Nación y nacionalidades en la Constitución.

AutorEduardo Vírgala Foruria
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Constitucional. Universidad del País Vasco
Páginas145-176

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I Introducción

Los términos «nación» y «nacionalidades» incluidos en el art. 2 de la Constitución Española no sólo presentan problemas de definición, incluso desde el punto de vista lingüístico1o dependiendo de la Ciencia desde la que se los examine (sociológica, politológica, histórica, jurídica), sino que están hoy en día, por su implicación simbólica, en la raíz de los problemas territoriales que tiene España2, ya que dependiendo de cómo se interpreten o de cómo se reformulen nos conducen a una visión de nuestra organización jurídico-política completamente diferente. Como dijo E. TIERNO GALVÁN en las Cortes Constituyentes, «[a] veces en el texto constitucional han surgido tensiones o fricciones que tienen un carácter, a mí me pare-ce, semiótico, carácter de significado. Me refiero al tema tan discutido de «nación» y «nacionalidades». (...) El problema tiene una clara dimensión semiótica y hay una polisemia que es frecuentísima en los momentos de transición de las palabras en el proceso histórico. Son innumerables las palabras que se han usado en este sentido y nación es una de esas palabras que están sujetas a significados polisémicos»3. El problema realmente es que, como señaló Philippe DE BRUYCKER, son cuestiones «que conducen esencialmente a la historia y a la ciencia política»4y en las que el jurista se siente lógicamente incómodo. Como se irá viendo en las páginas que siguen, una de las paradojas de la hegemonía en el imaginario político moderno de la nación es la endeblez conceptual de un término sobre el que descansan una gran parte de nuestras percepciones sociales, políticas y culturales, lo que alcanzaría al propio nacionalismo que es incapaz de proporcionar objetivos para identificar a las naciones5. Se suele aducir

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una suma de una serie de principios (territorio, etnia, lengua, cultura, tradición), pero puede comprobarse que grandes naciones históricas no pose-en varios de esos criterios, mientras que otros que los reúnen nunca han sido consideradas naciones6.

En el momento actual, el tensionamiento permanente en las relaciones entre los órganos centrales del Estado y algunas Comunidades Autónomas, la también permanente apertura del Título VIII, las aventuras secesionistas del Gobierno vasco, todo ello remite en última instancia a la concepción de España como nación, aunque no se sepa muy bien qué significa, y a la consideración o no como tales de algunos de sus territorios. Ante ello, hay que decir que jurídicamente en un Estado sólo puede haber una nación, depositaria de la soberanía, y que el reconocimiento de otras naciones sólo puede realizarse forzando el sentido jurídico del término y abriendo la vía a una desmembración del Estado, contra la que está lejos de mi ánimo proponer soluciones violentas o antidemocráticas, pero sí el de ser conscientes de que con las palabras se pueden hacer juegos lingüísticos pero también encender muchos fuegos7.

II La nación y el estado contemporáneos

La nación contemporánea que hoy conocemos nace vinculada a la aparición del Estado liberal, lo que no quiere decir que el concepto no existiera con anterioridad o que no hubiera teorías anteriores sobre la nación. La necesidad de la revolución liberal de sustituir la fidelidad de los súbditos hacia el Rey o la religión obliga a encontrar algo que consiga agrupar a los a partir de ese momento ciudadanos en torno a una idea común. Esa imagen común, idealizada, será la nación como concepto inmaterial que unifica a los habitantes de un determinado territorio sometidos al mismo poder político y regido por las mismas leyes y a la que se transfiere el poder emanado de la Comunidad8. En ese momento, el pueblo se constituye en «nación» política (sujeto soberano) y como tal se dota a sí mismo de estructuras jurídico-políticas cuya expresión es el Estado-nación.

Sin embargo, como he señalado antes, la voz nación se utilizaba antes de la revolución liberal. Procedente etimológicamente del latín nascor (nacer) fue utilizada en la Edad Media para designar grupos humanos poseedores de un origen común con un posible ligamen de sangre, manteniendo la ilusión entre comunidades erráticas no fijadas a la tierra (la comunidad territorial era designada como patria) en las grandes migraciones de

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la época9, pero sin suponer «una toma de conciencia generalizada ni acciones políticas consiguientes: lo que, sin embargo, ocurrirá con el romanticismo y con la revolución liberal»10. Paulatinamente va evolucionado hacia su sentido contemporáneo, de forma que ya en 1694 la Academia Francesa la define como el conjunto de habitantes de un mismo Estado, que viven bajo las mismas leyes y utilizan el mismo lenguaje11, probable-mente debido a que la Monarquía absolutista se va consolidando ya como Estado, con la consiguiente reducción de libertades de las unidades políticas menores incorporadas al Reino y que todavía conservaban instituciones locales, su propio sistema legal y una lengua diferenciada.

Por otro lado, la afirmación de la nación a partir de la revolución liberal trae causa de dos corrientes ideológicas desarrolladas durante el s. XVIII y que han marcado todas las polémicas al respecto hasta el momento actual. Ambas podemos sintetizarlas en la contraposición entre nación cívica y nación cultural, pueblo de los ciudadanos a pueblo de los ancestros, voluntad política a voluntad orgánica, nación electiva a nación étnica, nación-contrato a nación-genio, civismo a populismo, individuo a nación como individuo colectivo12.

La primera de estas corrientes suele denominarse como individualista, racionalista y voluntarista y asume una nación «política» y «cívica». Es la propia del Occidente europeo en el que la unidad política se había constituido antes de la aparición de los nacionalismos del s. XIX, a través de las Monarquías que habían reunido un territorio en el que ejercían la autoridad. Como antes ya he señalado, la Monarquía, por medio de los impuestos para las guerras, consolidó un territorio, centralizó la administración y diferenció los instrumentos de control y cohesión del Estado, de forma que en España, Francia o Inglaterra hay expresiones de lo que hoy se denominaría un sentimiento nacional desde el s. XIII. A ello ayuda en los tres casos el principio religioso, la unidad religiosa dando lugar a una verdadera cristología real al reunir el Rey una naturaleza humana y mística13. En este ámbito surge una corriente de pensamiento que va de Hobbes a ROUSSEAU, pasando por LOCKE y MONTESQUIEU, en la que se fragua la ruptura con las colectividades del antiguo régimen y se preconiza la estructuración de una nueva formación social (la nación), fundamentada en el pacto o consenso de los individuos, siendo el reino de las relaciones interindividuales protegidas por el Estado a través del derecho, con un carácter puramente instrumental con respecto al individuo, configurado como mero sujeto de relaciones económicas, como individuo-propietario14. Para esta corriente, la

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nación es una agrupación de individuos libres e iguales, que poseen derechos inherentes a la persona, si bien su declaración y reconocimiento proviene de una comunidad política que se compromete a garantizarlos en un ámbito territorial determinado15.

Por el contrario en Europa central y oriental, la ambición imperial del Sacro Imperio Romano de los pueblos germánicos (no extinguido hasta 1806) y luego la invasión otomana impidieron la creación de unidades nacionales estables, subsistiendo ciudades-Estado, ciudades independientes, reinos, principados eclesiásticos o dinásticos, de forma que en la conciencia histórica de alemanes e italianos la pertenencia cultural siempre estuvo separada de la organización política. En este entorno, especialmente en lo que luego sería Alemania, surge una concepción «étnica» de la nación, que está representada por HERDER y FICHTE, basada en la creencia en una ascendencia, cultura y lengua comunes, fundada en la comunidad de un pueblo original y que comparte la misma cultura y el mismo pasado, imponiéndose sobre los ciudadanos16. La nación sería un ente suprapersonal, acreedor de una devoción colectiva y constitutivo de una realidad orgánica y étnica (comunidad de origen: los que comparten la misma sangre), denominada Volk definida por una lengua y una genealogía comunes17. La nación es el pueblo, pero un pueblo metafísico, suprapersonal, fuente de vida y más real que los individuos mismos y el destino o ley del pueblo y su organicidad se asientan sobre la lengua soporte de la nacionalidad18. Esta nación como comunidad de cultura, especialmente de lengua, tiene legitimidad anterior al Estado siendo éste mero instrumento de aquella, por lo que es la teorización base para la doctrina de las naciones sin Estado. La nación sólo tiene existencia a través del Estado y una nación sin Estado deviene un pueblo sin historia, irremediablemente condenado a morir. Por su parte, los pueblos de Europa Oriental enfrentados a invasores, conquistadores, no pudieron ser organizados en unidades políticas independientes ni separadas por fronteras duraderas. Finalmente, cuando se produce la descomposición de los grandes Imperios en esta parte de Europa ya es tarde y las naciones internas, por el derecho a la autodeterminación, no estuvieron obligadas a aceptar la integración como lo hicieron en otro momento histórico Bretaña, Escocia, etc19.

Vistas las dos grandes corrientes ideológicas del s. XVIII sobre la nación, hay que volver al nacimiento de la nación contemporánea vinculada a la aparición del Estado liberal. La sustitución de la fidelidad al Rey y a la Iglesia por la colectividad de ciudadanos que conforman la nación hace que en un primer momento surja el concepto cívico de nación

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