Procesos reguladores neuropsicológicos y emocionales en el comportamiento antisocial

AutorDiana H. Fishbein
Cargo del AutorPrograma de Ciencia Conductual Transdisciplinar Research Triangle Institute International
Páginas267-292

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1. Introducción

Piense un momento en la cantidad de personas del mundo entero que están o que han estado en prisión. Las cifras son altas, y sin embargo muchos de nosotros tenemos la idea de que esas personas son muy parecidas; de que tal vez toda su desviación tiene su origen en los mismos problemas, por lo que tendemos a centrarnos, en este sentido, en las «causas» sociales, familiares y sistemáticas. Sabemos, por ejemplo, que unos ingresos bajos, una escasa atención parental, el maltrato infantil, la violencia mediática y muchos otros factores sociales tienen que ver con la desviación de quienes se adentran en la delincuencia. Pero lo que diferencia a los delincuentes entre sí, y lo que los distingue de la comunidad general de otros que viven bajo las mismas condiciones, es el hecho de que no todos los individuos reaccionan de la misma manera ante condiciones ambientales parecidas. ¿Por qué las personas reaccionan de modo diferente pese a tener similares adversidades, factores de estrés, estilos de educar a los hijos y barrios? Y también, dadas las distintas influencias del entorno, ¿por qué algunas personas responden de manera similar; por ej., delincuentes violentos que proceden de entornos acomodados frente a otros provenientes de entornos pobres? Puede que haya razones más intrínsecas, más biológicas que expliquen esta diversidad.

En este artículo se habla del papel potencialmente tan decisivo que puede tener la forma en que nuestro cerebro procesa la información tanto cognitiva como emocional procedente de nuestro entorno a la hora de generar una conducta antisocial. No todos percibimos la misma situación, intención o resultado en un acontecimiento cualquiera, ni tampoco reaccionamos ante esa percepción de la misma manera. Y la razón puede estribar en la estructura y función de nuestro cerebro, que no sólo está diseñado de modo diferente en cada uno de nosotros, sino que también se ve afectado de forma distinta por las experiencias ambientales y sociales. De hecho, estas experiencias pueden realmente alterar anatómica y funcionalmente el modo en que nuestro cerebro se desarrolla en la infancia y después a lo largo de toda la vida. Por lo tanto, proponemos un modelo de comportamiento que se ve influido por factores genéticos, biológicos y sociales Page 268 para explicar las razones por las que no todas las personas que viven en circunstancias adversas acaban delinquiendo, y por qué no todos los delincuentes son iguales. En este capítulo nos ocuparemos en particular de un subgrupo de infractores que adoptan reiteradamente un comportamiento peligroso sin atender a sus consecuencias, y que no son receptivos a muchas de nuestras pautas de tratamiento más «efectivas». Idear intervenciones más efectivas para este grupo es nuestro mejor desafío pero también el que más merece la pena.

2. El subgrupo difícil de tratar

Los presos episódicamente agresivos, tanto impulsivos como predatorios, constituyen uno de los problemas más acuciantes para las fuerzas y cuerpos de seguridad, los juzgados y los sistemas penitenciarios, por no hablar del público en general (Corrections Program Office, 1999). Sin embargo, existen pocos programas comunitarios, privados o correccionales para tratar a estos presos. Muchas cárceles, por ejemplo, los llevan a unidades de segregación de 23 horas para minimizar los riesgos para la seguridad que plantean y para evitar emplear unos recursos de tratamiento escasos en un colectivo que no responde a los planteamientos convencionales. En algunos Estados, los delincuentes toxicómanos con puntuaciones altas en el Psychopathy Checklist (PCL-R) (Hare, 1991), un indicador de los rasgos antisociales, quedan fuera de estos programas de tratamiento correccional. La seguridad pública se ve claramente beneficiada si se logra identificar con precisión a estos delincuentes y aplicar más los tratamientos con mayor eficacia.

La investigación reciente sobre los mecanismos subyacentes a la agresión puede ser aplicable a este subgrupo de delincuentes que son en gran medida responsables de (a) una cantidad desproporcionada de delitos de agresión contra personas, (b) altos índices de reincidencia, (c) un número significativo de contravenciones de normas institucionales, (d) índices elevados de abuso de drogas, y (e) escasa respuesta a los tratamientos (Hill et al., 1996; Shine & Hobson, 2000; Rice, 1997). A los delincuentes continuamente agresivos a menudo se les diagnostica Trastorno de Personalidad Antisocial (Antisocial Personality Disorder, ASPD) siendo algunos de ellos considerados psicopáticos. Aunque es frecuente que estos términos (ASPD y psicopatía) se empleen indistintamente, es cierto que se solapan pero no son sinónimos. Los psicópatas han sido descritos en centenares de artículos como personas que son en distintos aspectos biológicamente, cognitivamente y conductualmente «diferentes». Por otro lado, aquellos con ASPD son sencillamente proclives al comportamiento delictivo por haber incurrido en conductas peligrosas antes de cumplir 15 años. Esto describe a la mayor parte de la población delictiva pese a que la mayoría no son psicopáticos. Los psicópatas tienen historias personales que se caracterizan por agresión infantil, insensibilidad frente al castigo, desajuste emocional, asunción de riesgos y búsqueda de sensaciones. Estos presos son reinternados más a menudo que otros presos, pues la mayoría de ellos reincide con delitos de agresión (Hare, 1999; Hare & McPherson, 1984; Hart et al., 1988; Lynam, 1996) y son susceptibles de desarrollar Page 269 una tendencia temprana y más severa al abuso de drogas (Hubbard et al., 1989). Los tratamientos debidamente dirigidos a los generadores o desencadenantes del comportamiento agresivo pueden hacer las cárceles más seguras, reducir el peligro público de poner en libertad a estos internos sin haber sido tratados, y establecer pautas de tratamiento humanas y eficaces (Fabiano et al., 1990a, 1990b, 1991; Robinson, 1995; Serin, 1994).

Varios estudios han coincidido en que los déficits en algunas funciones neuropsicológicas guardan correlación con la agresión y con otras formas de mala conducta persistente. La mayoría de las investigaciones han empleado tests neuropsicológicos tradicionales que han tenido distinto grado de fiabilidad y sensibilidad respecto de la disfunción (Rogers & Robbins, 2001). Los instrumentos diseñados recientemente para detectar déficits cognitivos concretos tienen más sensibilidad que los que se usaban en el pasado y están dando resultados con mayor utilidad clínica. Y lo que arrojan esos estudios es que mientras muchos delincuentes pueden funcionar adecuadamente en términos de destrezas cognitivas básicas como la memoria, la inteligencia y la capacidad de asimilar nuevas enseñanzas, aquellos que repetidamente muestran comportamientos muy peligrosos pueden tener déficits en lo que se denominan funciones cognitivas ejecutivas (ECF). Las ECF incluyen un subconjunto de facultades neuropsicológicas de orden superior y su medición se ha vuelto más refinada, no invasiva y fiable, haciendo más llevadero realizar estos estudios con delincuentes (Lyon & Krasnegor, 1999). Las ECF incluyen habilidades sociales, control de impulsos, ponderación y conciencia de las consecuencias, motivación, atención y regulación emocional. Los déficits en estas capacidades han tenido que ver con la agresión y se piensa que son responsables de varios de los rasgos que suelen apreciarse en delincuentes agresivos, tales como escasas habilidades sociales y poca capacidad de toma de decisiones, insensibilidad ante el castigo, impulsividad, inatención y ausencia de comportamientos dirigidos a un objetivo. Y puesto que las ECF regulan y en la mayoría de los casos inhiben las respuestas emocionales, los déficits de ECF se asocian también a una escasa regulación emocional y a una percepción imprecisa de las emociones de los demás (Dawes et al., 2000). Los déficits emocionales y de ECF contribuyen a los rasgos que se piensa que son requisitos previos a la conducta antisocial, sobre todo agresión temprana y persistente, tendencias psicopáticas, uso indebido de drogas, trastorno de la conducta, y trastorno de hiperactividad con déficit de atención (Fishbein, 2000a; Giancola et al., 1996, 1998; Paschall & Fishbein, 2001; Tarter et al., 1999). Por consiguiente, no es de extrañar que los índices de disfunción neuropsicológica sean bastante más elevados en estos colectivos que entre los delincuentes no agresivos (véase Rogers & Robbins, 2001; Reiss et al., 1994; Raine, 1993; Volavka, 1995).

La plena comprensión del comportamiento agresivo incluye la identificación de los delincuentes que tienen otros trastornos psiquiátricos concomitantes, conocidos como comorbilidad (Monahan, 1992; Mulvey, 1994; Barratt et al., 1997). El abuso de sustancias es uno de los principales desórdenes psiquiátricos más comunes relacionados con la agresión y está desmedidamente presente entre los delincuentes agresivos y antisociales (Swanson et al., 1990). Aunque muchos toxicómanos no son más peligrosos, el comportamiento de los que sí lo son suele ser Page 270 menos predecible en comparación con los actos agresivos de otros (Steury & Choinski, 1995). La investigación apunta a que el comportamiento agresivo, en forma de trastorno de la conducta, suele preceder al uso indebido de drogas y vaticina tanto un abuso posterior de drogas...

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