Introducción

AutorJacinto J. Marabel Matos
Páginas51-59

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El ámbito de la sanidad pública es proclive a la existencia de una gran variedad de situaciones en las que resulta aplicable la tutela del derecho de libertad religiosa. El confiicto surge cuando, en gran parte de ellas, este derecho fundamental debe conjugarse a través de otros principios reconocidos por la legislación ordinaria.

De este modo, habrá que tener en cuenta el derecho a la autonomía del paciente cuando nos refiramos al documento de consentimiento informado o al de voluntades anticipadas. Y, como quiera que en ellos se manifiesta una proclamación o exteriorización de las convicciones religiosas del paciente, ambos documentos tienen una trascendencia decisiva en aquellas situaciones en las que se platea la objeción de conciencia a las prácticas de interrupción voluntaria del embarazo o a distintas intervenciones médicas.

Por ello y a fin de encontrar soluciones relacionadas con este tipo de confiictos, el auxilio de la bioética, como disciplina en la que converge el derecho a la salud y el derecho de libertad religiosa, garantiza la seguridad jurídica necesaria en un ámbito, el de la ciencia médica, que por definición resulta mudable y extraño a los operadores del Derecho.

En todo caso, resulta fundamental partir de aquella normativa específica que se ocupa de cuestiones relacionadas con las convicciones personales de médicos, usuarios y pacientes de la sanidad pública. Y este acervo de normas debe conjugarse con los pronunciamientos de los tribunales que, por incidir en la misma materia, han pasado a constituir lo que genéricamente se denomina Biojurisprudencia. Ambos neologismos conforman, en cuanto asimilación práctica-jurídica de la Bioética en sentido amplio, el Bioderecho.

Antes de pasar al fondo de aquellas cuestiones que anudan esta disciplina con el ámbito de actuación del profesional de la medicina, resulta relevante recodar la preceptividad del juramento hipocrático para estos últimos. Efectivamente, como es conocido, aquellos que se inician en la ciencia médica deben exponer el secular voto que, prestado ante Apolo y poniendo como testigos, entre otros dioses, a Asclepio, Higia y Panacea, les vincula al cumplimiento de un régimen de actuación tendente al beneficio de sus pacientes y la consiguiente renuncia a todo aquello que conlleve perjuicio o afán de dañarles.

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Estos fundamentos clásicos inspiraron los respectivos códigos deontológicos que, con carácter universal, conforman en la actualidad el conjunto de principios y reglas éticas que presiden y guían la conducta del ejercicio de la medici-na1. Sin embargo, lejos del atemporal poso hipocrático, el facultativo de hoy deberá confrontar a diario el progreso imparable de su profesión con los milenarios principios deontológicos que conforman la ciencia médica, porque los protocolos éticos actuales son también en la actualidad el resultado de los ordenamientos jurídicos de cada Estado, en los que se acrisolan aquellos seculares preceptos morales.

En este punto, cabe señalar que son los requerimientos sociales los precipitan la conformación del ordenamiento jurídico y no al revés, por lo que el legislador acaba plegándose, más pronto que tarde, a los valores que la sociedad reclama. De ahí la inanidad de las modificaciones normativas que suelen secundar los cambios de gobiernos de signo político opuesto, fundamentalmente cuando son apoyados por mayorías absolutas2.

Por otro lado y con independencia de la mayor o menor vigencia temporal de la moral ligada a un determinado período o contexto histórico, habrá que tener en cuenta la obsolescencia de las normas colegiales que articulan la profesión médica, en este inter regno que media entre la positivización de aquellos

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requerimientos sociales y su derogación. La aplicación de estas variables conlleva, en los tiempos actuales y por lo que se refiere al criterio individual del facultativo, a una espiral en torno a la dicotomía suscitada entre el acatamiento a la deontología profesional, la vinculación a la Ley o a sus convicciones ideológicas, religiosas, éticas o morales.

Como hemos apuntado, la revolución científica y tecnológica que se produjo en el último tercio del siglo XX, unida a la proclamación de una serie de derechos fundamentales denominados de tercera generación, urgió la necesidad de dar respuesta a estos problemas. Y una primera refiexión fue articulada por la comunidad médico-científica internacional a partir de la moral religiosa de los países católicos, puesto que estos Estados conformaban la punta de lanza mayoritaria del progreso tecnológico en aquellos momentos3.

Casi al unísono, el resto de confesiones esgrimieron similares principios, pues como cabe colegir la protección de la vida humana frente a las potenciales amenazas de la ciencia médica es un derecho ínsito e irrenunciable de todas las religiones.

De manera sucinta, cabe recordar que para los musulmanes el médico forma parte de la umma, es un creyente antes que un científico y debe anteponer sus creencias a su saber. Por ello en el Corán puede leerse que quien salva una vida es como si salvase a toda la humanidad. Y el mismo fundamento opera en la ética protestante, no obstante el acervo de casuística derivada de sus distintas corrientes, pues el facultativo debe actuar antes de nada como cristiano. Asimismo para el judío que, en colaboración con el rabino, deberá sopesar los preceptos del Talmud con anterioridad a una presunta violación de la integridad del individuo.

Por tanto, puede decirse que a partir de los preceptos religiosos, una nueva ética laica fue desarrollando sus postulados y unificando distintas corrientes, a través de los ordenamiento jurídicos de cada Estado. Aplicada al estudio de las ciencias biomédicas, aún hoy continúa conformándose y, puesto que en su espíritu está precisamente el germen innovador del impulso científico, en tanto esta disciplina examina y cuestiona constantemente la difusa línea que delimita los valores y principios morales en el área de la salud4, resulta muy difícil delimitar sus contornos. Sin embargo, sí es posible trasladarnos a su origen para detallar de manera sucinta tres hitos significativos que se suceden desde la acuñación del término Bioética hasta nuestros días.

En primer lugar, debemos apuntar que la paternidad del neologismo se debe al oncólogo estadounidense Van Rensselaer POTTER. En su obra de re-

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ferencia, Bioética: un puente hacia el futuro5, publicada en 1971, razonaba que, en tanto el carácter innovador de la ciencia constreñía y superaba el contorno de la tradicional deontología médica, hasta entonces definida como el conjunto de deberes que debían seguirse en el ejercicio profesional, a todas luces se hacía necesario formular paradigmas válidos que ampliaran el impreciso significado de esta nueva ética que pretendía servirse de las ciencias biológicas para mejorar la calidad de vida humana.

A raíz del notable éxito que tuvo entre la comunidad científica internacional la anterior propuesta, se iniciaron una serie de estudios en torno a los principios deontológicos clásicos, que irán paulatinamente abandonándose en beneficio de los...

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