El Marco Jurídico en España y en la Unión Europea

AutorJaime Rodríguez-Arana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña
Páginas27-63

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El Marco Español

El artículo 9.2 de la Constitución española de 1978 es uno de los preceptos más relevantes del texto constitucional en orden a determinar el sentido y funcionalidad de la Administración Pública en el Estado social y democrático de Derecho. Es más, en este precepto se diseña la función promocional de los poderes públicos, que es la actividad dirigida a facilitar la libertad solidaria y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran. De esta manera, además de imponer a dichos poderes públicos la obligación de remover los obstáculos que impidan la efectividad de estos objetivos constitucionales, se reconoce la función esencial de los poderes públicos como tarea comprometida con la libertad y la igualdad, lo que implica que todo el quehacer administrativo debe estar animado por esta relevante función.

Además, el artículo 10.1 de la Constitución de 1978 dispone, como ya sabemos, que «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social». Aquí se encuentra, en mi opinión, la determinación constitucional del alcance del interés general

en el Estado social y democrático de Derecho. Como ha señalado GARCÍA DE ENT ERRÍA en un trabajo de 1981 titulado «La significación

de las libertades públicas», al que nos hemos referido anteriormente, hoy el interés público reside en una labor de promoción de derechos de los ciudadanos superando una versión cerrada y casi patrimonial del interés público. Es más, si estamos de acuerdo en que la finalidad del Estado hoy es la garantía de los derechos de los ciudadanos desde la orientación que he denominado de la libertad solidaria, entonces podremos llamar la atención sobre la función que en esta materia corresponde a la Administración Pública en general y a sus agentes en particular. Que esto puede ser así se deduce sin dificultad de la cantidad y calidad de pronunciamientos de nuestro Tribunal Constitucional en los que, en sede de derechos fundamentales, queda bien claro que estos constituyen uno de los objetivos del Estado social y democrático de Derecho y que, por tanto, la Administración cumple su dinamismo constitucional en la medida en que su actuación sigue estos postulados.

Por lo que se refiere al artículo 103.1 de la Constitución, debemos señalar que en este precepto se encuentra a mi juicio el ethos constitucional que la Norma Suprema atribuye a la Administración y a los poderes públicos en general. No es casual que el constituyente hubiera querido seleccionar, de entre las diferentes opciones posibles, el término servicio para caracterizar la esencia de su función. En efecto, según dispone el artículo 103.1 la Administración sirve con objetividad el interés general. Es decir, la Administración Pública está al servicio de los intereses generales que desde esta perspectiva se nos presentan como un concepto jurídico indeterminado que, como señalé anteriormente, en un Estado social y democrático de Derecho aparecen vinculados a la realización efectiva de la libertad solidaria. Si la Administración Pública sirve los intereses generales como persona jurídica, los agentes o empleados singularmente considerados deben distinguirse también por el servicio en su trabajo profesional ordinario de gestión pública, cualquiera que sea su posición en la maquinaria administrativa. Lógicamente, es diferente, en este sentido, la posición que pueda tener quien opera potestades públicas discrecionales que quien realiza tareas administrativas materiales más o menos mecánicas. Aquí se encuentra, pues, una fuerte componente ética de la caracterización constitucional de la Administración Pública que va a permitir a los ciudadanos juzgar acerca de la temperatura ética del aparato administrativo en general y en particular.

El servicio al interés general, ya lo hemos indicado, ha de ser objetivo, pues tras la victoria del principio de legalidad sobre las tinieblas del Antiguo Régimen, en cuya virtud el capricho y el puro deseo de dominación eran la fuente del Derecho, hoy emerge, consecuencia de la dimensión ética de la función pública, una nueva forma de concebir el ejercicio del poder público que requiere de temple, moderación, equilibrio y sensibilidad social. Si, por el contrario, se nos presenta en clave de fuerza racionalizada, dejará de ser ese tan importante que necesita la sociedad para promover la justicia y el interés general.

El acuerdo del Consejo de Ministros de 18 de enero de 2005 es el primer instrumento normativo en el que se recoge entre nosotros el concepto de buen gobierno aplicado al ámbito público. El tratamiento que se dispensa al buen gobierno se circunscribe a su dimensión ética en su proyección sobre los miembros del gobierno y sobre los altos cargos de la Administración del Estado. El buen gobierno, como estamos analizando, es algo más, pero no es menos cierto que ciertamente la vertiente ética es quizás el aspecto más destacado y más sobresaliente del buen gobierno de instituciones públicas en el tiempo presente.

Tras recordar las normas que vertebran el régimen de la función pública en relación con la transparencia, la dedicación plena, la imparcialidad, la eficacia, el propio preámbulo del acuerdo señala que «se hace necesario que los poderes públicos ofrezcan a los ciudadanos el compromiso de que todos los altos cargos en el ejercicio de sus funciones han de cumplir no solo las obligaciones previstas en las leyes, sino que, además, su actuación ha de inspirarse y guiarse por principios éticos y de conducta que hasta ahora no han sido plasmados expresamente en las normas», aunque sí se inducían de ellas y que conforman un código de buen gobierno». Por tanto, el acuerdo del Consejo de Ministros reduce el buen gobierno a un catálogo de deberes y obligaciones exigibles a los miembros del gobierno y a los altos cargos de la Administración del Estado y que se derivan del servicio al interés general.

Ciertamente, también es posible deducir desde la perspectiva de los deberes de los políticos y altos funcionarios las características propias del buen gobierno y de la buena administración. Tarea que es la que vamos a abordar en este epígrafe de la mano de este relevante acuerdo del Consejo de Ministros, que se inspira en las directrices de la OCDE y otras Organizaciones Internacionales y que trata de «definir y exponer los valores de referencia que han de regir la actuación de los miembros del gobierno y de sus altos cargos

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para responder a las demandas y exigencias de los ciudadanos en cuanto integrantes de la comunidad política en la que viven y ofrecer un compromiso sólido de respeto, protección y fomento de todas las aspiraciones de los individuos en un marco de solidaridad, libertad y justicia». La idea central del código descansa en la existencia de un compromiso de los gobernantes y altos administradores por tener presentes las demandas ciudadanas, lo que implica colocar al ciudadano en el lugar central del buen gobierno y reclamar que el aparato público bascule permanentemente hacia la ciudadanía y no hacia la propia organización.

El acuerdo dispone, además, que dichos deberes serán exigibles jurídicamente en los términos previstos en el Ordenamiento jurídico lo que, sin embargo, como sabemos, no implica que puedan sancionarse todos los incumplimientos de todos los deberes que se establecen.

El acuerdo, desde la perspectiva ética del servicio público, establece unos principios básicos, unos principios éticos y unos principios de conducta. Los principios básicos seleccionados son: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, credibilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez y promoción del entorno cultural y medioambiental y de la igualdad entre hombres y mujeres.

La selección de los criterios básicos, sobre los que se construirán los principios éticos y los principios de conducta, tienen el común denominador del sentido tradicional y moderno de la idea fuerza del servicio al interés general, o si se quiere, por seguir la terminología constitucional española, el servicio objetivo al interés general. Quizás en el preámbulo se podría haber expuesto con mayor claridad la centralidad del artículo 103.1 de la Constitución como criterio básico para la construcción de los diferentes principios que habrán de inspirar el buen gobierno entendido desde la perspectiva del servicio objetivo al interés general.

En cualquier caso, puede afirmarse que en el punto primero del anexo dedicado a los principios básicos se encuentran los principales principios que han distinguido, distinguen y seguirán distinguiendo al buen gobierno y a la buena administración de las instituciones públicas. Quizás, en este sentido, hubiera sido mejor comenzar el repertorio de los llamados principios básicos por el de servicio objetivo al interés general, o, en todo caso, haber hecho alguna apelación especial pues constituye la denominación constitucional de la función central de la Administración Pública.

Objetividad es el primer principio de la enumeración. Es un principio básico porque, en efecto, frente a la subjetividad propia del ejercicio del poder en el Antiguo Régimen, la democracia trae consigo el principio de legalidad, de forma y manera que las potestades públicas requieren de una previa habilitación legislativa, lo que permite un ejercicio del poder sometido a ciertos cánones que garanticen una razonable objetividad. Como principio que se proyecta sobre el gobernante o alto funcionario, la objetividad requiere motivar las decisiones, atender a los informes preceptivos, pensar en la realidad y tener bien presente el carácter central de la persona en el sistema político y administrativo.

La integridad presume la...

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