Laicidad y símbolos en pronunciamientos judiciales

AutorPaulino César Pardo Prieto
CargoProfesor Titular de Derecho Eclesiástico del Estado. Universidad de León
Páginas1-41

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1. Introducción Cuestiones terminológicas y precedentes normativos

El debate acerca de si es o no constitucionalmente legítimo que símbolos fideísticos presidan las aulas de centros educativos públicos ha tomado auge durante los últimos años en España. Es un debate en cierta medida importado de Italia, movido por la controversia en torno a las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Lautsi y otros contra Italia y, en parte también, auspiciado por las soluciones judiciales que han otorgado un relativo éxito a la reclamación de los padres del Colegio de Educación Infantil y Primaria «Macías Picavea» de Valladolid.

Un diagnóstico apropiado hace imprescindible comprender la peculiaridad de la realidad jurídica española, los motivos que han llevado a una presencia casi diríamos testimonial de los crucifijos en centros educativos públicos y las razones que asisten a padres, alumnos y profesores cuando reclaman que el símbolo de fe —el símbolo partidario, en suma— no ocupe un lugar preferente en el discurso escolar. Pero antes de abordar todo ello, convendrá enunciar cuál es el significado atribuido a los principales términos objeto de análisis.

De una parte, entendemos laicidad como la conjunción de democracia, igualdad y libertad. La etimología del adjetivo laico nos traslada a los sustantivos griegos laos y demos: «la laicidad, al contrario que el clericalismo, da sentido simultáneamente a la democracia y a la autonomía de pensamiento: soberanía popular y soberanía individual y, en correspondencia con ellas, [procura] que nada pueda interponerse entre la voluntad general y el ciudadano dueño de sus pensamientos». La igualdad que el principio de laicidad contiene no es la de la uniformidad sino la de los derechos ante la cosa pública: «Cualquier privilegio, cualquier ventaja selectiva, conduce a la discriminación y contradice el principio». El Estado laico es un Estado para la libertad, no sólo no limita o dificulta el desenvolvimiento de las cosmovisiones personales —siempre

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que estén dispuestas a aceptar un mínimo ámbito de consenso— sino que pone a los poderes públicos al servicio de su desarrollo2.

Laicidad es separación; estricta distinción de un ámbito relativamente pequeño privativo del Estado (de lo que es común a todos) y otro inconmensurable, público (en el que intervienen individuos y actores sociales). El Estado laico coopera con las confesiones para acomodar sus normas a las necesidades de la libertad de conciencia y ampliar el espacio disponible para su libre ejercicio3.

De otro lado, el significado etimológico de «símbolo» nos lleva a «signo» o «contraseña». En el mundo griego primitivo no era sino el objeto dividido en dos por quienes contraían entre sí un compromiso. Los portadores del compromiso reconocerían siempre a la otra parte exhibiendo ante ella su mitad.

Ese sentido continúa hoy muy presente en las acepciones que asume en nuestra lengua4, las cuales, no obstante, bien merecen ser completadas

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desde otros campos de la ciencia, como la filosofía: «La percepción, que siempre va más allá de lo dado y completa con la memoria lo que recibe… convierte la realidad en símbolo de otra realidad, lejana y fuerte (…). La inteligencia, al convertir la realidad en símbolo, afirma que lo que vemos es solo la mitad de lo que hay. Lo visible es la llave de lo invisible, que a su vez revelará el verdadero significado de las apariencias. (…) A la vivencia que une ambas mitades, que permite pasar de la seguridad de lo visible a la seguridad de lo invisible, se le llama fe. Convierte el sol en un rey, ve a las nereidas en el brotar mismo de los manantiales, narra la aparición de los mundos o las historias domésticas de los dioses o el enfrentamiento entre el principio del bien y el principio del mal». Tal es el alcance del símbolo que a través de éste y la significación que se le atribuye: «No solo las cosas, también los actos son más de lo que parecen, se inventa así una “poética de lo cotidiano”, que subraya religiosamente los acontecimientos diarios, como si hubiéramos realzado la prosa de la vida con un rotulador fosforescente»5.

Desde el Derecho, el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de aportar su valiosísimo punto de vista, tanto más valioso para nosotros que pretendemos un estudio jurídico: «no puede desconocerse que la materia sensible del símbolo... trasciende a sí misma para adquirir una relevante función significativa. Enriquecido con el transcurso del tiempo, el símbolo acumula toda la carga histórica de una comunidad, todo un conjunto de significaciones que ejercen una función integradora y promueven una respuesta socioemocional, contribuyendo a la formación y mantenimiento de la conciencia comunitaria, y, en cuanto expresión externa de la peculiaridad de esa Comunidad, adquiere

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una cierta autonomía respecto de las significaciones simbolizadas, con las que es identificada»6.

A nuestro modo de ver, pues: 1.º) la laicidad prohíbe la confusión de fines estatales y confesionales, así como cualquier ventaja particular si no es proporcionada al fin que se pretende conseguir y no viene amparada y justificada razonablemente por una norma jurídica; 2.º) en el significado del símbolo confluye el dato subjetivo brindado por percepción, memoria, inteligencia o fe y, por ende, la extensa variedad de sentidos de las expresiones simbólicas obliga a ponderar cada caso para decidir si están en juego tanto el principio de laicidad como el derecho fundamental de libertad de conciencia.

En el ordenamiento español, la opción constitucional por la igual libertad de todos los ciudadanos y por la neutralidad de los poderes públicos casi intuitivamente nos conduce a pensar que lo único coherente con ese marco sería la ausencia de todos los símbolos fideísticos. Desde luego, en cuanto se refiere al sector educativo estatal. La Constitución marca como objetivo esencial al sistema educativo «el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales». Y lo subraya la Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación7 cuando concreta entre sus fines el pleno desarrollo de la personalidad del alumno; la formación en el respeto de los derechos y libertades fundamentales, de la igualdad entre hombres y mujeres y en el ejercicio de la tolerancia y de la libertad dentro de los principios democráticos de convivencia; la formación en el respeto de la pluralidad cultural de España y para la paz, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos, la prevención de conflictos, la resolución pacífica de los mismos y la no violencia en todos los ámbitos de la vida personal, familiar y social8. No

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es este lugar apropiado para extenderse acerca de la trascendencia de esas disposiciones y sus ineludibles conexiones con otras9, pero sí para destacar a efectos de nuestra argumentación que, de un lado, la presencia de todas las creencias, como fácilmente se deduce, se hace posible —mejor diríamos imprescindible— a través de los contenidos educativos y la propia organización de la enseñanza10 y, de otro, que la ausencia de todos los símbolos fideísticos parece lo único razonable cuando lo que se plantea es la eventualidad de que presidan la actividad educativa en el aula11.

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La explicación a la presencia todavía hoy de crucifijos en contados centros de enseñanza públicos no se hallará en el ordenamiento jurídico configurado a partir de 1978 sino en los antecedentes próximos del vigente modelo constitucional.

Durante el primer tercio del siglo xx, hasta la II República, la constante es la presencia de crucifijos y otros símbolos religiosos en las escuelas. Permite comprender esa situación, por una parte, el hecho de que la inmensa mayoría de ellas estaban vinculadas a eclesiásticos católicos; de otra, que la escuela pública, donde existió, era «católica» porque así lo determinaba la Constitución de 30 de junio de187612 y el entonces vigente Concordato de 185113.

La República trunca este uniforme panorama y preconiza un modelo de escuela plural y pública, por tanto accesible a todos los ciudadanos, que aun no llegando a materializarse del modo previsto, informa desde la época del Gobierno Provisional el diseño educativo. En cuanto a los símbolos religiosos, ya en mayo de 1931 una circular de la Dirección General de Educación deter-mina para los centros de enseñanza dependientes del Estado:

«No hay inconveniente en que los símbolos de la Religión cristiana sigan presidiendo las tareas escolares en aquellos casos en que el Maestro y la totalidad de los padres se hallen conformes en que continúe dándose la enseñanza religiosa en la forma actual; pero, en caso contrario, aquellos símbolos podrán exhibirse en los locales de clase mas, por respeto a la misma libertad religiosa que el Gobierno ha declarado, dejarán de presidir la vida escolar. Desde luego, queda proscrita, por antihigiénica, antipedagógica e incluso antirreligiosa, la práctica de decorar las paredes de clase con doseles, cromos e imágenes que no sean reproducción estimada de preciosas obras de arte.

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Los señores Inspectores de Primera enseñanza cuidarán, con el mayor celo, de que estas normas lleguen a conocimiento del Magisterio; de que sean cumplimentadas en forma que no puedan herir el sentimiento religioso de nadie, y de que los maestros, llegado el caso, sean defendidos en esta manifestación de la libertad, tan esencial al patrimonio de la conciencia, resolviendo cuantas dudas y...

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