Entre la derogación y la nulidad de la obra de Cádiz

AutorIgnacio Ruiz Rodríguez
Páginas325-350

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Introducción

Muchas han sido las actividades que en el transcurso del presente año 2012 se han celebrado a lo largo y ancho tanto de España como del mundo Hispanoamericano, en conmemoración del Bicentenario de la Constitución Española de 1812. No es para menos, puesto que se festejaba el nacimiento de la que, para muchos, pasa por ser la primera Constitución de la Historia de España, de una Nación que todavía se extendía a ambos lados del Atlántico, por más que en el trasfondo de todo ello lo que se haya celebrado sea más el mito que su aplicación real, puesto que resulta cuando menos difícil de entender su aplicación entre los años 1812-1814, en una España Americana, que en gran medida ya había iniciado su andadura independentista, o en tierras de una Península Ibérica, en donde la guerra hacía ciertamente difícil su aplicación. En nuestra opinión, la plasmación real de su articulado bien tuvo que esperar a la victoria del alzamiento de Riego y al juramento de Fernando VII de aquel texto.

Fruto de ello, obviamente, igualmente muchas han sido las publicaciones que han visto la luz en aras de tal importante acontecimiento, analizando desde diversas posturas y visiones lo que vino a representar y aun representa la mayor de cuantas expresiones legales fueron desarrolladas por aquellas inmortales Cortes de Cádiz, en cuya ciudad se reunieron los artífices de aquel texto, así como los que venían a representar la defensa de los derechos de Fernando VII, además del de los patriotas españoles

Una nueva institución había reemplazado a la Junta Suprema Central y Gubernativa de España e Indias, el Consejo de Regencia. El cierto descrédito en el que había caído aquella Junta Central, especialmente tras el desastre de Ocaña, hizo que la representación de la soberanía nacional recayese en manos de aquellas cinco personas que hacían las veces de regentes. Bajo sus manos recaía la dura y difícil acción de coordinar las actividades de una Es-

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paña en guerra contra el invasor francés, gobernar una América que comenzaba su marcha hacia la independencia y, poner los cimientos de una España que entendían cerraba las puertas al Antiguo Régimen y comenzaba a mirar de frente al liberalismo.

Y entendieron que el Rey Deseado, porque efectivamente así lo era, coadyuvaría tanto en su ausencia como tras su esperado retorno a la consolidación de las reformas gaditanas. Cuan craso error. Fernando VII siempre fue un personaje autoritario, funesto, felón, como ya lo había demostrado años antes en la famosa Conjura de El Escorial, como lo había demostrado con su actitud sumisa ante Napoleón, como lo había exhibido al felicitar al Emperador por haber designado a su hermano José como nuevo rey de España. Los españoles murieron a miles en los distintos campos de la Península al grito de ¡viva Fernando VII!, a la par que éste disfrutaba de un exilio de lujo en Valençay, desde donde tuvo la desfachatez de solicitar a Napoleón el poder trasladarse a París, en donde poder desarrollar con más energías su nueva dorada situación.

Dubitativo en unos primeros momentos, el 11 de agosto de 1808 el Consejo de Castilla declaraba nulas las abdicaciones de Bayona y, el 24 de ese mismo mes se proclamaba en Madrid a Fernando VII como rey in absentia. Poco tiempo antes, la arenga de Andrés Torrejón, alcalde de Móstoles venía a significar la chispa que hiciera saltar por los aires una sucesión tranquila, una monarquía de José I, un rey que había prometido a los españoles la obtención de los beneficios de la Revolución Francesa sin el coste de vidas que había significado en Francia. Se iniciaba la Guerra de la Independencia en España, en donde los patriotas españoles librarían una guerra sin cuartel contra el mejor ejército de Europa, al cual le harían morder el polvo por primera vez en campo abierto, en Bailén. Pero aquello no fue más que un efímero espejismo. Pronto el propio Napoleón tomaría el mando directo de las operaciones militares en estas tierras. Al final Cádiz, siempre Cádiz, se habría de convertir en el último foco de resistencia tangible en España. Allí la soberanía nacional representaría el poder, pero también la esperanza de cambio, de superación, de victoria. En Cádiz nació la historia del Constitucionalismo Español.

La disolución de la junta suprema central y gubernativa de España e Indias, y el nacimiento del consejo de regencia

Disuelta la Junta Suprema Central y Gubernativa de España e Indias, tomaba el relevo el Consejo de Regencia de España e Indias que fue, como su nombre lo indica, un órgano que, con igual autoridad que el propio Rey Fernando, tenía como principal misión la organización de las Cortes Constituyentes, que la propia Junta Central no había podido celebrar. Compuesta como dijimos por cinco miembros, ninguno de los cuales había pertenecido a la extinta Junta Central, además de un representante de la España Ameri-

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cana. Estos fueron el general Castaños1, los consejeros de Estado Antonio de Escaño2y Francisco Saavedra3, el obispo de Orense, Pedro de Quevedo y Quintano4y, por parte de las Américas, Esteban Fernández de León5, quienes, oficialmente, instalarían el Consejo de Regencia el 2 de febrero. Sin embargo, el miembro americano, el mismo día de la constitución del consejo debió ser suplido por su compañero Miguel de Lardizábal y Uribe6y, además, la regencia no acabó por completarse hasta que monseñor Quevedo pudo presentarse, cuatro meses más tarde, si bien, al hallarse tres de los regentes, el mínimo requerido por la propia Junta, ésta podía desempeñar su labor.

Dicha labor, casi reducida a la convocatoria de Cortes, fue muchísimo más polémica por causa de los intereses de los liberales, que pretendían componer una única cámara, a pesar de la propuesta, defendida por Jovellanos entre muchos otros, de una convocatoria estamental, como fue decidido por la Junta Central. Sin embargo, se sospechó y se acabó por confirmar la manipulación liberal, pues, aunque se excusaron en la falta de tiempo por la convocatoria, se descubrió que una nota en la publicación de la convocatoria acerca de la participación de la Iglesia y la Nobleza no había sido mandada. Finalmente y a pesar de la disputa, puesto que nobles y religiosos formaron parte de las representaciones provinciales, decidió mantenerse el sistema unicameral.

Durante el período comprendido entre el 2 de enero de 1812 y el 8 de marzo de 1813, nos encontramos a una tercera Regencia, presidida por el

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neogranadino Joaquín de Mosquera y Figueroa7, siendo los vocales Juan María de Villavicencio8, Pedro Alcántara de Toledo y Salm-Salm9, Enrique O’Donnell Anethen10, Ignacio Rodríguez de Rivas11y Juan Pérez Villamil12.

Tras haberse superado una amplia nómina de problemas, llegarían muchos de esos diputados de Cortes a la Isla de León, los cuales tras asistir a una ceremonia religiosa celebrada en la Iglesia Mayor Parroquial, ante monseñor Pedro de Quevedo, iniciaban el 24 de septiembre de 1810 la andadura de aquellas Cortes Generales, las cuales como resulta harto conocido serían las encargadas de redactar la Constitución Española de 1812. Esta Junta promulga la Constitución, encargándose de su publicación los magistrados Juan María de Villavicencio e Ignacio Rodríguez de Ribas.

La Constitución Política de la Monarquía Española de 1812, conocida popularmente como la Pepa, fue promulgada por aquellas Cortes Generales el 19 de marzo de 1812. A aquel texto se le ha otorgado una gran importancia histórica, por tratarse de la primera constitución promulgada en España, además de ser una de las más liberales de su tiempo, ya que tras las Constituciones de los Estados Unidos de América y de Francia, aquella Constitución Gaditana vino a irrumpir en el panorama liberal de occidente.

El espíritu de la pepa

Profundamente rupturista, la Constitución de 1812 establecía a lo largo de su más que extenso articulado, que la soberanía habría de residir preferentemente en la Nación y no en el Rey, en una unión de españoles de ambos hemisferios; una monarquía de corte constitucional, la separación

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de poderes, la limitación de los poderes del monarca, el sufragio universal masculino, la libertad de imprenta, la libertad de industria, el derecho de propiedad o la fundamental abolición de los señoríos. Al respecto de ello, simplemente introducir un inciso al respecto de qué tipo de personas, habrían de disponer la tan citada plenitud de derechos civiles y políticos, ya que al respecto de este espinoso asunto no es mucho lo que se ha venido a escribir. Se trata de especificar, al menos en este momento, que conforme a lo establecido en la Constitución de 1812 la plenitud de derechos civiles y políticos se habría de adquirir exclusivamente en el varón, mayor de edad y blanco, eso si, en ambos hemisferios. Los simplemente libres, al margen de esta especificación, podrían adquirir derechos civiles exclusivamente.

Igualmente, en el texto gaditano se venía a consagrar a España como Estado confesional católico, prohibiéndose expresamente en su artículo 12 cualquier otra religión, y el rey lo seguía siendo “por la gracia de Dios y la Constitución”. Al hilo de ello indicar que, como es conocido, en aquel momento histórico la presencia de creyentes de otras religiones era algo meramente anecdótico, puesto que los decretos de expulsión de judíos –1492– y de Moriscos –1608–, así como la actividad desarrollada contra los falsos conversos y otros disidentes del dogma católico por parte...

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