Legitimidad del Derecho, Democracia y valores sustantivos

AutorWojciech Sadurski
Cargo del AutorEuropean University Institute de Florencia, Departamento de Derecho
Páginas19-50

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LEGITIMIDAD DEL DERECHO, DEMOCRACIA Y VALORES SUSTANTIVOS

WOJCIECH SADURSKI**

Se dice a menudo que, para ser enteramente legítimo, un Estado democrático debe, no sólo producir sus leyes de un modo procedimentalmente correcto, sino también asegurarse de que aquéllas se adecuan a ciertos valores sustantivos. La democracia, se dice, no sólo debe diseñar y seguir los procedimientos correctos, sino también respetar en sus leyes ciertos valores, tales como la dignidad humana, la libertad, el igual respeto por todos, etc., para resultar enteramente legítima. En este artículo someteré a escrutinio crítico este punto de vista –al cual, en aras de la brevedad, llamaré “democracia plus”–, si bien mi propósito principal no será tanto refutarlo como reflexionar sobre lo que realmente significa ese llamado a la alineación de la democracia con los valores, sobre qué interpetación plausible cabe dar a esta demanda. Tal será la tarea principal de la segunda parte de este trabajo. En la primera parte, prepararé el terreno reflexionando sobre la noción de “legitimidad del Derecho” y su relación con conceptos contiguos como “justificación del Derecho” y “deber de los ciudadanos de cumplir el Derecho”. Las conclusiones harán converger a estas dos líneas de mi trabajo.

1. Justificación, legitimidad y la obligación de obedecer
1.1. Autoridad legítima y “concepción de la autoridad como servicio”

¿Cuándo tiene un Estado derecho a emitir directrices autoritativas para sus súbditos? Y, si tiene derecho a hacerlo, ¿significa ello eo ipso que sus

* Traducción: Francisco J. Contreras Peláez.

** European University Institute de Florencia, Departamento de Derecho (wojciech.sadurski@iue.it).

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directrices –sus leyes– son legítimas, y por tanto nos imponen un deber de obediencia? Estas tres ideas –justificación del Derecho, legitimidad del mismo y deber de los ciudadanos de obedecerlo– a menudo son confundidas entre sí de forma desafortunada. En esta primera parte del artículo intentaré desembrollar esos tres conceptos, desbrozando así el terreno conceptual para la ulterior discusión de la legitimidad de las autoridades democráticas.

Un buen punto de partida es la que Joseph Raz llamara “concepción de la autoridad como servicio”, aunque sólo sea porque se trata de una concepción muy influyente, tanto entre sus seguidores como entre sus detractores. La “concepción de la autoridad como servicio” consta de estas tres tesis: la tesis de la dependencia, la tesis de la justificación normal y la tesis de la prioridad, las cuales enunciaré en una forma simplificada. La primera declara que todas las directrices autoritativas deben basarse en razones prácticas que tienen que ver con los destinatarios de las mismas (más que, por ejemplo, en razones concernientes a las autoridades mismas); la segunda, que es más probable que los destinatarios de las directrices adecuen su conducta a lo exigido por esas razones si siguen las directrices que si siguen las razones mismas; la tercera, que las directrices autoritativas reemplazan a (en lugar de yuxtaponerse a) las razones previas que habían resultado relevantes para los destinatarios antes de que las autoridades entrasen en escena (razones a las que llamaré aquí “las razones originales”, contraponiéndolas a las directrices autoritativas que constituyen las nuevas razones para la acción de los destinatarios).

Esta concepción parece, a primera vista, vulnerable a la objeción de que no es compatible con una actitud crítica y reflexiva de los ciudadanos frente a las autoridades, una actituda crítica característica de una sociedad democrática; y esa objeción ha sido de hecho formulada, a pesar de que Raz se había anticipado a ella con antelación, aclarando que “no pretendemos defender aquí una obediencia ciega a la autoridad”1. Ronald Dworkin, por ejemplo, observó bastante cáusticamente que “esta teoría sobre la naturaleza y razón de ser de la autoridad postula cierta actitud hacia la autoridad”2, a saber, “un grado de deferencia hacia la autoridad jurídica que casi nadie muestra en las democracias modernas”3. Merece la pena examinar más de cerca el razonamiento de Dworkin:

“No tratamos ni siquiera a las leyes que consideramos válidas y legítimas como disposiciones que excluyan y sustituyan a las razones de fondo que los redactores de la ley ponderaron al adoptarla. Más bien, considera-

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mos que tales leyes crean derechos y deberes que en circunstancias normales prevalecen [trump] sobre esas otras razones. Las razones permanecen, y a veces necesitamos consultarlas para decidir si, en circunstancias específicas, son tan extraordinariamente poderosas o importantes como para impedir que el Derecho tenga prioridad sobre ellas”4.

Dworkin desarrolla este punto recurriendo al ejemplo del presidente Abraham Lincoln, quien, durante la Guerra Civil [norteamericana], suspendió el decreto de habeas corpus, a pesar de que la Constitución de los EE.UU. niega al presidente la competencia para ello, y se la atribuye al Congreso.

La crítica de Dworkin es desacertada, y su ejemplo de Lincoln de hecho parece confirmar, en lugar de desmentir, la concepción de Raz. Raz, en su “concepción de la autoridad como servicio”, no está afirmando que resulte aconsejable que los ciudadanos sigan las directrices de la autoridad, con preferencia a sus propias razones para la acción; más bien, está diciendo que, cuando así lo hacen, eso es lo que significa que la autoridad sea legítima para ellos. Se trata de un análisis conceptual de la noción de autoridad legítima, más que de una tesis normativa sobre la sujeción de los ciudadanos a las autoridades. El lenguaje que usa Dworkin para describir el estatus de las razones originales una vez que el Derecho ha entrado en escena de hecho confirma esto: los derechos y deberes creados por el Derecho “triunfan” [trump] sobre las razones originales –y eso es precisamente lo que describe Raz usando el lenguaje de la “prioridad” [preemption]. “Las razones permanecen ...”, observa Dworkin, pero esto no marca ninguna diferencia entre la tesis (raziana) de la prioridad y su propia teoría, pues las razones “permanecen” sólo en el sentido de que nos permiten saber si, dadas las circunstancias, deberíamos obedecer al Derecho o, más bien, dejarnos guiar por otras consideraciones extrajurídicas, o incluso antijurídicas. Esta función de las razones originales una vez que el Derecho ha entrado en escena es perfectamente compatible con –y, de hecho, refuerza a– la tesis raziana de la prioridad, porque los límites de la prioridad son al mismo tiempo los límites de la legitimidad del Derecho. Si los “sujetos jurídicos no guían su conducta por las instrucciones del Derecho, sino por las razones de las que éstas supuestamente dependen”5, entonces el Derecho ya no es una autoridad legítima para ellos, pues no cumple, en este caso, su función de mediador entre las personas y las razones prácticas relevantes para ellas (una “mediación” que es central y explícita en la argumentación de Raz)6.

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El ejemplo dworkiniano de Lincoln y el habeas corpus parece confirmar esto: “La mayor parte de nosotros consideramos a la Constitución como una norma legítima y autoritativa. A pesar de ello, pensamos que Abraham Lincoln actuó de forma moralmente correcta al suspender el habeas corpus durante la Guerra Civil, y también que actuó ilegalmente”7. Es decir: expresándolo en términos de Raz, lo que hizo Lincoln fue regresar a las razones originales para la acción, en lugar de actuar con arreglo a la autoridad constitucional: la emergencia de la situación, tal como él la percibía, le inclinó a una solución ilegal pero política y moralmente preferible. Lejos de poner en cuestión la tesis raziana de la prioridad, Dworkin en realidad está confirmando la teoría de Raz, si bien en su propia jerga: los derechos legales normalmente “triunfan” [trump] sobre nuestras variadas consideraciones extrajurídicas (por ejemplo, las de utilidad), pero las consideraciones extrajurídicas pueden “triunfar” sobre la autoridad del Derecho cuando la obediencia a las directrices jurídicas es moral o políticamente indefendible. Esto se hace aún más claro cuando Dworkin añade:

“Lincoln no negó la autoridad de la Constitución al tomar su decisión; simplemente ponderó el peso de esa autoridad en comparación con el de razones que apuntaban en la dirección contraria, razones del tipo de las que los constituyentes tomaron en consideración al redactarla, razones que conservaron su vigencia [tras la promulgación de la Constitución]. Lincoln entendió que esas razones eran, dadas las circunstancias, suficientemente fuertes para prevalecer sobre aquélla”8.

No se ve por qué Dworkin tendría que ver esta interpretación de la acción (inconstitucional pero moral y políticamente justificada) de Lincoln como contraria a la teoría de Raz sobre lo que constituye la autoridad legítima. El nervio de la tesis de Dworkin es: los redactores de la Constitución habían tenido en cuenta diversas razones que el Presidente y/o el Congreso podrían tener para suspender el decreto de habeas corpus, y finalmente habían decidido que las razones del Presidente para actuar por su cuenta no eran bastante poderosas para atribuirle esta competencia constitucional; pero aquellas razones (aunque finalmente descartadas por los constituyentes) “conservaron su vigencia” pese a todo (si bien en un plano extrajurídico, por así decir), y Lincoln actuó en función de ellas...

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