Algunos instrumentos de asistencia al discapacitado: la guarda de hecho y los apoderamientos otorgados antes o en atención a la discapacidad

AutorMaría del Carmen García Garnica/Rafael Rojo Álvarez-Manzaneda
Cargo del AutorCatedrática de Derecho Civil , Universidad de Granada/Profesor Titular de Derecho Mercantil , Universidad de Granada
Páginas123-148

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I Introducción

Tras la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las personas con discapacidad en 2006 y la posterior rati?cación por España en 20081, nuestro sistema jurídico se ha visto sometido a uno de los retos más signi?cativos: renunciar a conceptos tradicionales y con profundas raíces históricas para adaptarse a los nuevos criterios marcados en materia de protección jurídica de las personas con discapacidad.

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Hasta ese momento, nuestro ordenamiento situaba en planos distintos la incapacitación y la discapacidad. Incapacitado era solamente, aquella persona que tras un procedimiento de incapacitación, había sido declarada como tal por sentencia judicial. Para unos2, esa sentencia tenía carácter constitutivo, pues modi?caba el estado civil de la persona. Para otros3a la sentencia no se le podía atribuir tal carácter, pues la misma servía para declarar una situación que provocaría eso sí la constitución del régimen de tutela o curatela correspondiente.

Por el contrario, “discapacitado”, a la vista de lo dispuesto en la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, de protección patrimonial de las personas con discapacidad y de modi?cación del Código civil, de la LEC y de la Normativa tributaria es, aquella persona que se encuentra afectada por una minusvalía psíquica igual o superior al 33 por ciento, o por una minusvalía física o sensorial, igual o superior al 65 por ciento, siempre que una u otra circunstancia se acrediten, según los casos, mediante certi?cado expedido conforme a lo establecido reglamentariamente o por resolución judicial ?rme. A estos efectos se entenderá que no son personas con discapacidad: los incapacitados judicial-mente por padecer una enfermedad o de?ciencia persistente de carácter físico o psíquico que impida a una persona gobernarse por sí misma (cfr. Art. 200), salvo que la causa de incapacitación sea precisamente alguna de las minusvalías señaladas en el artículo 2 de la Ley 41/2003, y que el precepto analizado se re?ere a las personas con discapacidad ex art. 2 de la Ley 41/2003, aún cuando no se encuentren judicialmente incapacitadas.

Con este planteamiento como premisa, se podría concluir a?rmando que “persona discapacitada” y “persona incapacitada” son dos realidades distintas y no necesariamente coincidentes. Sin embargo, la Convención, en aras del principio de no discriminación, decide equiparar ambas categorías bajo un mismo título, esto es, el de “discapacitado”. En este sentido, el art. 3 de la propia Convención, establece los pilares sobre los que descansará esta nueva regulación. Se trata de los principios de igualdad, dignidad y accesibilidad universal, principios todos ellos necesarios para concretar el concepto de capacidad jurídica. La Convención obliga a tratar a las personas discapacitadas de la misma manera que al resto de la ciudadanía, participando de los mismos derechos y posibilitando de forma igualitaria el ejercicio de aquellos. Por consiguiente, se adoptarán las medidas pertinentes para que esa equiparación

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sea real, y la consecución de su autonomía e independencia sean objetivos conseguidos efectivamente4.

Esta proposición pone en tela de juicio la sistemática hasta ahora empleada por nuestro ordenamiento jurídico, y nos obliga a plantearnos su posible remodelación5.

Para la Convención, la discapacidad no puede ser motivo de limitación o restricción de la capacidad jurídica de la persona. No se puede permitir que se imposibilite o limite a priori el ejercicio de derechos fundamentales a sujetos que pudieran estar, realmente, en condiciones adecuadas de realizarlos6. Cada situación debe ser valorada de forma individualizada, respetando sus derechos, sus circunstancias particulares, y su capacidad de autogobierno; ajustándose escrupulosamente a las prescripciones que se derivan del art. 12 de la Convención.

Ahora, se nos propone que el juez, como regla general, opte por la curatela, por considerarla la institución más conforme a los principios de la Convención y a las expectativas que de la misma se derivan; pudiendo establecer una graduación en atención a la discapacidad que el sujeto padezca. La tutela, por consiguiente, quedará relegada a supuestos muy concretos, en los que se acredite de forma fehaciente que el discapaz carece de voluntad para entender y asumir las consecuencias de sus actos. No obstante, esta propuesta puede conducirnos por un camino de corto recorrido, por varios motivos: en primer lugar, porque la curatela hasta ahora se ha concebido como una institución de carácter asistencial, produciéndose la intervención del curador en el ámbito estrictamente patrimonial. En segundo lugar, porque la tutela, habrá quedado relegada a supuestos de incapacidad extrema, manteniendo su virtualidad jurídica básicamente en el ámbito también patrimonial7.

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Por todo ello, parece que ha llegado el momento de reclamar la presencia efectiva de otras instituciones que encajen mejor con los criterios marcados por la Convención; que aseguren la presencia de la voluntad del discapacitado en la toma de decisiones sobre el mismo o su patrimonio siempre que sea posible; sin tener, para ello, que promover ningún procedimiento de incapacitación. La sociedad demanda respuestas e?caces a situaciones cada vez más frecuentes en la vida de las personas. Y haciéndose eco de las mismas ha decidido priorizar el uso de ciertos instrumentos que ayudarán a aligerar la pesada carga de la discapacidad. Nos referimos a la guarda de hecho y a los apoderamientos preventivos. Instrumentos a través de los cuales se intentará preservar la capacidad jurídica del discapacitado en la medida de lo posible, aunque ello sea al margen de la intervención judicial.

II El discapacitado en nuestra legislación

La discapacidad es un término de acuñación reciente. Hasta hace unos años se venía hablando de “minusválido”. El término aparecía recogido en el art. 7 de la Ley 13/82 de 7 de abril de Integración Social de los Minusválidos. Por minusválido, según esta normativa se entiende toda persona que padece una de?ciencia permanente en su capacidad física, psíquica o sensorial que le provoca una disminución de sus posibilidades de integración en cualquier ámbito de la vida.

Por su parte, el concepto de “discapacitado” se basa en la existencia de una minusvalía de carácter físico, psíquico o sensorial. Pero no se hace referencia a la necesidad de que el discapacitado deba reunir ningún grado de discapacidad mínimo para ser considerado “minusválido”. Ahora bien, para disfrutar de los servicios, derechos y prestaciones que la Ley ofrece, es necesario justi?car el grado de minusvalía exigido en cada caso por la propia norma o por la legislación que lo desarrolla. En esta Ley se le da acogida dentro del término de “discapacitado” al que sin serlo en el momento actual, lo será más adelante. Todos ellos quedarán amparados en ella con carácter preventivo.

La Ley 41/2003, de Protección Patrimonial de las personas con discapacidad, por su parte, de?ne el concepto en su artículo 2.2 de la siguiente manera: “A los efectos de esta Ley únicamente tendrán la consideración de personas con discapacidad: las afectadas por una minusvalía psíquica igual o superior al treinta y tres por ciento. Las afectadas por una minusvalía física o sensorial

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igual o superior al sesenta y cinco por ciento”. Esta Ley ofrece un concepto de discapacitado, puramente administrativo, aportando porcentajes de minusvalías que serán los determinantes del reconocimiento de la discapacidad.

A partir de aquí, se podría a?rmar que son tres los conceptos que se manejan: el de minusválido, discapacitado e incapacitado. Las diferencias entre estos tres estadios, que no tienen porque entenderse como consecutivos, las marca el grado de protección que se dispensa en cada uno de ellos, siendo la incapacitación el re?ejo de la máxima protección.

Pero junto a estos, se encuentra también, la ?gura del discapaz incapacitable, es decir, esa persona que debiendo estarlo, por hallarse incursa en alguna de las causas de incapacitación, no ha sido incapacitada.

Hoy, la Convención Internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad apuesta por la inclusión de la “discapacidad” en el discurso de los derechos8. Obliga a los Estados a tratar la discapacidad como una cuestión de derechos humanos de acuerdo con los rasgos que de?nen el modelo social, y de conformidad con los principios que allí se desarrollan. El discapacitado deberá ser tratado como una persona con los mismos derechos que los demás, debiéndose adoptar las medidas oportunas para que esa igualdad deseada sea efectiva y real. Y ello pasa, a veces, por la necesidad de acreditar la misma.

Hasta ahora, sólo la autoridad judicial podía determinar, de forma expresa, en la sentencia de incapacitación, cuándo, en qué ámbitos y para qué actos, la persona necesitaba a un tutor o a un curador (dependiendo del grado de discapacidad); ahora, sin embargo, respecto del patrimonio protegido, basta la acreditación administrativa de la minusvalía igual o superior al 65% para las de carácter físico, o igual o superior al 33% para las de carácter psíquico, para que la misma quede perfectamente determinada9.

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Por tanto, a tenor de los dispuesto en la Ley 41/2003 de protección de patrimonios...

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