La ley canónica. Guía de uso

AutorJavier Otaduy
Cargo del AutorUniversidad de Navarra (Pamplona)
Páginas175-200

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Hay que reconocer que el que he elegido no es un título convencional. La ley canónica. Guía de uso. En realidad es un título que tiene una componente retórica, que está pensada para dos cosas. La primera es convocar el interés, si ello fuera posible. La segunda, que el título exprese algo lo suficientemente genérico como para que quepa en él lo que el ponente estime necesario.

Ahora bien, no todo es retórica. La ley canónica, o sea el fenómeno jurídico «ley» en el derecho canónico, merece una guía de uso. ¿Por qué? Porque me parece que no siempre se entiende bien, hay muchas debilidades de comprensión. Y porque no siempre se elabora todo lo bien que se debería, hay algunas debilidades de producción.

Más aún, si quieren que les sea sincero, esta ponencia, antes de llamarse La ley canónica. Guía de uso, quiso llamarse La ley canónica. Manual de producción. Es decir, el problema más relevante me parecía el proceso de elaboración, intitulación, autentificación y promulgación de las leyes. La producción legislativa. Pero siempre hay un pronto interior de sensatez que te dice: ¿quién eres tú para imponer manuales a los legisladores? De modo que pasó a llamarse La ley canónica. Guía de uso. Hay que reconocer que el título es más discreto.

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Parece que el único responsable del buen uso de la ley es el destinatario. Pero en realidad la responsabilidad está repartida.

1. Cuestiones de denominación

El primer problema que encierra la ley canónica es el de su nombre. Siempre ha habido problemas en este punto. Es bien conocido que el término ley no es propio del derecho canónico clásico. Las disposiciones que emanaban de la potestad eclesiástica nunca se llamaban leyes. Las leyes eran las disposiciones generales del emperador. Los legistas eran los juristas civiles, interpelados primariamente por las leges. Las normas canónicas se llamaban precisamente cánones, y los que se ocupaban de las normas eclesiásticas se llamaban por tanto canonistas1.

A esta cuestión de origen hay que añadir otra circunstancia histórica que no ayuda a clarificar los conceptos. Sobre todo a partir de finales del siglo XII aumenta la legislación papal y la curia pontificia se hace más sofisticada. La promulgación de las normas pontificias queda sometida a las exigencias de la cancillería. Estas exigencias tenían la finalidad de certificar la autenticidad del documento y evitar las falsificaciones. Para ello el documento pontificio debía llevar el título, los sellos, las fórmulas y los signos de validación propios de la curia pontificia (o de la curia episcopal o abacial). Los diversísimos nombres asignados a los expedientes que contienen normas jurídicas (bula, breve, epístola, encíclica, motu proprio, constitución, estatuto, exhortación) no son prueba invariable del rango jurídico del acto sino más bien del procedimiento de confección del documento, del modo de intimarlo, o de otras variables. Responden más a la praxis y a la ciencia diplomática (de elaboración documental) que a la ciencia jurídica.

De modo que ya llevamos tres problemas históricos sucesivos. Primero, a las leyes no se les llama leyes; segundo, no se emplea tampoco un nombre homogéneo, sino que pueden llamarse de muchas maneras; tercero, esos apelativos tienen poco que ver con su categoría normativa según una moderna concepción de las fuentes.

En el derecho canónico se emplea, y mucho, el término ley (las leyes de la Iglesia, el título De legibus del Código, la fuerza de ley, las leyes pontificias, las leyes episcopales). Pero ningún documento normativo lleva sin embargo el título ley. Se usa el término ley para el género, raramente para la especie,

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y nunca para los individuos2. Es decir, se hablará de las leyes de la Iglesia o de las leyes pontificias como un género. Es raro que se emplee la palabra ley para distinguirla de otras normas que no son ley. Y nunca se dirá, por ejemplo, Ley pontificia de 11 de noviembre de 2012 sobre el servicio de la caridad. Se dirá más bien Litterae Apostolicae motu proprio datae “Intima Ecclesiae Naturae” de caritate ministranda.

2. Cuestiones de funcionalidad

El género ley en sentido tradicional tiene unas cuantas características que veremos. Su funcionalidad (para qué sirven las leyes, qué función tienen) es muy variable. Pero me gustaría señalar que en los últimos siglos la doctrina canónica ha resaltado mucho su carácter de imposición de conductas. La ley obliga, impone, urge a obrar en una dirección. Por fuerza de ley se entiende ordinariamente en el derecho canónico de los últimos siglos la obligatoriedad.

Ya nos damos cuenta sin embargo que reducir la funcionalidad de las leyes (más en general, de las normas jurídicas) a la imposición de conductas no es correcto. Toda ley lleva consigo imperatividad de un modo u otro (lex a ligando dicitur, por emplear la fórmula de Tomás de Aquino). Pero eso no constituye más que una condición básica, un presupuesto, que queda más tarde muy modalizado por otros efectos mucho más típicos. La mayor parte de las leyes no imponen conductas sino que valoran y atribuyen efectos a determinados comportamientos. Frecuentemente, además, esos efectos son ventajosos. Son leyes que conceden o reconocen situaciones jurídicas beneficiosas a los sujetos, o bien organizan el orden social y jurídico. Son imperativas, pero sus efectos inmediatos no son impositivos. Dicho de otra manera, los fieles no son sólo súbditos de las leyes, sino beneficiarios de sus concesiones, o bien destinatarios indirectos de las estructuras a las que las leyes dan vida o inspiran, o simplemente sujetos ocasionalmente afectados por la valoración que la ley atribuye a una conducta.

En el Decreto de la Conferencia Episcopal Española que aplicaba el CIC se concedía a los obispos, en su art. 4, la posibilidad de nombrar párrocos por tiempo determinado3. A pie de página se afirmaba: «se trata de la facultad

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que la Conferencia concede a los Obispos para nombrar párrocos ad tempus. De tal facultad puede usar el Obispo cuando así lo considere oportuno; pero no es para él una ley». En realidad, claro que es para él una ley. Una ley que concede una facultad. Ser destinatario de una ley no es solo ser súbdito de sus mandatos sino beneficiario de sus concesiones.

3. Cuestiones de categorización

A estos problemas de denominación se juntan otros problemas de lo que podríamos llamar de categorización normativa. La doctrina canónica ha hablado mucho del género ley. ¿Qué quería decir con ello? Lo que había dicho Tomás de Aquino en la Summa o Francisco Suárez en el Tractatus de legibus. Un precepto común, justo y estable, promulgado por la autoridad pública. Cualquiera de los canonistas clásicos estaría de acuerdo con estas condiciones, aunque tal vez añadiera otras.

Ahora bien, hay que reconocer que el derecho canónico actual ha hecho un esfuerzo por formular una categoría de ley mucho más estricta. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que existe una voluntad expresa del legislador por llamar ley a una especie de norma. Por lo tanto no a cualquier precepto común, justo y estable, promulgado por la autoridad pública, sino solo a aquellos que están promulgados por el legislador.

Hay muchas indicaciones del derecho positivo que se inscriben en esta dirección, pero ninguna tan definitiva como la del c. 29. Recordemos que el c. 29 es el primer canon de un Título sobre los decretos generales y las instrucciones, es decir, un Título sobre las distintas categorías normativas canónicas. Es un Título codicial que permite establecer las bases de una jerarquía normativa in iure canonico. El c. 29 dice que «Los decretos generales, mediante los cuales el legislador competente establece prescripciones comunes para una comunidad capaz al menos de ser sujeto pasivo de una ley, son propiamente leyes».

Es decir, con independencia del nombre que se emplee para designarlo (decreto, por ejemplo), aquel documento normativo que procede de quien tiene potestad legislativa es una ley. Esto supone, por lo tanto, aceptar que existe en el ordenamiento canónico una noción de ley propia o “formal” como a veces se dice. Es ley aquella norma que procede del legislador, llámese como se llame. Se explica así que, en diversos lugares codiciales y en otras leyes, se hayan dado normas explícitas para declarar quiénes son legisladores (cc. 333; 336; 391 §

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2; 445, por ejemplo); quiénes no lo son (cc. 30-31; 455 § 4; 466; PB 18 § 2, por ejemplo); y cuándo lo son, en el caso de que lo sean tan solo ocasionalmente
(c. 30; c. 455; m.p. Apostolos suos, 21.V.1998, art. 1).

Pero el uso del término ley sigue teniendo su dificultad en derecho canónico. No siempre, ni mucho menos, se emplea en el sentido formal o propio. Es normal usar el sentido tradicional de ley como norma jurídica, es decir, como un precepto estable dirigido a una comunidad, provenga del legislador o provenga, en general, del superior. De hecho el Título De legibus (cc. 7-22) se está refiriendo a las normas jurídicas. Todo lo que se dice allí acerca del destinatario de las leyes, de su irretroactividad, de su condición particular o universal, de su interpretación, de su cesación, incluso en buena medida de su promulgación, es aplicable a toda norma jurídica.

4. Cuestiones de jerarquía

La ley es la norma primaria del ordenamiento, lo cual significa que es «una norma irresistible para todas las demás fuentes del derecho (fuerza activa) y resistente a todas ellas (fuerza pasiva)»4. A esto se llama precisamente fuerza de ley.

Todo el esfuerzo por diseñar con garantías una noción de ley formal o propia se lleva a cabo para saber precisamente qué normas prevalecen; cuáles preponderan sobre cuáles otras, qué...

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