La maternidad masculina

AutorJuan Carlos Suárez Villegas
Páginas13-34

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1. La vida humana desde los valores de las mujeres

Lo femenino es positivo. Y cuando hablamos de feminidad hemos de entender un conjunto de valores y relaciones humanas asociadas habitualmente al imaginario de las mujeres del que hemos estado excluidos los hombres. Quizás ha llegado el momento de realizar una reivindicación a la inversa. Los hombres hemos de aspirar a la igualdad con las mujeres, es decir, a recuperar una parte de nuestra condición humana ocultada por convenciones sociales que nos ha privado de disfrutar de una parte de nuestra identidad. La desigualdad constituye siempre un perjuicio identitario para ambas partes, aunque en la proyección de los acontecimientos una de ellas parezca más perjudicada que la otra. Pero no es ninguna ventaja dejar para otro lo que le pertenece a uno. Sólo una errónea concepción de las relaciones y del poder permite que sea celebrada la desigualdad, como una forma de afirmación frente al otro.

Lo femenino es positivo justamente porque reivindica la prioridad de la vida en su sentido más igualitario, el de las relaciones de mutua interdependencia en las que las acciones hacia el otro no se realizan con el afán de afirmar una posición de superioridad, sino en su sentido más auténtico del «poder», como capacidad de administrar al otro un bien del que partici-

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pan ambos. Por eso, quien tiene «poder» desarrolla una capacidad de escuchar a los otros vitalmente. Decimos vitalmente para diferenciarlo de la estética del «oído», entendida como el gesto formal de un diálogo de sordos que se utiliza para confirmar lo que se haya previamente decidido. El poder en femenino es una democracia de la vida, una educación para hacer al otro la vida más fácil, más libre, más responsable. Sabiendo que sus decisiones tienen un precio y que ese precio no es el de los números, sino el del propio sentido vital.

Los éxitos externos, aquellos que permiten obtener la felicitación de todos, pero en los que el sujeto se advierte a sí mismo esclavo de objetivos que fueron desplazando hasta el infinito sus propios deseos, constituyen esas formas de antipoder, del poder deshumanizado que obliga a los individuos a prescindir de su ámbito vital para llegar a ser lo que otros esperan de él.

Hay que reivindicar que lo femenino es positivo netamente. Son ventajas vitales, sobre las cuales cabe construir otro concepto de poder, otras voces distintas sobre el desarrollo humano. Lo femenino ha desarrollado una mayor empatía por la vida. Quizás porque poseen el gesto más generoso de la condición humana, ser portadora de la vida y darla. Desde luego no es ese el fin de las mujeres, craso error convertir tan extraordinaria virtud en un límite de la libertad personal. Todo lo contrario, la maternidad precisamente es un signo de la creatividad femenina, de su capacidad para construir relaciones humanas, las cuales constituyen también una garantía para la interpretación del mundo en otros ámbitos de la actividad humana.

Lo femenino es positivo y los hombres no debemos privarnos de esa parte de nuestra naturaleza. Lo hemos aprendido de nuestras madres, lo hemos comprobado en nuestras compañeras: se trata de profundizar en la densidad de las relaciones humanas, de un acercamiento a los otros en su situación vital, sin prisa, sin objetivos, sin reglas ni normas que nos impidan entender realidades desnudas, que se construyen a la par que se explican.

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Este diseño de las relaciones de los primeros peldaños de la vida será sobre el que se sustente la construcción bipolar de nuestra cultura sobre lo masculino y lo femenino. Esta dicotomía debe ser desenmascarada. No existe un espacio de lo femenino y otro de lo masculino como virtudes asociadas a los sexos. Se trata de una convención cultural que convierte la sexualidad en categorías estancas dando lugar a dos géneros que dividen lo humano por la mitad. De este error somos víctimas todos, unos porque representando posiciones híbridas entre ambos extremos serán vistos como representaciones distorsionadas con respecto a la convención, otros, porque absurdamente asumiendo dichas categorías tendrán un concepto de nosotros mismos que pueden llegar a experimentar como si fuera impuesto. Queda así delimitado un sentido de la identidad que tendrá un carácter normativo sobre nuestras elecciones. La moralidad se disfraza así de «sexualidad» y en función de ella se les exige a las personas distintos deberes y se les marca distintas expectativas.

Esa es la igualdad discriminatoria, la que ha propiciado que muchas mujeres crean que la única manera de tomarse en serio sus aspiraciones profesionales sea asumiendo los valores y roles de los hombres: la competitividad, la disponibilidad absoluta al trabajo y la renuncia a cualquier otra responsabilidad que esté por encima de este. El resultado ha sido el trágico vaciamiento de la vida privada, de ese espacio de valores humanos vinculados a los afectos y a la comunicación con los otros.

La primera referencia para medir la igualdad entre hombres y mujeres consiste en romper las estructuras de valores sociales asociados al género. Se conseguiría así también romper una jerarquía axiológica sobre las funciones correspondientes a unos y a otros y facilitaría un intercambio dentro de un proyecto común. La igualdad se respeta cuando hemos sido educados en igualdad, pues en quien sigue creyendo que su identidad constituye ya una diferencia «moral» con respecto a los demás, existe una discriminación latente que se manifestará no sólo en lo que hace sino también en lo que no hace. Las creencias y actitudes constituyen el clima que propician los posteriores comportamientos hacia los demás.

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Este diseño de poder está tan instalado en nuestro modo de ver la vida, que prácticamente consideramos que las actividades que no reportan algún tipo de beneficio económico son actividades «privadas». Existen servicios públicos básicos que prestamos como personas y que se consideran privados. Así, por ejemplo, si uno coge un taxi se estima un servicio público porque media una relación dineraria, si lo hace un padre o una madre es una relación privada. La atención que se presta a un paciente en un hospital es un servicio público, la que prestan los familiares en casa es una relación privada. Lo público y lo privado se marca por relaciones de «poder» basado en el coste de la actividad. Lo voluntario es gratis, luego no tiene valor. Por este motivo, todo lo que se hace en el ámbito privado se estima un acto de servicio, una especie de deber de quien lo asume con respecto a su familia. Su actividad por intensa que sea no adquiere el estatus de profesional. Son «sus labores» o, en términos más cínicos, directamente se le convierte en «ama de casa». Ya por lo menos, manda en algo, aunque sea en eso privado de valor. La dinámica de las relaciones de dominación se expresa en el ejercicio de nominar y entender el significado de cada situación desde la mirada de quien ostenta el poder.

2. La maternidad masculina

El ser humano es constitutivamente masculino y femenino, como dos conjuntos de valores disponibles para su realización vital. De manera cultural y de acuerdo con los estadios socioevolutivos ha existido una cierta asignación de roles entre lo masculino y lo femenino, como si estuvieran ligados a los cuerpos. Sin embargo, aunque biológicamente existen diferencias obvias entre hombres y mujeres, siendo la posibilidad de la maternidad una experiencia exclusivamente de las mujeres, no hemos de considerar que la maternidad como experiencia humana corresponde exclusivamente a ella. La maternidad consiste en un conjunto de valores que se realizan a través de las vivencias con los seres que forman parte de un proyecto fami-

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liar. En este sentido, hay que reivindicar una maternidad masculina o, mejor dicho, la maternidad se complementa en el ejercicio de esta por parte del padre y no exclusivamente de la madre. Esta distinción entre la maternidad biológica y la mater-nidad vital se aprecia, por ejemplo, en el hecho de que pueden existir madres biológicas que tras haber pasado por la experiencia no quieren ejercer de madre en su vida. La prueba de este tipo de falta de maternidad se expresa en el «des-cuidado» de quienes forman parte de la experiencia. Pero esta dejación de la maternidad también puede encontrarse en la figura del padre, quien limita su función a su aportación biológica y se mantiene como un huésped de la existencia de sus propios hijos. Ambos casos son expresiones de una falta de maternidad vital.

Desde el punto de vista biológico la maternidad consiste en alojar la formación de una nueva criatura en el propio cuerpo y convertirlo en su morada existencial hasta su nacimiento. Se produce así un alumbramiento de una persona que ha formado parte de la propia vida de la madre de un modo íntimo. Dicha experiencia también puede ser atribuida al padre, aunque su grado de participación es necesariamente menor, pues la experiencia del cuerpo es insustituible y será la mujer quien sienta a su hijo y con su hijo.

Una vez producido el nacimiento del hijo comienza la maternidad vital, la cual requiere la participación de ambos congéneres. La mujer atraviesa en el período inicial un proceso quizás más intenso de empatía con un hijo que ha sido formado en su cuerpo. Esta raíz biológica tendrá siempre una fuerza simbólica especial que evocará tanto en la madre como en la criatura una unión misteriosa con el sentido de sus vidas. Sin embargo, el padre contempla la posibilidad de desarrollar una maternidad intensa con su hijo en un proceso que guarda similitud con aquel otro biológico. Desde el punto de vista vital, la criatura es alojada en un entorno afectivo, moral y social que requiere de la...

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