Meditaciones sobre la causa

AutorManuel de la Cámara Alvarez
CargoDoctor en Derecho.Notario de Madrid
Páginas637-694

A propósito del libro de Tomás Zumalacárregui

Causa y abstracción causal en el Derecho civil español *
I El tema

La causa es uno de los grandes temas (un «clásico») del Derecho Civil. Junto con la voluntad y la forma, preside la doctrina del negocio jurídico, casi toda ella transida de causalismo (o de anticausalismo). Ante todo, la existencia y licitud de la causa se postulan como requisitos para la validez del negocio y más concretamente del contrato. Lo que, de inmediato, determina una cuestión previa: ¿Cabe la posibilidad de que el Ordenamiento jurídico reconozca eficacia, al menos «prima facie», al negocio dirigido a operar un desplazamiento patrimonial prescindiendo de su causa? ¿Es admisible, que, junto a los negocios «causales», se admitan los llamados, con mejor o peor fortuna, negocios «abstractos»?

Al margen de este problema, la exigencia de que el negocio responda a una causa verdadera se utiliza para justificar la nulidad del negocio si-Page 638mulado (con simulación absoluta), o para descubrir la realidad negocial que se esconde bajo una causa falsa (simulación relativa). La causa se invoca también como explicación de que un negocio válidamente celebrado deje de surtir efectos; porque no se alcanza el resultado previsto (así, en la resolución de los contratos bilaterales por el incumplimiento de las obligaciones de uno de los contratantes), o porque aquel resultado no es equitativo, o persigue un designio fraudulento (lesión, rescisión de los contratos celebrados en fraude de acreedores).

La tipificación y clasificación de los contratos se hace depender de su causa e, igualmente, la protección que el Derecho objetivo dispensa a la voluntad negocial, influyendo, de esta suerte, en la posibilidad de que los particulares puedan dar vida a relaciones contractuales que no encajen dentro de los esquemas legalmente previstos, a no ser que se trate de combinar varias formas típicas. El ámbito de la causa no sólo desborda el campo del contrato, en donde encuentra su origen, para proyectarse sobre el negocio jurídico en general, sino que en un intento todavía más ambicioso, aunque hasta el momento no haya tenido demasiado éxito, se pretende construir un concepto de causa, válido para todos los actos jurídicos, sean lícitos o ilícitos, civiles, penales, procesales o administrativos 1.

Aun prescindiendo de esta última extrapolación del instituto y remitiéndolo a su sede tradicional, la que podría llamarse, sin exageración, «omnipresencia de la causa», suscita la duda de hasta qué punto no se está operando con una noción en alguna medida hipertrofiada, lo que conduce a preguntarse si la monumental polémica montada sobre su naturaleza tiene importancia práctica o se resuelve en su debate de alcance meramente teórico. Por ejemplo, si tanto los causalistas como los anticausalistas coinciden en que una donación disimulada bajo el ropaje de una compraventa debe ser tratada conforme a su verdadera naturaleza, y también están de acuerdo en considerar nulo un convenio por el cual una persona se obliga a realizar un acto ilícito a cambio de un precio que se compromete a pagar otra, cabe poner en tela de juicio la utilidad de justificar la aplicación de la normativa atinente a las liberalidades, o la nulidad del pacto, en la falsedad o ilicitud de la causa.

Sin embargo, que esta visión pragmática no carezca del todo de fundamento no autoriza a instalarse en una cómoda y desdeñosa postura escéptica. Ciertamente, la misión del jurista, tanto a la hora de contribuir a la formación de nuevas leyes como al tiempo de interpretarlas, debe ser, principalmente, la búsqueda de soluciones justas, pero en tanto el Derecho es también una ciencia no puede renunciar a explicarlas conceptualmente. El conceptualismo no debe presidir el proceso de creación e interpre-Page 639tación del Derecho, pero de ahí no se sigue que se pueda prescindir de los conceptos, que constituyen, en definitiva, un instrumento insustituible para captar y conocer la realidad. Por lo demás, y al margen de que sea constatable una cierta hipertrofia en las funciones que a veces se asignan a la causa, una concepción causalista del negocio jurídico puede ser, y de hecho ha sido, rica en consecuencias prácticas. Aparte de que ha servido para resolver problemas no contemplados expresamente por las leyes, que el Derecho positivo eleve la causa a requisito esencial de los contratos significa, cuando menos, que no se reconoce, sin más, a la voluntad, si no existe una razón que lo justifique, el poder de establecer obligaciones o de transmitir, constituir o modificar derechos de contenido patrimonial. Con lo que, de cara a la viabilidad de los negocios abstractos, no es admisible mantener una actitud negativa o agnóstica ante la virtualidad de un concepto, que se sitúa así más allá de la simple especulación doctrinal.

En fin, si acierta nuestro refranero cuando asegura que «algo tendrá el agua cuando la bendicen», habrá que convenir en que algo tendrá la causa cuando su estudio ha hecho correr verdaderos ríos de tinta. Tan caudalosos han sido estos ríos que, de cuando en cuando, parece que se ha perdido el interés o el estímulo por tratar de nuevo el tema causal, al menos a nivel monográfico. Se tiene la impresión, después de todo cuanto se ha dicho sobre la causa, de que no es posible ya añadir nada más. Se trata, sin embargo, de una apreciación inexacta. La causa, como el Guadiana, no desaparece definitivamente, se oculta tan sólo, y de pronto vuelve a la superficie y hace de nuevo acto de presencia en la bibliografía jurídica. Esta vez gracias a la pluma, ágil y brillante, de un joven e inquieto Registrador de la Propiedad, Tomás de Zumalacárregui Martín Córdova, que ha consagrado a la causa su tesis doctoral, ahora publicada bajo los auspicios del Centro de Estudios Hipotecarios.

II El libro de zumalacárregui

Es difícil, al menos para mí, calificar un libro jurídico. Ha de atenderse no sólo a su fondo o contenido, sino también a su forma. No basta tener cosas que decir si no saben expresarse correcta y pulcramente. Un libro, cualquiera que sea el tema sobre el que verse, es siempre lenguaje escrito, circunstancia ésta que nunca debe olvidar quien escribe, aunque no lo haga con fines literarios. No cabe reprochar ese olvido a Zumalacárregui. En su libro hace gala de un estilo fluido y fácil, pletórico de imágenes ingeniosas, que si bien en algún caso pudieran parecer atrevidas Page 640 -dada la sobriedad que se supone ha de tener toda obra científica- contribuyen, sin embargo, a hacer más grata la lectura. González Palomino dijo en cierta ocasión- y lo demostró siempre cumplidamente-que se puede escribir sobre Derecho (escribir bien, se entiende) sin que sea menester ponerse innecesariamente serio.

¿Y el fondo? Para mí un libro jurídico sólo se justifica plenamente en función de su utilidad. Un libro es útil si nos enseña algo que no sabíamos, si nos aclara ideas o conceptos que antes de leerlo teníamos confusos, o simplemente si nos obliga a pensar. Claro está que la utilidad de un libro, juzgado bajo esta triple perspectiva, depende mucho de quien sea el lector. Cierto que este criterio puede en cierta medida objetivizarse; en tanto se trate de una monografía, es lícito presumir que, quienes se interesen por su lectura, poseen sobre la materia unos conocimientos previos y mínimos.

En el orden informativo o didáctico, la obra de Zumalacárregui es, en términos generales, completa. Aparecen recogidas, y bien expuestas, las principales corrientes del pensamiento jurídico en torno a la causa y a la abstracción causal. No hay, empero, una superabundancia de citas, lo que, a mi juicio, es encomiable. Detesto esos libros farragosos en los que parece que el autor se ha propuesto, como objetivo principal, hacer gala de su erudición. En cambio, Zumalacárregui se preocupa, cuidadosamente, de «ambientar» su obra. La historia que se nos cuenta no es sólo jurídica. El antecedente histórico aparece siempre referido al contexto social, económico y filosófico de cada época, abocetado con trazos firmes y seguros. Incluso a veces, al citar a un gran maestro del pasado (más o menos próximo) se nos brinda un breve apunte biográfico, como para recordarnos que detrás del nombre con el que nos familiarizamos desde nuestros primeros escarceos como civilistas en ciernes existió un ser humano. Zumalacárregui avidencia así que su inquietud cultural no se limita al Derecho, lo que, en último término, equivale a potenciar sus posibilidades como jurista, pues el Derecho es siempre fruto de la realidad social.

Sin embargo, mi comentario, desde este primer punto de vista, sería insincero si no hiciese constar que, a mi modo de ver, la exposición de las distintas doctrinas en torno a la causa registra una omisión que no encuentro suficientemente justificada. El poco aprecio que para Zumalacárregui merece la concepción subjetiva de la causa quizá le hace olvidar que dicha concepción, aunque tenga sus orígenes inmediatos en las aportaciones de Domat y Pothier, no se agota con ellas. Su más ilustre defensor, en la doctrina moderna, es seguramente el profesor Henri Capitant, cuya monografía, De la causa de las obligaciones, a pesar de haber sido escrita en 1923 (fecha de la primera edición) y prescindiendo de que se compartan o no los puntos de vista de su autor, conserva aún su lozanía Page 641 y es, por supuesto, aprovechable. No me atrevería a asegurarlo, pero me parece que, ni siquiera de pasada, Zumalacárregui, cita el libro de Capitant. (No aparece, desde luego, mencionado en la «bibliografía consultada».)

¿Qué decir de la obra de Zumalacárregui en cuanto a su virtualidad esclarecedora y sugeridora? Los planteamientos del autor, al enfrentarse con los temas centrales que aborda en su trabajo, son simples y claros y tienen, por consiguiente, el atractivo cautivador de la sencillez...

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