Introducción

AutorIsabel Zurita Martín
Páginas15-31

A nadie se le oculta hoy que, en los albores del siglo XXI, la ancianidad no sólo representa el último periodo de la vida del ser humano, caracterizado por unas determinadas circunstancias de signo físico para la persona que lo alcanza, sino que se ha convertido en un complicado problema de muy diversa índole: social, familiar, médica y, por supuesto, jurídica.

Aunque el espectacular incremento de la esperanza de vida que se ha experimentado en las últimas décadas se considere uno de los principales logros sociales del acabado siglo XX, este deseado aumento de la longevidad, unido a un correlativo descenso de la natalidad, y a las importantes modificaciones producidas en nuestra sociedad -fundamentalmente urbana, caracterizada por la reducción de las redes de apoyo social, la nuclearización de la familia y la incorporación de la mujer al trabajo-, han contribuido a convertir a la vejez en un estado en el que la persona se encuentra especialmente necesitada de protección jurídica.

No puede decirse ya que nuestros mayores sean aquellos depositarios de la experiencia de la vida pasada, aquellas personas a quienes las civilizaciones antiguas consultaban todas las cuestiones en busca de soluciones de sabiduría, sino, "tan sólo", el conjunto de individuos que conforma un "tercer estado" de nuestra existencia que, en realidad, viene a ser el último de nuestra vida. Quizás por tal motivo no se habla de "última edad", sino de "tercera edad", para aludir, de forma un tanto eufemística, a nuestra senectud, y evitar, a un mismo tiempo, evocar el ya cercano final de nuestros días1.

En cualquier caso, el término "tercera edad" vino a ser consagrado por la propia Constitución Española de 1978, que ordena a los poderes públicos, en su artículo 50, garantizar mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos "durante la tercera edad".

A pesar de su generalizado uso, no puede decirse que el término "tercera edad" abarque a un sector de la población completamente delimitado, pues nuestro ordenamiento no define lo que sea tercera edad o, mejor dicho, a partir de qué edad puede considerarse que una persona ha alcanzado ese "tercer estado" de la existencia. Tampoco podemos definir, a ciencia cierta, un conjunto homogéneo de derechos que comparta ese indeterminado colectivo, pues no siempre va a coincidir en una sola persona la condición de anciano y de sujeto protegible por razón de su edad.

Por esta razón, antes de iniciar un estudio sobre la protección que, civilmente, se le dispensa, o se le debe dispensar, a la ancianidad, hemos de delimitar tanto el sujeto protegible como los derechos que éste puede hacer valer en el seno de nuestro ordenamiento jurídico privado.

  1. El sujeto protegible

    Como ya ha quedado dicho, nuestro ordenamiento no fija una edad a partir de la cual se pueda decir que la persona deba considerarse ya anciana. En realidad, la vejez no es una cualidad predicable de un sujeto sólo en atención a su edad, sino atendiendo a otra serie de circunstancias síquicas. Así, a veces se suele decir que alguien es joven de espíritu a pesar de su avanzada edad o, al contrario, que una persona tiene mentalidad de viejo, aun siendo fisiológica y cronológicamente joven.

    El artículo 12 de la Constitución y el 315 del Código Civil se refieren a los dieciocho años para fijar el momento en que una persona alcanza la mayoría edad, presumiendo que, a partir de ese instante, ese sujeto es plenamente capaz para realizar eficazmente actos jurídicos, esto es, para ser titular de la plena capacidad de obrar (art. 322 C.c.). En cambio, nada presume el legislador sobre la edad a partir de la cual deba considerarse que una persona tiene disminuidas sus facultades al punto de afectar a dicha capacidad. Y esto es así porque esa edad no se puede presumir, y por tal motivo, tan sólo una sentencia judicial puede decretar la restricción de la capacidad de obrar de una persona determinada.

    Efectivamente, debemos partir del principio esencial según el cual, desde los dieciocho años y hasta la muerte, gozamos de la plena capacidad de obrar, y que desde que nacemos hasta que morimos somos, por ser personas, titulares de iguales derechos, pues no se puede distinguir entre menores, mayores y más mayores para atribuir a cada uno de esos estadios una distinta capacidad para ser portadores de aquéllos2. La edad, por sí misma, no modifica la capacidad del hombre, por muy avanzada que aquélla sea; el anciano cronológico no sufrirá, por ello, limitación alguna en sus derechos, ni perderá un ápice de su dignidad de persona, ni de los derechos inviolables que son inherentes a dicha condición, todo ello fundamento del orden público y la paz social a la luz del artículo 10 de la Constitución.

    Civilmente, por tanto, una vez cumplidos los dieciocho años, no existe diferencia de trato en razón de la edad de las personas (a salvo la exigencia de que el adoptante sea mayor de veinticinco años), ni puede ser ésta tomada como argumento diferenciador o discriminatorio en el ejercicio de los derechos civiles del individuo.

    No obstante, al margen del Código Civil, sí existen otras normas que establecen una concreta edad para determinar el nacimiento de ciertos derechos o prestaciones a favor de las personas que la alcanzan. Así, a pesar de la dificultad para precisar jurídicamente quién sea anciano, algunas leyes autonómicas conceden ciertas atenciones sociales a las personas mayores de sesenta y cinco años, como descuentos en medios de transporte, viajes del INSERSO, "tarjeta dorada", etc., sin que pueda decirse que todos compartan idénticas circunstancias sociales, económicas, físicas o familiares.

    Por razones sociales y, fundamentalmente, médicas, el anciano de nuestro incipiente siglo tiende a prolongar su madurez, sin que generalmente pueda decirse que el anciano jubilado se encuentre en el último estadio de su vida. De ahí que se haya apuntado que el parámetro a la hora de determinar la edad de jubilación deba estar en consonancia, no solamente con criterios económicos y presupuestarios del Estado del bienestar, sino de posibilidad de mantener una capacidad productiva e intelectual como signo evidente de vitalidad3. En este sentido, el progresivo envejecimiento de la población europea hace pensar en una reforma del sistema de pensiones para evitar peligrosos desequilibrios en las cuentas de los Estados.

    Ciertamente, no es este anciano cronológico, pero autosuficiente y perfectamente capaz, el que preocupa a geriatras, sociólogos, políticos, al legislador y a la sociedad en general, sino el anciano que no se encuentra en condiciones de "gobernarse por sí mismo", el sujeto no autosuficiente. Esta noción de "no autosuficiencia" puede abarcar diversidad de situaciones, como las que menciona la Exposición de Motivos de la Ley 6/1999, de 7 de julio, de la Comunidad Autónoma Andaluza: "... situaciones de desvalimiento, senilidad, enfermedades o deficiencias de carácter físico o psíquico que impidan a las personas gobernarse por sí mismas, y que las hacen merecedoras de especial protección por parte de las Administraciones Públicas".

    Lo anterior no quiere decir que el anciano plenamente autosuficiente no merezca la atención del legislador. Antes bien, en ocasiones, el anciano que cumple determinado papel en la sociedad, en el ámbito familiar, o que reúne determinados requisitos legales, es acreedor de concretos derechos y también deudor de ciertas obligaciones, familiares o sociales. Buena muestra de ello son las leyes autonómicas dirigidas a la protección de los mayores y la actitud de los propios tribunales. Así, por ejemplo, al anciano en cuanto abuelo se le ha reconocido por el Tribunal Supremo un derecho de visita respecto de sus nietos, asumiendo la acogida de los mismos en muchas ocasiones ante supuestos de carencia o suspensión del ejercicio de la patria potestad de los padres4. Este reconocimiento jurisprudencial ha sido recientemente refrendado por el legislador, en cuanto que la Ley 42/2003, de 21 de noviembre, de modificación del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de relaciones familiares de los nietos con los abuelos, introduce en nuestro Código tanto el derecho de visitas de los abuelos respecto de sus nietos, como la posibilidad expresa de encomendar a aquéllos funciones...

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