de una compañía colectiva no es necesaria la determinación de un «objeto social», tal como resulta del artículo 125 del Código de Comercio (que omite toda referencia a esta mención) y de los artículos 136 y 137 («En las sociedades colectivas que no tengan género de comercio determinado...»; «si la compañía hubiera determinado en su contrato de constitución el género de comercio en que haya de ocuparse...»). En cambio, en una sociedad anónima la determinación del objeto social es una mención estatutaria esencial [artículo 9.b) de la Ley], cuya omisión determina la nulidad de la sociedad [artículo 34.b)]. Esta disparidad se basa en Page 831 la profunda diferencia estructural entre ambas formas sociales y, correlativamente, entre la posición del socio colectivo y la del accionista que carece de la facultad de participar directamente en la gestión de la compañía (que al socio colectivo atribuye el artículo 129 del Código de Comercio), está sometido a las decisiones de la mayoría (a diferencia del régimen de actuación unánime que apuntan los artículos 130 y 143 del Código) y a la rígida disciplina del capital social -contrapeso de la limitación de responsabilidad- que no permite obtener la restitución de las aportaciones realizadas (frente al derecho de separación automático del socio colectivo: artículo 224 del Código de Comercio). Si según la conocida y frecuentemente citada expresión de Ripert: «la sociedad anónima es un maravilloso instrumento creado por el capitalismo moderno para recoger el ahorro con el fin de fundar y explotar nuevas empresas» («Aspectos jurídicos del capitalismo moderno», 1950, p. 109), un instrumento que nace cuando las necesidades de financiación de la gran empresa no pudieron ser atendidas por las antiguas formas sociales de estructura contractual, la concreta delimitación de la actividad a la que se van a destinar los recursos económicos obtenidos del público es una exigencia funcional de un mecanismo jurídico caracterizado por el organismo de terceros, la sujeción al principio mayoritario y la irrevocabilidad de las aportaciones. De este esquema resulta con claridad que la función básica del objeto social, exigida por la naturaleza del tipo social en cualquier sistema legislativo, se desenvuelve en el ámbito de las relaciones internas de la sociedad, y se concreta en la necesidad de una precisa determinación estatutaria, en la existencia de un régimen especialmente riguroso para la modificación del objeto social, en la responsabilidad de los administradores en caso de extralimitación y en la tipificación de la imposibilidad de conseguir el fin social como causa de la disolución de la compañía.

b) La delimitación de las facultades y el equilibrio de poderes entre los órganos sociales ha variado, en cambio, considerablemente a lo largo del tiempo, en una curiosa sintonía con la evolución de las ideas y de los regímenes políticos que, en su día, hizo notar Garrigues (Curso de Derecho Mercantil, tomo I, edición de 1982, p. 412). En las grandes compañías que surgen en el siglo XVII para atender a las necesidades del comercio colonial, en íntima conexión con las monarquías absolutas de la época y dotadas de un régimen singular y privilegiado, los administradores -nombrados por el poder público- están investidos de poderes ilimitados no sujetos a control por las asambleas de accionistas que desempeñan un escaso papel. La irrupción de la sociedad anónima en el tráfico privado en la primera mitad del siglo XIX determinó una profunda alteración en su estructura interna, que se organiza a imagen y semejanza del Estado liberal y parlamentario: la Junta General es el «órgano soberano» que define la voluntad social y que, Page 832 mediante el principio mayoritario, ofrece a todo accionista la posibilidad de influir con su voto en la dirección de la compañía. La Junta estaba investida de una «competencia residual»: no sólo le correspondía decidir sobre las materias expresamente conferidas por la Ley y los Estatutos, sino también sobre todas aquellas no atribuidas expresamente a otros órganos sociales. En este esquema el Código francés de 1807 atribuyó a los administradores la condición de «mandatarios» de los socios, calificación mantenida en la legislación posterior (Leyes de 1867, 1940 y 1943) y asumida por el Código italiano de 1882 y el español de 1885. Esta solución que teóricamente garantizaba una estrecha sujeción del administrador a las instrucciones impartidas por la Junta resultaba, en cambio, poco satisfactoria en orden a garantizar rapidez y seguridad en la contratación; los administradores no tenían más facultades representativas que las que expresamente les habían sido conferidas y no se garantizaba la atribución de esos «....poderes necesarios para el ejercicio de su función...» que el tráfico mercantil exige (es sumamente significativo que los artículos 444 y 447 de nuestro Código de Comercio establecieran que los administradores de compañías se entendían autorizados por el solo hecho de su nombramiento para firmar, a nombre de la sociedad, en letras de cambio, como libradores, endosantes o aceptantes). Ante esta situación, los diversos movimientos de «reforma de la sociedad anónima» que se desarrollaron desde los primeros años del siglo xx coincidieron en la necesidad de introducir una «corrección» en el sistema; este es el origen de la función del objeto social como elemento definidor del «ámbito mínimo» del poder de representación de los administradores que, sin embargo, no recibió acogida expresa en los textos legales hasta mediados de siglo: Código italiano de 1942, Ley española de 1951, Ley francesa de 1966.

En Alemania el derecho de sociedades había seguido una evolución muy diferente. Los Códigos de 1861 y 1897 ya habían partido de la atribución de un poder de representación ilimitado a los administradores; la Ley de Sociedades Anónimas de 1937 dio un paso más y estableció una distribución imperativa de competencias entre los órganos sociales en el que no sólo la representación, sino también la gestión de la sociedad corresponde con carácter exclusivo a la Dirección («Führerprinzip»), que ejerce estas funciones bajo su responsabilidad y la supervisión de un órgano...

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