Los municipios y el territorio en la obra gaditana

AutorRegina Polo Martín
Páginas437-468

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Cortes de Cádiz, Constitución de Cádiz, estas simples palabras aparecen envueltas en una aureola quasi mítica. Es más, doscientos años después, la simple mención de la Constitución de Cádiz evoca el comienzo de una nueva época, sugiere el inicio de un mundo de libertades desconocidas hasta entonces, de tal modo que el texto gaditano ha quedado enraizado en el imaginario popular como sinónimo de lo nuevo, de lo diferente. Y, efectivamente, en cierta medida así fue, ya que con las Cortes y la Constitución de 1812 se dio el paso definitivo para la liquidación en España del Antiguo Régimen y los primeros para la implantación, todavía balbuceante, del Estado liberal.

Fueron numerosas e importantes las mudanzas que supuso la obra gaditana, y digo obra gaditana, porque no podemos ceñirnos única y exclusivamente a la Constitución de 1812, sino que debemos referirnos a todo el conjunto de disposiciones que desde 1810 y hasta el retorno de Fernando VII en mayo de 1814 emanaron de las Cortes y que conformaron un corpus unitario que fue el instrumento jurídico que posibilitó todos esos transcendentales cambios. Cambios radicales que afectaron a todas las cuestiones que vertebran y articulan la organización institucional de un Estado. Entre ellas la organización local, es decir, la estructuración de los municipios y del territorio, ya que ambos se vieron sustancialmente alterados por las normas gaditanas. En concreto, al mismo tiempo que se intentó una nueva demarcación territorial en provincias que no llegó a cuajar, nuevas autoridades y organismos -jefes políticos, diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales-, se configuraron como encargados del gobierno del territorio y de los municipios.

Mucho es lo que se ha escrito, diría que casi inabarcable, acerca de las Cortes de Cádiz y de la Constitución de 1812. Aportaciones de desigual valía que han servido para conocer mejor la obra gaditana en sí y para entender lo que

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supuso para la posteridad. Y más es lo que se escribirá con motivo de la conmemoración de su segundo centenario.

Hasta el momento, los trabajos sobre la organización local gaditana, tanto municipal como territorial, que es la materia objeto de mi análisis, se han limitado a estudios generales y a aportaciones más o menos amplias e interesantes dentro de visiones de conjunto sobre la organización del territorio, sobre el régimen jurídico del municipio, las diputaciones o el jefe político, o a otras contribuciones incluidas en estudios específicos referidos al territorio de alguna provincia en concreto, a algún municipio determinado y a las diputaciones provinciales en particular, limitándose en muchos casos a realizar apenas un esbozo de lo acontecido en estos casi cuatro años transcurridos desde la reunión de las Cortes en septiembre de 1810 hasta el restablecimiento del absolutismo al regreso de Fernando VII en mayo de 1814.

Entiendo que en la esfera local faltan investigaciones en las que a la mera descripción del nuevo modelo gaditano se una el análisis detallado de cómo se estableció efectivamente esa nueva organización institucional y de cómo se aplicaron en las diferentes provincias y municipios por parte de las nuevas auto-ridades y organismos los mandatos del Gobierno central, ya que sólo aunando implantación, por una parte, e irradiación y cumplimiento, por otra, se puede transcender desde lo local a lo general y valorar hasta qué punto los objetivos perseguidos por la organización liberal fueron alcanzados efectivamente1.

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Indudablemente, para comprender los cambios que introdujeron los textos gaditanos en la organización local es necesario conocer cómo estaban articulados institucionalmente los municipios y el territorio con anterioridad, para así captar y percibir la notable novedad que entrañaba la nueva regulación.

A comienzos del siglo XIX el gobierno de los municipios recaía en unos ayuntamientos absolutistas, integrados por los regidores, los diputados del común y el procurador síndico personero.

Los primeros, surgidos en la Baja Edad Media, dominaban el gobierno municipal, ya que tenían voz y voto en las reuniones consistoriales, y desempeñaban, fundamentalmente a través de las comisiones en las que se distribuía el trabajo concejil, numerosas atribuciones en las cuestiones más importantes del devenir cotidiano de los núcleos de población como mercado, abastos, urbanismo, salud pública, higiene, beneficencia, espectáculos públicos, etc.

Estos regidores, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, solían serlo por compra y con carácter perpetuo y hereditario o bien renunciable, y además eran oficios acaparados por miembros de la nobleza local y por burgueses enriquecidos que formaban una oligarquía casi impenetrable, en palabras de B. González Alon-

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so2, que manejaba los cada vez más escasos fondos municipales de manera abu-siva y corrupta, lo que provocó en ocasiones problemas de abastecimiento en las ciudades. Además, su absentismo respecto a sus obligaciones municipales fue la tónica dominante, de manera que, a pesar de ser muy amplia la nómina de las regidurías eXIstentes en las ciudades, muy pocos eran los que efectivamente ejercían su oficio, obligando incluso a que se eligieran regidores interinos o a que se habilitase como tales a otros oficiales del ayuntamiento.

Para conseguir una cierta participación en la vida municipal de los vecinos, y, sobre todo, para intentar resolver los problemas de carestía y crisis de subsistencia que surgieron en la primavera de 1766, y a la vez para frenar la corrupción de los regidores en materia de abastos, Carlos III en un Auto Acordado de 5 de mayo de ese año creó unas nuevas figuras que pasaron a constituir, junto con los regidores, los ayuntamientos: los diputados del común y el procurador síndico personero3. Eran elegidos por los vecinos por barrios o por parroquias, pero mientras los primeros tenían voz y voto en las reuniones consistoriales, aunque sólo en los negocios relacionados con los abastos, el segundo debía encargarse de la defensa de los intereses del común de vecinos en todos los asuntos con voz pero sin voto, circunstancia que mermó la posibilidad de éXIto de su cometido.

Estos ayuntamientos absolutistas estaban presididos por los corregidores, oficio también de origen bajomedieval y de designación regia y, por lo tanto, verdaderos agentes políticos de los monarcas en la esfera municipal. Además de desempeñar numerosas funciones relacionadas con la vida ciudadana, ejercían la jurisdicción civil y criminal en primera instancia, siendo auXIliados cuando no eran corregidores de letras sino de capa y espada por los alcaldes mayores letrados.

En el siglo XVIII, los corregidores, tal como explica González Alonso, experimentaron cambios en su naturaleza y se convirtieron en cargos funcionariales más que políticos4. La Real Cédula de 21 de abril de 1783 dividió los corregimientos en tres clases: entrada, ascenso y término, que los titulares recorrían pasando de un escalón a otro por antigüedad y méritos, lo que determinó la eXIstencia de corregimientos de primera, segunda y tercera5. A raíz de la aparición de los intendentes surgieron conflictos de competencias entre ambos oficios, de manera que la Real Cédula de Carlos III de 13 de noviembre de 1766 separó definitivamente intendentes y corregidores, encargando a los primeros los ramos de hacienda y guerra y a los segundos los de policía y justicia. Posteriormente, la Instrucción de corregidores de 15 de mayo de 1788 fijó definitiva-

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mente las atribuciones de estos oficiales6, aunque otra Instrucción de 1802 devolvió a los intendentes los ramos de policía y justicia, con lo que los corregidores retornaron a la situación anterior a 1766. Además, a lo largo del siglo XVIII numerosos corregimientos quedaron adscritos a las gobernaciones militares, siendo auXIliados los gobernadores por alcaldes mayores en todas la gestiones relativas a los corregimientos, especialmente las jurisdiccionales.

Corregidores e intendentes nos sitúan en la compleja organización territorial del Antiguo Régimen7. En los albores del siglo XIX no eXIstía una división territorial bien definida. Al contrario, se superponían numerosas demarcaciones con la consiguiente confusión en las atribuciones desempeñadas por los diferentes oficiales que se encontraban al frente de éstas.

Desde el punto de vista económico, desde comienzos del siglo XVI la Corona de Castilla se dividió para organizar la exacción y recaudación de los servicios concedidos por las Cortes en provincias, que eran distritos de carácter exclusivamente fiscal, sin funciones administrativas. Estas provincias, dieciocho inicialmente a las que se fueron agregando otras en los siglos siguientes, a su vez se dividían en partidos y éstos en otros distritos inferiores que recibían denominaciones variadas, por ejemplo, sexmos, cuartos, campos, rodas, etc. Además, desde el punto de vista jurisdiccional, el territorio estaba organizado en unas circunscripciones «superiores»: las Chancillerías de Valladolid y Granada y las distintas Audiencias, y en otras «menores»: los corregimientos, a cuyo frente se encontraban los corregidores ya mencionados.

Con la llegada de los Borbones a comienzos del siglo XVIII se produjeron cambios importantes en la estructuración del territorio, fundamentalmente la introducción de la figura francesa de los intendentes y, por lo tanto, la creación de una nueva demarcación territorial, las intendencias8.

La implantación de estas nuevas demarcaciones y autoridades fue difícil. El primer intento fallido se realizó en 1711 con la creación de intendentes con competencias fundamentalmente de guerra. En 1718 aparecieron veintiuna provincias-intendencias con la pretensión, no conseguida, de que coincidiesen con las viejas provincias. Además, estos intendentes eran al mismo tiempo los corregidores de las ciudades donde tenían su residencia. Después de este nuevo fracaso, el...

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