El latifundio. Propiedad y explotación, siglos XVIII-XX, de Miguel Artola Jaime Contreras y Antonio Miguel Bernal.

AutorFrancisco Corral Dueñas
Páginas219-224

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    ARTOLA, MIGUEL; CONTRERAS, JAIME, Y BERNAL, ANTONIO MIGUEL: El latifundio. Propiedad y explotación, siglos XVIII-XX. Serie Estudios. Secretaría General Técnica del Ministerio de Agricultura. Madrid, 1978. Un tomo de 197 págs.

Es corriente considerar por algunos al latifundo algo así como el «conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno», tal como definiera al mismísimo infierno el padre Ripalda, dejando en esto en mantillas el terrorífico relato de Dante Alighieri.

La serie de sapos, sabandijas y exageraciones que en algunos libros se han atribuido a la finca de gran extensión, por el solo hecho de serlo, es solamente equiparable a la misma retahila que se atribuye, por el contrario, a sus oponentes, el minifundio y la dispersión parcelaria. Una cosa sí es cierta, y es que mientras la parcela minúscula es casi siempre deficitaria y antisocial por definición, la gran finca puede no ser necesariamente perniciosa si está bien explotada, con criterios no sólo técnico-económicos apropiados, sino también y principalmente sociales. Es curioso constatar que a quien tiene una industria de cualquier tipo se le llama encomiásticamente «creador de puestos de trabajo», mientras que al que monta una explotación agrícola en la que se trabaje en condiciones dignas y adecuadas se le ha de tachar de oligarca y otras lindezas por el estilo, tan sólo porque su finca pase o no de un determinado tope de hectáreas. Por eso debe aclararse que el latifundio, en su sentido peyorativo, es un término que sólo debe aplicarse en justicia a la finca mal explotada y sólo a ella.

Por otro lado, hay que poner las cosas en su punto, relacionando la extensión de la tierra con su productividad. No es lo mismo el suelo marginal, sólo apto para monte y ganadería, en el que la parcelación es un mito irrealizable y antieconómico (y antisocial, pues sólo se repartiría pobreza), que la tierra regable de cultivo intensivo, donde la explotación indicada es la familiar. Lo que pasa en materias sociales es que suele ser inevitable el enfoque político y, lo que es peor, a veces demagógico, que tinta la materia de razonamientos supuestamente científicos, pero casi siempre tendentes a llevar el agua al propio molino del exponente de turno.

Sobre las características estructurales del suelo de nuestra Patria, tanto respecto a su propiedad como en cuanto a los sistemas de llevanza, se ha escrito tanto y tan alegremente a veces, que no es infrecuente encontrar, junto a meritorios estudios meditados, no pocos errores de bulto. Y es que «la ignorancia es atrevida», como decía con suficiencia un amigo nuestro.

Porque escribir del campo es algo a lo que se atreve todo el mundo, casi siempre desde un despacho ciudadano y sin conocer ni vivir en absoluto los auténticos problemas de los agricultores; pero, eso sí, soltando Page 520 recelas salvadoras a troche y moche. Así le va al pobre y vapuleado campesino español con tanto redentor gratuito como surge a la vuelta de cada esquina.

Ya he comentado en otra ocasión que en un curso de conferencias sobre el tema genérico de la propiedad y la distribución de la tierra en España, junto a una mayoría de exponentes preparados y estudiosos, no faltó alguno que lució su osadía lanzando un programa que él mismo hubo de calificar de «utópico», en acto de autodefensa refleja y pudorosa, ante la reacción de los asistentes, que le vapulearon desde todos los ángulos en el coloquio posterior. El asunto no es tan baladí como para permitirse ensayos y piruetas con el pan y el...

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