Derecho y moral entre lo público y lo privado. Un diálogo con el liberalismo político de John Rawls

AutorAndrés Ollero Tassara
CargoUniversidad de Granada
Páginas509-530

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  1. Hace decenios 1dejó de resultar pacífico el intento del positivismo jurídico de deslindar de una vez por todas los ámbitos del derecho y de la moral. Aunque no falten quienes sigan intentando mantener que de una exigencia moral no cabe derivar consecuencias jurídicas, ni de una exigencia jurídica consecuencias morales 2, la realidad parece invitar tozudamente a la duda. Como es sabido, este empeño delimitador de fronteras3, lejos de ser caprichoso, venía a ser la obligada consecuencia de una opción epistemológica, e incluso metafísica, que imponía el tajante deslinde del mundo del ser y el del deber ser.

  2. No pocas de las confusiones habitualmente presentes en frontera tan polémica pueden deberse a la doble acepción con que tiende a utilizarse el término «moral». Cuando se contrapone la moral al derecho, el tér mino suele emplearse en un sentido restringido, para referirse a exigencias maximalistas que -aspirando a la realización plena de unas concepciones del bien, la perfección, la felicidad, la utilidad...- excederían con muchoPage 510 de ese acervo ético, relativamente mínimo, exigido por la justicia en su intento de posibilitar la convivencia 4entre unos ciudadanos que pueden suscribir muy diversas concepciones del bien, la perfección, etc.

    Hoy, quizá por influencia anglosajona, los teóricos del derecho tienden a referirse a lo moral en un sentido más amplio, como expresión omnicomprensiva de las exigencias individuales y sociales (por ende, quizá también jurídicas) derivada de cada una de esas concepciones.

    Desde esta segunda acepción, no cabría imaginar un derecho sin moral, aunque sí discutir si tales ingredientes morales serían o no decisivos para identificar a lo jurídico. Si, por el contrario, hablamos de la moral en sentido restringido, resultará -por definición- distinta del derecho. Ahora no sería ya el dilema ser-deber ser el que establecería una problemática frontera, sino la diversidad de ámbitos del fuero externo y el interno, alteridad y autonomía personal.

    Si empleáramos el término «ética» para referirnos a las concepciones omnicomprensivas del bien, y reserváramos el término «moral» para su versión estricta -no jurídica por definición- quizá mejorara el panorama. No habría, pues, derecho sin ética, aunque ello no implicaría su necesaria identificación con la moral. Este intento clarificador tropieza, sin embargo, con la reciente tendencia a contraponer ética pública y ética privada5. Como veremos, esta última tiende a identificarse con las concepciones omnicomprensivas del bien -o moral en sentido amplio- mientras la ética pública reduciría su juego al ámbito de la «justicia política», y por ende quizá al del derecho.Page 511

  3. La querencia a reincidir en el dilema jurídico-positivista rebrota en los planteamientos que invitan a distinguir entre una moralidad crítica y otra legalizada o positivada. Más de una vez resultaría fácil adivinar tras ellos la falsa idea de una inexistente positividad instantánea6, capaz de establecer en un preciso momento una frontera delimitada con fijeza entre el derecho ya positivado y el aún por positivar, o -por recurrir a los tópicos legalistas- la óptica de lege lata y la de lege ferenda.

    Más que «derecho positivo», lo que existe es un proceso de positiva-ción -indisimulablemente iure contiendo- animado por una permanente instancia crítica, que -lejos de situarse en un «deber ser» externo y ajeno a la realidad jurídica- constituye el motor decisivo de la incesante actualización interna de lo que devendrá derecho en cada momento histórico

    El normativismo venía eficazmente en ayuda del dualismo positivista, al escenificar el dilema entre una norma jurídica -como alternativa-otra norma moral que aspiraba a reemplazarla. Cuando se supera la idea del ordenamiento jurídico como sistema de normas, para admitir en su seno el juego de principios tan jurídicos como ellas7, el dilema tiende a descuadrarse. Por una u otra vía, la fluidez propia del «momento jurisprudencial» de la positivación del derecho va siendo reconocida, desbordando el viejo positivismo legalista y su planteamiento mecanicista de la aplicación de la ley. Así acaba ocurriendo incluso en autores menos familiarizados con la teoría jurídica, como el que en este caso hemos elegido como principal interlocutor8.

  4. Nuestro propósito es abordar la relación que mantienen derecho y moral, situándonos en la no menos polémica frontera entre lo público y lo privado. Recordemos, pues, que si habláramos de éticas «privadas», nos estaríamos refiriendo a las concepciones omnicomprensivas del bien -no exentas, sin duda, de dimensiones sociales 9- que cada ciudadano puede privadamente suscribir. La ética pública -a configurar por y para todos los ciudadanos- quedaría, por el contrario, reducida a aquel núcleo de contenidos que -por erigirse en condición de una convivencia plural pacífica- se considerará jurídicamente exigible.Page 512

    Su configuración quedó inicialmente vinculada al reconocimiento de un derecho natural, objetivo y racionalmente cognoscible, válido para cualquier sociedad humana. La duda -que abre paso a las actitudes críti cas en el ámbito de la epistemología- y el historicismo -que relativiza todo intento de universalidad espacial o permanencia histórica- empujaron a buscar refugio en la noción del consenso social.

    El problema va a agudizarse ahora en sociedades crecientemente multiculturales, en las que la apelación a un consenso homogéneo y mayori-tariamente compartido se hace cada vez más problemático. Para Rawls la principal consecuencia será que «la unión social no se funda ya en una concepción del bien, tal como se da en una fe religiosa común o en una doctrina filosófica, sino en una concepción pública compartida de la justicia que se compadece bien con la concepción de los ciudadanos como personas libres e iguales en un Estado democrático»10. Resultará inevitable que la ética pública finalmente decantada acabe coincidiendo, en unos casos, con dimensiones sociales planteadas por las éticas privadamente asumidas por algunos ciudadanos, mientras entra en conflicto con las de otros.

  5. Se reitera también la tajante separación positivista de derecho y moral, cuando se pretende establecer -de modo aparentemente descriptivo- una neta distinción a priori entre un ámbito meramente formal y pro cedimental, que sería el propio de esa ética pública con legítimas pretensiones jurídicas, y otro en el que jugarían los contenidos materiales, aunque obligadamente confinados en el ámbito de la moralidad personal privada.

  6. La ética pública se nos presentará como una ética procedimental, porque no señala criterios ni establece conductas obligatorias para alcanzar el bien. Lo segundo, sin embargo, no prueba lo primero, ya que es obviamente posible -yendo más allá de lo procedimental- establecer conductas obligadas sólo para hacer viable la pública convivencia, sin aspirar a imponer una determinada concepción del bien. Al descartarlo, sin mayor trámite, se puede inducir equivocadamente a una doble conclusión; dudosa en un caso: una ética pública meramente procedimental sería viable en la práctica; exagerada en el otro: ella sería la única vía legítima teóricamente imaginable para plantear en el ámbito público propuestas éticas no maximalistas. Así parece insinuarse cuando se nos afirma que lo que diferencia a la ética pública de la privada es que la primera es formal y procedimental y la segunda es material y de contenidos.

    En realidad, todo induce a pensar que, contando sólo con procedimientos, no podríamos en el ámbito de lo público ir a ninguna parte, mientras que no hay por qué descartar la posibilidad -e incluso la necesi-Page 513 dad- de contar con una justificación del recurso a lo procedimental, que habría de apoyarse en las éticas omnicompresivas privadamente suscritas por algunos ciudadanos. Se ha llegado a reconocer en los planteamientos procedimentales «un "resto de metafísica" queda en este carácter transcendente, categórico, de la racionalidad comunicativa», aunque apuntando paradójicamente que se trataría de «el resto de metafísica necesario para combatir a la metafísica» 11.

  7. La afirmación de que «la ética pública es una ética procedimental» resulta también equívoca si se olvida el doble, y muy diverso, plano en que cabe recurrir a dicho adjetivo: el de la fundamentación teórica de las propuestas éticas y el de su concreto contenido.

    Las fundamentaciones procedimentales tienden precisamente -en línea con el trascendentalismo poskantiano- a servir de apoyo a contenidos muy determinados, con lo que acaban paradójicamente excluyendo una ética pública de la que broten meras exigencias de procedimiento. Rawls, por ejemplo, no duda en aclarar que su planteamiento de «la justicia como equidad no es neutral procedimentalmente. Sus principios de justicia, obvio es decirlo, son sustantivos y, por lo tanto, expresan mucho más que valores procedimentales»; incluyen «concepciones políticas de la sociedad y de la persona, que están representadas en la posición original», la cual no puede considerarse «moralmente neutra»12.

    Se desmiente así que todas las exigencias éticas de contenido material, derivadas de una concepción del bien, puedan quedar relegadas al ámbito de lo privado; a no ser que lo que se pretenda -más o menos cons cientemente- sea relegar sólo a aquellas que en su fundamentación se atreven a ir -metafísica o epistemológicamente- más allá de lo procedimental.Page 514

    No es lo mismo, en efecto, rechazar que una determinada concepción del bien (o las dimensiones sociales que de ella deriven) pueda -sin filtros procedimentales- proyectarse abrupta y globalmente sobre lo público, que afirmar que sea posible regular lo público sin que unos u otros elementos de dichas concepciones acaben estando inevitablemente presentes.

    Para Rawls, en efecto, «la primacía de lo justo no significa que haya que evitar las ideas del bien; eso es imposible. Lo que significa es que las ideas...

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