Sobre la naturaleza del estado de las autonomías y la relación entre constitución y estatutos

AutorIgnacio de Otto
Páginas9-19

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  1. Parece obligado que cualquier disquisición acerca de la naturaleza del Estado que se configura en el Título VIII de la Constitución española comience preguntándose si la cuestión misma tiene algún sentido aparte del meramente académico, que difícilmente justifica en ningún caso un discurso jurídico. Esa cuestión previa es tanto más necesaria cuanto que en la iuspublicista española más reciente se defiende abiertamente una relativización de las diferencias conceptuales entre autonomía y federalismo y se concibe a su vez aquélla en términos que pudiéramos llamar materiales, con abandono de toda referencia al contenido estrictamente jurídico de los poderes propios de los entes autónomos. En el primer sentido se afirma que «el uso de uno u otro de los conceptos en liza -Estado regional o Estado federal- no remite siempre a un régimen jurídico perfectamente diferenciado, sino a sistemas de características bastante similares» (S. Muñoz Machado, Derecho Público de las Comunidades Autónomas, Vol. I, Madrid, 1982, pág. 154), de lo que resultaría que carece de sentido práctico discutir si un modelo concreto es federal o autonómico y, en consecuencia, casi sería puro e inútil juego académico intentar diferenciar entre autonomía y federalismo y tarea imposible la de intentar edificar una dogmática propia del Estado que configura nuestra Constitución, En cuanto al segundo punto la autonomía se define -aunque ya no para diferenciarla del federalismo- a partir de la existencia de un poder político propio, de un poder de dirección política, y se añade ahora, para atender al problema de la relación entre ordenamientos, que «lo sustancial es que los módulos de la autonomía y las garantías del ejercicio de lo poderes en que se sustancia están constitucionalizados, esto es, prefigurados en la propia Constitución que es la que contiene el diseño conforme al cual se reparten los poderes de dirección política y sus limitaciones respectivas» (ibíd.).

    En resumen, por tanto, el concepto pierde buena parte de su contenido jurídico: un poder es autónomo si engloba la potestad de dirección políticaPage 10 -que, se dice «no tiene necesariamente que transformarse o contenerse en reglas que se inserten en el ordenamiento jurídico»- siempre y cuando esa potestad de dirección política venga reconocida y garantizada por normas de la Constitución.

  2. Frente a esa tesis creo que la estructura de la Constitución Española no sólo permite sino que obliga a disponer de un concepto más preciso de autonomía que, lejos de englobar todas las formas de descentralización con atribución de poder político, diferencie entre autonomía y federalismo y también entre autonomía y otras formas de descentralización de menor contenido, no mediante el recurso a un concepto tan vago y extrajurídico como el de «poder político», sino teniendo en cuenta Ja cudificación formal de las potestades que integran la autonomía. En otras palabras, pienso que la Constitución Española obliga a los juristas españoles a seguir intentando precisar un concepto de autonomías como forma epectfica de descentralización, que la pugna dogmática al respecto sigue teniendo entre nosotros un pleno sentido, aun cuando no pueda plantearse, como se verá, en los términos abstractos en que se ha planteado tradicionalmente. Y mantengo la necesidad de tal cosa porque la propia Constitución utiliza el concepto de autonomía confiriéndole relevancia jurídica propia, esto es, haciendo de él un parámetro jurídico distinto del que son por sí mismos los preceptos que se integran en el Título VIII y válido también para enjuiciar estos mismos.

    En efecto, como es bien sabido la Constitución Española distingue dos procedimientos de reforma, uno que podemos llamar ordinario o simple y otro de naturaleza extraordinaria o compleja. Mediante el primero es posible reformar el Tít. VIII -esto es, el conjunto de los preceptos que establecen y garantizan el esquema de organización y competencias de las Comunidades Autónomas. Por el contrario, es preciso recurrir al segundo, al procedimiento llamado extraordinario, si se pretende reformar, entre otros, el art. 2, que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones.

    Si tal diferencia de procedimientos no existiera, la Constitución serviría como parámetro únicamente de la legislación a ella subordinada de modo que, en la materia que ahora nos interesa, nos serviría tan sólo para enjuiciar las normas configuradoras de los poderes autónomos y las que tuvieran incidencia sobre éstos al objeto de determinar si se han respetado o no los preceptos del Tít. VIII. Pero no ocurre así, sino que la Constitución, al diferenciar dos procedimientos de reforma, al establecer límites formales a la reforma diferenciando la rigidez según las materias, es ella misma parámetro de las leyes de reforma constitucional, como ocurre también en el derecho constitucional alemán en virtud de las prohibiciones materiales absolutas del último apartado del art. 79 de la L.F.B.

    Con esta distinción entre dos procedimientos de reforma, la Constitución, obviamente, no presta protección tan sólo a la literalidad de los preceptos mencionados en el art. 168 de modo que únicamente resulte sujeta al procedimiento especial aquella reforma que afectase a los mismos de manera expresa y formal, modificando su dicción. De lo que se trata -y no parece necesario aquí demostrarlo- es de proteger ciertos principios estructurales, y no las normas que los formulan, de modo que el procedimiento agravado del art. 168 debe entenderse exigido también cuando la reforma, aun no teniendoPage 11 por objeto expreso los artículos especialmente protegidos, sino los restantes, afecte a los principios que el Título Preliminar recoge.

    Esto significa, en el asunto que nos ocupa, que el art. 2 de la Constitución Española sirve como parámetro para enjuiciar una ley de reforma simple del Tít. VIII al objeto de determinar si con ella se ha venido a infringir el principio estructural que formula el art. 2, configurando un sistema de distribución de competencias que ya no responde al nombre de autonomía de las nacionalidades y regiones. En definitiva se trata del mismo problema que se plantea en el derecho alemán respecto del federalimo y que explica por qué la doctrina de ese país sigue debatiendo el mencionado concepto. El art. 79 de la L.F.B. prohibe una reforma de la Constitución que afecte a la articulación de la Federación en Lander, a la participación de éstos en la legislación de aquélla y al principio del art. 20 que califica a Alemania como Bundesrepublik. Tenemos así, por un lado, las normas constitucionales de distribución de poder, entre ellas las relativas al poder legislativo en los arts. 70 y ss. de la L.F.B. y, por otro, el precepto que obliga a mantener en todo caso el federalismo, de modo que exige que se elabore algún concepto de éste para poder enjuiciar si la reforma de la L.F.B. respeta o no dicho límite. En el caso español existe, como es bien sabido, tal prohibición absoluta, pero la existencia del art. 2 obliga claramente a decir que la garantía del derecho a la autonomía no es la del derecho a cualquier cosa que pueda decir el Tít. VIII según resulte de las eventuales reformas de que pueda ser objeto, sino la garantía de un contenido que debe respetarse en todo caso y que sólo podría verse afectado si se optase por el procedimiento del art. 168. Y lo mismo cabe decir, claro está, del resto de la Constitución, reformable por la vía ordinaria siempre que esa reforma no afecte a los principios que formula el Título Preliminar.

  3. Con la concepción que aquí se critica el art. 2 no tendría otro efecto frente a la reforma ordinaria que el garantizar la existencia de una descentralización con transferencia de poder político, lo que es lo mismo que decir que mediante el procedimiento ordinario de reforma cabría tanto la reducción del contenido de la autonomía de las nacionalidades y regiones a una simple descentralización administrativa cuanto su ampliación hasta el federalismo y, en concreto, hasta la atribución de poder constituyente a las Comunidades Autónomas.

    En efecto, en cuanto al primer punto, es verdad que quienes mantienen la concepción relativista de la autonomía afirman también que las Comunidade Autónomas tienen, cualquiera que sea el tipo de autonomía a que hayan accedido, potestad legislativa en pie de igualdad con la del Estado. Pero obsérvese que ello no es así porque se estime que tal potestad legislativa es el contenido propio de la autonomía como tal, sino porque esa potestad viene atribuida a las Comunidades Autónomas por el Tít. VIII. En otra palabras, dado que la autonomía como concepto, la que se reconoce en el Título Preliminar, no engloba necesariamente la potestad legislativa, la garantía de aquélla no lo es de ésta, quejjodría suprimirse mediante una reforma simple del Título VIII a la cual nada habría que objetar a partir del art. 2 de la Constitución.

    Y no se diga que tal potestad legislativa forme parte de la autonomía desde el momento en que ésta conlleva la atribución de poder de dirección poli-Page 12tica, de poder político, porque lo cierto es que tal poder se tiene también cuando no hay poder legislativo. Si por poder político entendemos poder de dirección, esto es, facultad de optar, y no simplemente de ejecutar opciones ajenas, la sujeción a una legislación heterónoma no excluye a radice la existencia de poder político, porque no excluye la opción. Sólo lo que se llama desconcentración -transferencia de poderes cuyo ejercicio está sujeto a directrices- carece de elementos de poder político. Pero nadie puede negar seriamente que los Ayuntamientos tienen una política urbanística, por más que carezcan de facultades legislativas en la materia. Nadie afirmará seriamente que el Gobierno de la Nación sólo hace política cuando participa en la función legislativa y no la hace cuando ejecuta la ley. Es más, la propia Constitución reconoce implícitamente que también hay poder político cuando no hay poder legislativo: el art. 140 encomienda a los Ayuntamientos «el gobierno y la administración» de los Municipios, entes autónomos según el artículo 137, y reconoce así que también hay gobierno como algo distinto de la administración cuando no se tiene potestad legislativa; la misma función de gobernar han de cumplir las Diputaciones sobre las Provincias según el art. 141 de la Constitución.

    La conclusión es clara: si mantenemos que hay autonomía siempre que hay poder político -y éste puede existir aunque no haya potestad legislativa- la garantía del art. 2 de la Constitución española no se vería violada por una reforma del Título VIII que suprimiese la potestad legislativa que éste otorga -mientras no sea reformado- a las nacionalidades y regiones y que las redujese a ese «gobierno y administración» de que hablan los artículos 140 y 141.1. Con ese concepto de autonomía, la reforma ordinaria de la Constitución puede reducir la autonomía regional a simple descentralización administrativa.

    Del mismo modo -aunque ahora con sentido inverso- si suprimidos del concepto de autonomía toda referencia a los aspectos cualitativos y formales y reducimos las diferencias a una cuestión de grado de descentralización, en definitiva a un problema de cuantía, tendríamos que admitir que por la vía de la reforma simple del Título VIII se podría atribuir a las Comunidades Autónomas algo más que potestad legislativa, un verdadero poder constituyente, fuera cual fuera su forma, en virtud del cual ellas mismas determinarían autónomamente su competencia en conexión directa con la Constitución. En otras palabras, y para utilizar la terminología clásica, tendríamos que admitir que mediante una reforma del Título VIII por el procedimiento simple cabría dar al Estado una estructura federal, si es que convenimos en utilizar esta denominación para las formas de descentralización que conllevan ese poder constituyente.

  4. Posiblemente estas objeciones recibirán de inmediato la contrarréplica de que para afirmar, como lo hago, que el art. 2 excluye simultáneamente la supresión de la potestad legislativa y el reconocimiento de la constituyente sin acudir a la vía extraordinaria de reforma, es preciso partir de un concepto, indemostrado en su fundamentación, según el cual la autonomía es algo cualitativa y formalmente distinto, identificable como un régimen de descentralización que excluye esas dos posibilidades. Se podrá objetar, digámoslo de otro modo, que tal concepto responde a una toma de postura previa que no tienePage 13 fundamento dogmático, habida cuenta del polimorfismo de los Estados descentralizados y de la variedad de posiciones doctrinales. Se podrá, en definitiva, levantar la acusación de que la crítica al relativismo está basada en una determinación previa de alguna sustancia intemporal y abstracta, es un concepto de autonomía absoluto y universal, distinto del de autarquía y federalismo.

    Sin embargo, no es esa la base metodológica de la postura que aquí se mantiene. Cuando la Constitución, la española o cualquier otra, proclama algún principio estructural como base del sistema de derecho constitucional positivo no es posible a partir de una predeterminación de ese principio con bases meramente doctrinales. De proceder así no tendríamos fundamento jurídico-positivo para preferir una construcción a otra y todo absolutamente dependería del partido ideológico que previamente hubiéramos tomado. Por otra parte, en la medida en que la Constitución formule principios que la teoría política haya podido considerar como contradictorios entre sí -por ejemplo democracia y Estado de derecho- atenerse a la definición pre-jurídica de tales principios puede conducir, como en la teoría constitucional schmittiana, a ver en la Constitución una irreductible contradicción interna que no puede sutentar un Estado unitario y coherente en su estructura y funcionamiento. Por último, y aun cuando no sea así, la predeterminación de los conceptos constitucionales permitiría una especie de iusnaturalismo de nuevo cuño a la hora de enjuiciar las leyes de reforma constitucional cuando éstas estén sometidas, absoluta o relativamente, a ciertos límites, cual ocurre en nuestro derecho. No. La formulación de principios constitucionales ya plantea por sí misma bastantes problemas en el Estado democrático como para que se le vengan a añadir otros nuevos mediante la preconstitución del contenido de esos conceptos.

    El camino para determinar el contenido de los principios que la Constitución formula con especiales garantías en su Título Preliminar es más bien el inverso.

    Ciertamente, cuando los principios se formulan mediante expresiones que tienen algún contenido mínimo umversalmente aceptado será obligado pensar que las ha utilizado precisamente para incorporar ese contenido mínimo, porque de otro modo habría que suponer algo tan absurdo como una manifiesta voluntad constituyente de confusión. Así, si la Constitución española garantiza el Estado de Derecho, o los partidos políticos, o el parlamentarismo, parece claro que con ello alude cuando menos a un mínimo contenido universal que tales expresiones tienen, y que se pone de manifiesto claramente cuando es negado. Pero en la medida en que la expresión no es unívoca -el caso del principio democrático es claro- o en la medida en que, aun siéndolo en su núcleo, puede servir para designar construcciones conceptuales y prácticas distintas -tal sería el caso del Estado de Derecho, por ejemplo, expresión no tan «pervertida» como la de democracia- no es posible interpretarla mediante una operación en la que ex ante se opta por una u otra concepción de lo designado. No es posible, en el caso que nos ocupa, definir a priori -por decirlo de otro modo: deteniendo la lectura de la Constitución en el art. 2- qué es la autonomía para luego comprobar, quizá con decepción, si el Título VIII la desarrolla realmente y mucho menos para enjuiciar en el futuroPage 14 con este concepto prepositivo si las eventuales leyes de reforma del Tít. VIII han respetado o no ese contenido conceptual que entendíamos incorporado al art. 2.

    Para determinar el contenido de los principios que la Constitución formula es obligado partir del modo concreto en que la Constitución los acoge y configura en su articulado, al desarrollar las diversas instituciones que en ella se regulan. En la medida en que haya indeterminación, en el contenido del concepto que se utilice democracia, Estado de Derecho, etc.- es preciso partir de los preceptos del derecho constitucional positivo la idea rectora, el núcleo o principio que en estos preceptos se expresa. El art. 1.1 del texto constitucional no proclama la democracia representativa, ni tal fórmula se encuentra en ningún precepto constitucional, pero no parece aventurado afirmar que ésa es la clase de democracia por la que se ha optado excluyendo, pongamos por caso, la orgánica o la de consejos. Del mismo modo, el art. 1.1 no nos da a entender en qué consiste un Estado democrático y de Derecho al mismo tiempo, pero está claro que la Constitución reconduce esos principios a unidad y permite, mediante la adecuada exégesis, identificar una estructura política que no es simple yuxtaposición de elementos opuestos.

    Esa labor de identificación del núcleo o principio a que responden los concretos preceptos constitucionales es sin ninguna duda una tarea ardua -un verdadero reto para el jurista- sobre todo porque la identificación de uno u otro contenido no ha de hacerse tan sólo a efectos académicos o científicos, sino con consecuencias jurídicas en cuanto a la mayor o menor rigidez de los preceptos en cuestión. Porque lo cierto es que, al mantener que el procedimiento especial de reforma no protege tan sólo la literalidad de los artículos a él sujetos, sino los principios mismos, estamos extendiendo sus efectos más allá de los preceptos expresamente mencionados en el art. 168 de la Constitución: la protección del Estado de derecho se extiende así a aquellos preceptos de] Título VI, relativo al Poder Judicial, en los que hayamos de entender recogida la concreta configuración que de dicho principio haya querido hacer el legislador. Con la interpretación que se propone la rigidez viene a extenderse a otras normas constitucionales distintas de las que menciona expresamente el art. 168 del texto.

    Sin embargo, no hay que exagerar el peligro que esto encierra. En primer lugar, en la pesquisa de los principios a través de las normas no es necesario suponer que vamos a encontrar un sistema acabado, un modelo completo de democracia o de Estado de Derecho, de forma que la rigidez acabe extendiéndose a una pluralidad de conceptos concretos en que tal modelo se contiene. Más bien es de suponer que la Constitución acoge y desarrolla tan sólo ciertos rasgos fundamentales que permiten la identificación de un modelo abierto o la negación de otras alternativas. En segundo lugar, la especial protección del principio no ha de entenderse extendida a aquellos preceptos en que lo identifiquemos, sino a su núcleo esencial, que puede recibir muy distintas configuraciones. Por citar un ejemplo, la Constitución española parece configurar un Estado de Derecho del que forma parte la existencia de una jurisdicción constitucional, pero ello no significa que ésta haya de ser necesariamente la que se establece en el Título IX de la Constitución.

  5. En el asunto que ahora nos ocupa parece claro que la ConstituciónPage 15 española configura la distribución territorial del poder en unos términos que parecen oponerse al reduccionismo que se practica cuando se identifica la autonomía con la atribución de poder político constitucionalmente garantizado, algo que podría predicarse tanto de un Ayuntamiento cuanto de un Estado miembro de una Federación.

    En efecto, la Constitución utiliza un solo término al reconocer la autonomía de los municipios, las provincias y las Comunidades Autónomas (art. 137) pero la equiparación acaba ahí y es sustituida de inmediato por las diferencias. En primer lugar, y de acuerdo con el propio Título VIII hay una diferencia cualitativa entre la autonomía de los Municipios y las Provincias y la de las Comunidades autónomas. Como ha dicho el Tribunal Constitucional en sus sentencias 4/1981 y 25/1981 la autonomía de las Comunidades autónomas es «cualitativamente superior» a la de los Municipios y Provincias, porque es de «naturaleza política» y, más en concreto, implica la potestad legislativa. El Título VIII, por tanto, utiliza la misma palabra para designar dos cosas que son cualitativamente.distintas: la autonomía administrativa, que la doctrina llama autarquía, y la autonomía legislativa, que la doctrina llama autonomía política o autonomía sin más. Hay, en definitiva, dos distintos conceptos de autonomía en nuestro derecho constitucional positivo.

    Difícilmente se pondrá en tela de juicio que ese es un rasgo básico del sistema, que éste ha optado por algo más que la simple descentralización administrativa extendida a las nacionalidades y regiones, esto es, que el poder constituyente opta por una forma de descentralización en la que las Comunidades autónomas tienen o pueden tener esa potestad legislativa con la que se define doctrinalmente la autonomía y se la diferencia de la simple autarquía; dicho de otro modo, nadie negará que se desvirtuaría la esencia misma del sistema si se suprimiese esa facultad legislativa. Pero si hubiese cualquier duda al respecto el propio hecho de que el art. 2 confiera especial protección al principio de autonomía avala esta conclusión. Cualquiera de las dos clases de autonomía mencionadas en el art. 137 está constitucionalmente garantizada frente al legislador ordinario por el superior rango de las normas constitucionales, pero sólo la autonomía de las nacionalidades y regiones se protege también frente al poder de reforma ordinario mediante su inclusión en el Título Preliminar como un principio estructural. Semejante superprotección parece cosa excesiva si no se trata de una autonomía legislativa, única de la que se puede decir que tiene tal carácter de principio estructural del Estado, única cualidad que explica por qué el art. 2 recoge esa garantía.

  6. Del mismo modo, hay buenas razones para afirmar que uno de los principios estructurales de la autonomía de las nacionalidades y regiones que se garantiza en el art. 2 es la carencia de poder constituyente -estatuyentes, si se quiere- por parte de las Comunidades autónomas, de modo que no sería constitucionalmente correcto atribuir a dichas Comunidades tal poder -en alguna de sus formas- mediante la reforma del Título VIII por el procedimiento simple del art. 167.

    La doctrina que relativiza el concepto de autonomía y desdibuja los perfiles que la diferencian del federalismo parece reconocer que ciertamente el problema del poder constituyente ha marcado en el pasado una frontera bien clara entre dos formas de descentralización, pero añade a continuación, enPage 16 apoyo de la tesis relativista, que en la actualidad los procesos constituyentes y los de formación de Estatutos se han aproximado de modo ostensible. Y buena prueba de ello es el caso español: se subraya sin vacilar, y se insiste en ello, que el Estatuto de Autonomía es una ley del Estado, pero de inmediato se contrapone a esta cualidad del producto el carácter mixto del proceso de elaboración, en concreto la participación en el mismo de las Comunidades in fieri, sobre todo en los supuestos del art. 151 de la Constitución. En definitiva, la diferencia de ambos tipos de ordenamiento en cuanto al poder constituyente se entiende que ha sido reducida notablemente a pesar de que se mantenga la diferencia formal.

    Frente a este modo de argumentar hay que decir que el problema del poder constituyente no es tanto de la mayor o menor participación en la elaboración de la norma cuanto el de la vinculación jurídico-constitucional de la norma que dicho poder esté habilitado para producir. En otras palabras, para determinar si hay o no poder constituyente tendríamos que examinar, más que el proceso de elaboración, la relación entre la norma institucional básica -Constitución parcial o Estatuto de Autonomía- y la Constitución. Y también en este punto se pone de manifiesto que el problema de la descentralización no es otro que el de la relación entre ordenamientos y que hay una innegable diferencia cualitativa entre las distintas modalidades de aquélla conectada con la diferencia en las formas que adopte la ley constitucional básica. Por eso hay que decir que la Constitución española al mantener el carácter de ley estatal para los Estatutos ha configurado un rasgo básico de la autonomía de las nacionalidades y regiones que se garantiza en el art. 2 de la Constitución.

    En efecto, para que quepa hablar de poder constituyente es preciso que la Constitución no predetermine en todos sus extremos el contenido de la norma institucional básica, no dejando a la nacionalidad o región otra posibilidad que la de adherirse a un contenido previamente determinado. Si hay tal predeterminación constitucional o si ésta puede introducirse, según el sistema de derecho constitucional vigente, por medio de la reforma, el Estado miembro carece de verdadero poder constituyente, esto es, de un rasgo básico del carácter de Estado, fuese cual fuese la denominación que recibiese su norma institucional básica y el procedimiento para crearla e incorporarla al ordenamiento jurídico. Resulta así que en la medida en que la Constitución Federal garantice como elemento intangible el federalismo y lo articule como atribución de poder constituyente a los Estados, la reforma constitucional, tendrá como límite absoluto el mantener un ámbito de indeterminación constitucional de los Estatutos, por más que puedan existir y ampliarse cláusulas de homogeneidad como la que contiene el art. 28 de la Ley Fundamental de Bonn. Un contenido mínimo de poder constituyente debe matenerse en todo caso porque de otro modo se habría disuelto la diferencia básica del sistema.

    Nada de eso ocurre en nuestro ordenamiento, ni puede ocurrir sin alterar su estructura, esto es, sin hacer uso del procedimiento especial de reforma. Desde el momento en que los Estatutos son normas del Estado, del legislador estatal, el único poder constituyente que existe, puede imponer cualquier límite al legislador incluso el de ofrecerle un único modelo de Estatuto de Autonomía. Tal posibilidad existe porque no hay una autolimitación del poderPage 17 constituyente de la Nación -una reserva a su partes- sino un sistema en que la autonomía de éstas nace de una fuente, la ley del Estado, que tiene su origen de modo directo y exclusivo en ese poder constituyente unitario.

    Quizá se piense que ésta es una precisión de interés meramente teórico ya que la Constitución española no optó por esta predeterminación absoluta y hoy es inimaginable políticamente una reforma para introducirla. Sin embargo, el asunto tiene un cierto alcance práctico: precisamente porque la norma constitucional básica está, en cuanto que es ley, inmediata y exclusivamente sometida a la Constitución, la reforma de ésta puede disponer directamente acerca de la validez de las normas estatutarias, esto es, puede derogar normas de los Estatutos de Autonomía provocando automáticamente su exclusión del ordenamiento jurídico. No creo que haga falta extenderse sobre este punto: nadie puede poner seriamente en duda que mediante reforma simple de la Constitución cabe derogar o modificar cualquier precepto de cualquier Estatuto de Autonomía incluso de los aprobados por la vía del art. 151 de la Constitución española.

    Tal cosa no es posible en el marco de una Constitución federal, cuya reforma no podría derogar -en el sentido estricto del término: excluir del ordenamiento- un precepto de una Constitución de un Estado miembro, por la misma razón que en nuestro ordenamiento una ley del Estado no deroga los preceptos de una ley de la Comunidad autónoma, ni a la inversa: entre la Constitución federal y la del Estado miembro no hay una relación de jerarquía formal en sentido estricto, sino algo distinto, una relación de competencia cuyos conflictos se solucionan por la regla de prevalencia y no, como en la jerarquía, por la de derogación.

    Estos dos efectos, prevalecer y derogar, no son en absoluto idénticos, ni teóricamente ni tampoco en su alcance práctico. Y puede añadirse que la diferencia esencial en lo que se refiere a la relación entre la Constitución y la norma institucional básica se encuentra precisamente en esa distinción entre la prevalencia, relación de la Constitución federal con la parcial, y la jerarquía formal de la que deriva la derogación, relación entre la Constitución y el Estatuto de autonomía.

    Para que se produzca el efecto de la prevalencia es necesario que nos encontremos ante dos normas válidas y contradictorias entre sí, porque la prevalencia no es regla de competencia sino de colisión. Esto significa que antes de afirmar la prevalencia de la norma federal debemos examinar su validez, y sólo si llegamos a una conclusión afirmativa según las reglas de competencia podremos decir que la norma prevalece. Por el contrario, en la relación de jerarquía la norma superior deroga la inferior automáticamente de modo que quien está llamado a aplicar una u otra deberá aplicar la superior sin hacer un juicio previo de validez, sin perjuicio, claro está, de que una eventual declaración ulterior de su nulidad conlleve la del efecto que quiso producir.

    Esta diferente relación entre ordenamientos tiene importantes consecuencias que se ponen de manifiesto a la hora de examinar las normas de reforma constitucional a partir del núcleo constitucionalmente garantizado de autonomía o de federalismo. Si la relación es de competencia, el examen previo de la validez conducirá a una operatividad inmediata de dichos límites, que habrán de ser tenidos en cuenta por el aplicador, y así resulta que la necesariaPage 18 reserva de poder constituyente a los Estados no llevaría a presumir nula, y no prevalente, una disposición derogatoria de las Constituciones parciales incluida en una ley de reforma constitucional, y nos llevaría también a examinar previamente con la misma perspectiva cualquier precepto reformado que entrase en contradicción con normas constitucionales de los Estados miembros. Por el contrario, en un sistema basado en la autonomía, como es el nuestro, tal enjuiciamiento previo no podría producirse en ningún caso, sino que la norma constitucional reformada habría de presumirse válida hasta que no se declarase lo contrario, y, en todo caso, tal declaración no podría tener lugar por haberse invadido el núcleo de poder estatuyente, ya que éste no existe.

    La diferencia entre prevalencia y derogación significa, por tanto, que la norma estatutaria no es resistente a la reforma constitucional sino que ha de retroceder ante ella en virtud de Ja relación jerárquica existente. Al mismo tiempo, sin embargo, esto opera también a favor de la norma estatutaria confiriéndole, en tanto no sea declarada nula, una resistencia que la Constitución de un Estado miembro no tiene. La regla de prevalencía es de relación entre ordenamientos con total independencia del rango jerárquico de la normas en colisión. No hay, en consecuencia, tan solo prevalencia de la Constitución frente a la Constitución, o de la ley frente a la ley, sino de cualquier norma federal sobre cualquier norma de un Estado miembro; en una hipótesis extrema: una norma reglamentaria de la Federación prevalece sobre la Constitución de un Estado miembro.

    En el interior de un mismo ordenamiento, sin embargo, tal regla de prevalencia no opera, sino que lo hacen tan sólo las de jerarquía y reserva, de modo que la norma estatutaria, en cuanto perteneciente al ordenamiento estatal, pervive con toda su fuerza mientras no se bagan sentir los efectos de tales reglas. Resulta así que si en un Estado Federal las Constituciones de los Estados miembros contienen prescripciones contrarias a la Constitución federal la colisión resultante no planteará excesivas dificultades; admitiendo que dichos preceptos estuviesen en abierta contradicción con los federales, por tratarse por ejemplo de una materia de competencia exclusiva de la Federación, ni siquiera sería preciso recurrir a declaración de inconstitucionalidad alguna, porque la Constitución federal prevalecería sin más al serle favorable el juicio previo sobre la competencia; si, por el contrario, nos hallásemos ante un supuesto de concurrencia, la prevalencia operaría a favor de la ley federal, en definitiva también a favor de la federación.

    Nada de esto ocurre en un ordenamiento autonómico como el español: los Estatutos son normas del Estado no sujetas a la regla de prevalencia, lo que significa que su eventual colisión con la Constitución requeriría una expresa declaración de inconstitucionalidad presumiéndose plenamente válidos mientras ésta no recaiga; y una ley posterior sólo puede derogar los preceptos estatutarios en la medida en que rebasen lo que podemos llamar reserva de Estatuto, esto es, la medida en que pudiéramos considerar que la atribución de tal competencia a las Comunidades Autónomas en rigor sólo podría efectuarse a través de la vía que prevé el art. 150.2 de la Constitución y que la ley orgánica a que ésta se refiere en dicho precepto no puede ser el propio Estatuto de Autonomía. Y aun así la cuestión sigue siendo de suma dificultad cuando, como ocurre en los casos de Valencia y de Canarias, el Estatuto de Autonomía vaPage 19 acompañado de una Ley Orgánica dictada de acuerdo con dicho precepto constitucional con los efectos de sanación que tal Ley es capaz de producir.

  7. En estas páginas se ha pretendido demostrar que el derecho constitucional español hoy vigente no permite identificar la autonomía con cualquier forma de descentralización con atribución de poder político ni, en consecuencia, decir que las tres formas clásicas de descentralización -autarquía, autonomía, federalismo- no son más que distintos grados de un mismo fenómeno diferenciados entre sí tan sólo por criterios cuantitativos. El concepto de «autonomía de las nacionalidades y regiones» que se utiliza en el art. 2 para garantizarla como un derecho ha de llenarse de contenido a partir de los rasgos básicos del Título VIII y éste configura una autonomía en la que aparecen como rasgos esenciales la atribución a las Comunidades Autónomas de la potestad legislativa y la ausencia de una potestad estatuyente de las mismas.

    Con ello no se quiere decir, hay que advertirlo, que el Estado federal y el regional tengan contenidos materiales netamente distintos en el sentido de que aquél sea más descentralizado que éste. De ningún modo. Una Comunidad autónoma española del día de hoy tiene quizá más poder verdadero, más «autonomía» que ciertos Estados miembros de una Federación. Sin duda saldría ganando con enorme ventaja si la comparamos con un Estado mexicano. Pero eso no es un obstáculo para seguir afirmando que hay una radical diferencia en el modo de articulación interna de los ordenamientos y en la naturaleza jurídica de los poderes.

    Esa diferencia tiene alguna consecuencia técnica importante: el análisis jurídico ha de tener en nuestro Estado una apoyatura dogmática distinta de la que tiene en los Estados federales, por más que España pueda ser hoy un Estado tan descentralizado como una Federación. En su día he tratado de demostrar esto en relación con la regla de prevalencia. La diferencia tiene también una consecuencia práctica bien visible: mediante la reforma del Título VIII de la Constitución por la vía simple del art. 167 se puede reducir o ampliar cuanto se quiera el ámbito de las competencias legislativas de las Comunidades Autónomas, pero por esa misma vía está vedado privarlas de poder legislativo o dotarlas de poder constituyente.

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