Repercusión de la adhesión de España a la CEE en el contribuyente Español

AutorJosé L. Lampreave
Páginas66-75

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Desde el 1 de enero de 1986, España es parte integrante de la Comunidad Económica Europea, en virtud del Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas ratificado el 12 de junio de 1985. Con toda evidencia, esa integración en la Comunidad Económica Europea (que no en Europa, a la que inevitablemente pertenecemos desde la perspectiva geográfica y a la que contribuimos a configurar, acertada o desacertadamente, en su identidad histórica, política y cultural) ha de afectar a los ciudadanos españoles en múltiples aspectos, entre ellos, en su vertiente de contribuyentes. Y así ha de ser, afortunadamente, ya que si los españoles no se vieran afectados en nada o si el conjunto de afectaciones diera un saldo negativo, ello significaría que, en el primer caso, la Comunidad Económica Europea es papel mojado o pura invención de políticos o, en el segundo caso, que España no debió solicitar la adhesión a una comunidad perjudicial para los intereses de sus ciudadanos. En lo anterior queda implícita otra idea que conviene resaltar. La específica incidencia en los españoles, como contribuyentes, en sí misma no es buena si, como se teme, es para pagar más. Salvo que esa mayor contribución al Ente Público se viera compensada con una mayor oferta efectiva de bienes o servicios públicos por parte del Estado Español o de la propia Comunidad. Otra cosa sería si aquella incidencia consistiera en la disminución de los actuales impuestos; ventaja, en principio, aceptable por sí misma, pero que tampoco impediría el necesario análisis y comparación con otras posibles desventajas De aquí que sea imprescindible adelantar dos premisas básicas: Primera: La mayor o menor incidencia sobre la faceta de contribuyente sólo será admisible si los españoles se ven compensados, en otras facetas, con la entrada en la CEE.

Segunda: No sería admisible que la Administración española alterara la actual presión tributaria «aprovechando» aquel acontecimiento, pero sin relación directa con el mismo.

España, la CEE y el IVA

De hecho, el mismo día 1 de enero de 1986, tuvieron lugar dos acontecimientos simultáneamente la entrada en vigor del Tratado de Adhesión de España (y Portugal) a la Comunidad Económica Europea y la entrada en vigor del Impuesto sobre el Valor Añadido. De tal forma que la vigencia de este nuevo impuesto ha sido la resonancia más viva e inmediata de aquella adhesión para el contribuyente español. Como si el acceso a las posibles ventajas y desventajas de la Comunidad requiriera el previo paso por taquilla, y con el pago de una peculiar entrada denominada IVA.

La confluencia de estos dos acontecimientos en la misma fecha merece ser analizada. En primer lugar, el Impuesto sobre el Valor Añadido es, ciertamente, un impuesto comunitario, como se verá más adelante. Pero no es un impuesto exclusivo de la CEE ya que otros países, europeos y no europeos, cuentan con el IVA en su actual sistema tributario; y ello porque en algún momento lo consideraron oportuno y no por causa de un posible ingreso en la CEE. Lo que quiere decir que España hubiera podido adoptarlo antes de entrar en esa Comunidad si, en algún momento, hubieran coincidido tres condiciones básicas: a) la evidencia de ser un impuesto mejor que aquellos a los que sustituye; b) el deseo político de hacerlo; ye) la preparación adecuada para gestionarlo tanto por los contribuyentes como por la Administración. De hecho fallaron el deseo político y la preparación En segundo lugar, siendo el IVA un impuesto comunitario, la adhesión de España a la CEE supone, ciertamente, la aceptación de dicho impuesto. Pregunta clave es, sin embargo, si debieron coincidir temporalmente ambos eventos, como así sucedió. La respuesta es sí, aunque con importantes matizaciones. Sin tremendismo alguno puede afirmarse que España no estaba preparada para la aplicación de! impuesto desde el 1 de enero De ser cierta esta afirmación, como creemos, hubiera sido aconsejable retrasar su vigencia unos meses más, aunque sólo fuera para impedir los costes adicionales e innecesarios que se derivan de una precitada exacción.

Como argumento externo contra aquella afirmación puede decirse que la Comunidad exigió la exacción inmediata del tributo comunitario. Extraño parece que países como Grecia, Irlanda y, sobre todo Italia no hubieran admitido -de solicitarse- la procedencia de una moratoria. Incluso más, no existe ningún EstadoPage 67 miembro de la Comunidad -se repite, ninguno- que haya cumplido sin retraso alguno (se habla de años) los compromisos temporales acordados sucesivamente por la Comunidad, en materia del IVA, para cubrir las etapas y objetivos propuestos. Como argumento interno parece haberse afirmado que una moratoria sólo hubiera servido para que el contribuyente español se desentendiera del tema hasta la nueva fecha. Sobre futuribles no es menester discutir, pero eso no sucedió en 1981-82 cuando se discutía el anterior proyecto. Y choca, además, este rigor con la dilación administrativa en confeccionar un nuevo proyecto y con pretendido deseo de formar una conciencia fiscal. En todo caso, no fue ese el parecer de otros países ante el mismo problema. A la luz, precisamente, de actitudes foráneas, algunos advertimos, en su momento, sobre la necesidad de que la implantación del IVA viniera precedida de la publicación de todas las normas, legales y reglamentarias, hasta el mínimo detalle, con tiempo suficiente para ser asimiladas por los contribuyentes y por la propia Administración, a todos los niveles. Y que una masiva campaña pública acercara a cada contribuyente el tratamiento completo de su particular caso, con el ánimo, incluso, de detectar previamente y solucionar las dificultades. Aquellas advertencias pretendían dos cosas: en primer lugar, que el nuevo impuesto fuera correctamente aplicado desde el primer momento, ya que la evidencia de otros países nos mostraba que una parte importante de los efectos nocivos imputables al IVA, de existir, procedían precisamente de la inadecuada aplicación inicial, bien sea por error, desconocimiento absoluto o por malicia (tanto más alentada cuanto mayor fuera el desconcierto). Y, en segundo lugar, que en el nuevo impuesto se evitaran los errores padecidos en la reforma fiscal de 1979, esto es, la reglamentación sobre la marcha con los consiguientes errores, titubeos, fragmentación y proliferación de normas, etcétera. Incumplidas las advertencias, el tiempo mostrará lo que se pretendía evitar. Y esos efectos negativos, si se producen, no serán imputables al ingreso de España en la Comunidad Económica Europea.

La raíz de posibles alteraciones

La Comunidad Económica Europea tiene, en su origen, un claro objetivo inmediato o directo, cual es el establecimiento de un mercado común en el territorio de los Estados miembros, como si de un mercado interior se tratase. Puesto que de un objetivo económico se trata, las razones son también de índole económico. Se piensa que un mercado libre y de plena competencia, en el que exista la posibilidad de absoluta movilidad de factores, recursos, productos y personas es el medio adecua do para obtener la asignación óptima de los recursos escasos. Naturalmente, dicha movilidad ha de venir acompañada de otra característica: la no discriminación. Es decir, que en ninguna parte de ese mercado los factores, recursos, productos o personas, procedentes de otras zonas del mismo, se vean discriminadas, precisamente por su procedencia, y en favor de los que están allí situados. Esta no discriminación o igualdad de trato es el complemento económico de aquella movilidad para que no sea solamente física. Adicionalmente se entiende, como expresó el Informe Spaak un año antes (21 de abril de 1956), que la magnitud de ese mercado también es ventajosa. Específicamente, sólo un mercado más amplio que el configurado por el territorio de cualquiera de los Estados europeos podría obtener las ventajas de especialización, economías de escala, incremento de productividad, etc., apreciables en países más extensos como EE. UU. De aquí que la creación de este mercado común, como objetivo inmediato, sirva de base para el cumplimiento de otros objetivos, también económicos y sociales, que constituyen el verdadero objeto de la Comunidad. Según el artículo 2 de su Tratado Constitutivo estos objetivos o misiones son: el desarrollo armónico de las actividades económicas en el conjunto, la expansión continua y equilibrada, la creciente estabilidad, la elevación acelerada del nivel de vida y las relaciones más estrechas entre los Estados contratantes.

No quiere decirse con ello que la Comunidad Económica Europea sólo esté movida por meros deseos económicos, aunque prudentemente sean éstos los propuestos. La vieja aspiración de unidad política europea siempre ha estado subyacente en la convocatoria de acuerdos que, al fin, se plasmaron -como paso tangible inicial- en integraciones económicas a las que ahora también accede España. Así, el Tratado de París, estableciendo la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (18 de abril de 1951) ante la convocatoria de Robert Schuman, y los dos Tratados de Roma (25 de marzo de 1957), estableciendo la Comunidad Económica Europea, a la que ahora nos referimos, y la Comunidad Europea de Energía Atómica.

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No es fácil establecer un mercado común allí donde existen mercados interiores seculares, máxime cuando cada Estado conserva su soberanía. Según lo expuesto, la plena movilidad y la no discriminación obligan a rectificar la esencia misma de mercado interior, por muy abierto que fuera, plasmada en multitud de instituciones y comportamientos. Adicionalmente, será necesario desmontar aquellos mecanismos creados para proteger a las empresas del país (o a algunas empresas o sectores) de la concurrencia de otras empresas extranjeras más competitivas, para impedir la masiva afluencia de capitales ajenos, etc. Por último, cada uno de...

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