El nuevo derecho civil de la mujer casada

AutorJosé Luis Lacruz Berdejo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

Cuadernos Cívitas, 1975-1977, págs. 31-112.

  1. La sustitución del deber de obediencia

    La superioridad del varón sobre la mujer y el consiguiente deber de obediencia de la esposa constituyen un principio básico en casi todos los ordenamientos mínimamente desarrollados de la Antigüedad, siquiera en el más importante, Roma, tras el matrimonio cum manu que pone la persona y bienes de la esposa en poder del marido, se generalice el sine manu, en el cual ella conserva su autonomía, y al marido le compete sólo la decisión en los asuntos domésticos, pero no una potestad sobre su cónyuge.

    En la tradición cristiana occidental que influye decisivamente sobre la posición de la mujer casada en los Derechos medievales y las codificaciones del siglo XIX, la esposa «compañera y no sierva», se halla, sin embargo, sometida a una suerte de tutela del marido, que gobierna la familia, a quien debe obediencia, y con quien ha de contar, en principio, para el ejercicio de sus derechos.

    Las concepciones de la revolución francesa suponen sólo una interrupción ocasional en esta línea de pensamiento, que únicamente comienza a quebrarse con la expansión de las ideas feministas: es el Código civil italiano de 1865 el primero que suprime la manifestación expresa del deber de obediencia de la mujer casada, limitándose a afirmar que el marido es el cabeza de familia: tras él han seguido los demás países -con escasas excepciones-. si bien manteniendo en su mayor parte el principio de dirección de la familia por el marido; algunos, además, sobre la economía del matrimonio.

    El Derecho español codificado venía ateniéndose tozudamente a la orientación más anticuada, siendo ya un ejemplar único el artículo 57 que acaba de ser derogado, y con arreglo al cual «el marido debe proteger a la mujer y ésta obedecer al marido». Otorgando así el Código al marido un verdadero poder sobre la esposa, y no el mero voto de calidad al decidir en los asuntos familiares. La doctrina moderna hacía notar que la ley civil no predisponía sanciones para hacer efectiva la potestad marital, contra lo que ocurría con el menor o el pupilo, ni el Código penal tampoco, no obstante castigar a los menores y pupilos que faltasen al respeto debido a sus padres y tutores. Se estimaba además que el ejercicio de tal potestad, a la vista de las más recientes orientaciones legislativas, incluso españolas, sólo debía entenderse posible en función de su finalidad familiar, de modo que el marido no podría reclamar la obediencia de la mujer cuando no se hallase en juego, directa o indirectamente, el interés del matrimonio. Quedaba sustraída al marido, por tanto, la esfera personal de la mujer, pudiendo aquél intervenir las actividades y relaciones de ésta en lo estrictamente preciso para la efectividad de sus facultades de cabeza y rector de la familia.

    En lugar del antiguo artículo 57 aparece ahora un nuevo precepto, en íntima relación con el artículo 56 (no reformado). Decía y dice el artículo 56 que los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente. Añadiendo el nuevo artículo 57 que el marido y la mujer se deben respeto y protección recíprocos, y actuarán siempre en interés de la familia, como si pretendiese completar el precepto precedente con una obligación de protección que antes gravaba al marido como correlato de su derecho a la obediencia de la esposa, y que ahora se declara recíproca. Mas, habiendo reciprocidad, no veo cómo pueda distinguirse esta obligación de la de mutuo socorro, la cual supone que los cónyuges deben ayudarse, mantenerse y alimentarse, cada uno en la medida de sus posibilidades, y por tanto, cuando uno se halla en una esfera o situación de poder superior a la del otro, le obliga a esa ayuda unilateral en todos los órdenes de la vida.

    La reforma ha hecho desaparecer, de modo absoluto, el deber de obediencia de la esposa. Con lo cual ésta puede disponer de su libertad en la misma medida que el marido de la suya. El artículo 57 reformado establece deberes recíprocos de los cónyuges, y no una relación desigual. En él, como en casi todo el resto de la normativa reformada, el legislador ha tenido un cuidado exquisito, no ya en equilibrar y compensar, sino en igualar y asimilar las posiciones y poderes de mujer y marido. No simplemente hace desaparecer -conforme a un deseo casi general- la posición subordinada de la esposa, sino que trata de borrar toda diferencia entre ella y el varón cuando no entren en juego el domicilio, la patria potestad o la administración de la comunidad de gananciales. El marido ha perdido, así, toda oportunidad de intervenir en las relaciones de su mujer.

    El deber de obediencia de la esposa concedía al marido, reflejamente, el poder de decisión en las incumbencias familiares. La supresión del antiguo artículo 57, sin otro que le sustituya, deja pendiente el problema de cómo se resolverán las divergencias de opinión de los cónyuges en tales incumbencias. Si el tema de discusión entra en el ámbito de la administración de los bienes comunes, la solución viene dada por el artículo 59, acaso aplicable a situaciones de separación, en las cuales inevitablemente hay asimismo bienes que pertenecen conjuntamente a los esposos. Pero fuera del campo de la gestión de los bienes, la convivencia produce muchos problemas que requieren una decisión, y la reforma no ha previsto sino la fijación de domicilio (art. 58), y por cierto con un criterio que, al no ser el que inspira los restantes preceptos, no se podría aplicar por analogía a otros asuntos familiares. Serán siempre, por tanto, los tribunales ordinarios, en juicio declarativo, que habrá de ser de mayor cuantía, los competentes para decidir, cuando los cónyuges no estén de acuerdo, sobre los conflictos surgidos entre ellos; conflictos que pueden ser minúsculos, pero que llevados por la porfía de ambos esposos al terreno litigioso, como no pueden cuantificarse en términos pecuniarios, no pueden resolverse en un proceso más sencillo.

    También del viejo artículo 57 parecía deducirse la diferencia de situación de los cónyuges en la economía de la familia: diferencia insoslayable y fundada en datos sociales permanentes: en el hogar occidental la mujer desempeña un determinado papel, y otro el marido, y ocurre así también cuando la mujer trabaja, e incluso si ella mantiene a su marido. Hoy, esta diferencia social no se refleja mínimamente en la ley, obsesionada por la igualdad perfecta, cuando a lo que hubiera debido tender es a la equiparación.

    El deber de protección impuesto unilateralmente al marido por el precepto ahora sustituido acentuaba su posición de obligado preferentemente a allegar los recursos precisos a la familia, y el deber de defensa de la mujer, presumida físicamente más débil, por el marido, a quien se supone más fuerte. La nueva redacción del artículo 57 parece como si aceptase, como hecho comprobado, que, por término medio, marido y mujer tienen igual vigor físico (lo cual es falso hoy y siempre), e iguales expectativas y posibilidades de ganancia (lo cual, hoy, tampoco es exacto). Mas, cualesquiera que fuesen las ideas igualitarias e igualadoras del legislador, el artículo debe interpretarse en el sentido de que cada cónyuge en situación de superioridad debe proteger al otro que se halle en condiciones de inferioridad: la «protección», en lenguaje corriente, arguye una diferencia de situación entre protector y protegido.

    La obligación de respeto mutuo no es sólo una especificación del deber de fidelidad, sino algo más: el Código civil no podría obligar a cada cónyuge a amar al otro, pero sí, en lo externo, a una conducta considerada y cortés en el trato con él: el incumplimiento de la obligación de respeto por parte de un esposo, aun cuando no constituyera causa de separación, daría lugar a una acción de daños y perjuicios. En cuanto al «obrar en interés de la familia», entendido literalmente significaría que cada cónyuge debería preguntarse si cada uno de sus actos es o no contrario a las conveniencias del grupo familiar, lo cual parece excesivo, y recuerda algún artículo de la constitución de Cádiz. Además, no se ve clara la razón de insertar, en la disciplina de las relaciones entre cónyuges, una regla referida a otras personas: el grupo familiar, para cuya existencia no es precisa la de ambos padres, pues lo mismo cabría exigir esa conducta al viudo, sobre todo si conserva la patria potestad sobre los hijos o convive con ellos. Probablemente este final del precepto no ha sido muy pensado por el legislador, y su presencia en el texto obedece más a lo biensonante de la recomendación moral que encierra, que a su posible efectividad práctica. Si bien no cabe excluir algún caso en el cual la actuación de un cónyuge en relación a sus bienes, sin constituir prodigalidad, pudiera ser reprimida por su oposición al interés familiar; y por otra parte con ayuda del principio general de primacía del interés familiar que de aquí se deduce habrán de interpretarse los restantes preceptos de Derecho de familia.

    Familia

    , en este precepto, no significa el conjunto de parientes, ni siquiera el de conviventes, sino el grupo de padres e hijos: los cónyuges obrarán en interés de la familia que han creado ellos mismos verosímilmente, mientras persista la convivencia.

  2. Nacionalidad y domicilio

    1. Conforme a la redacción de los artículos 21 y siguientes del Código civil, anterior a la reforma de 1974 (redacción que no era la originaria, sino una de 1954, pero también fundada en el principio de unidad nacional de la familia), la mujer extranjera adquiría la nacionalidad del marido español; la española dejaba de serlo si, al casarse, adquiría la nacionalidad de su marido extranjero o si su marido perdía la nacionalidad española.

      La nueva regulación, que no voy a exponer con detalle, plantea sus principios fundamentales en el artículo 21 reformado, que transcribe prácticamente los artículos 4.° a 6.° del proyecto de ley autónoma de la sección...

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