El hexágono imposible y el factor regnícola en la independencia novo-hispana: las distorsiones gaditanas

AutorRafael Estrada Michel
Páginas163-180

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El acceso meXIcano a la Modernidad política se halló marcado por una peculiaridad que desde el Anáhuac aparece como muy propia y exclusiva, tal vez porque olvidamos que eXIstió un constitucionalismo primigenio que compartimos con todos los que eran como nosotros1. Pueda o no nuestra otredad predicarse de todo el mundo hispano a raíz de los acontecimientos de 1808-18142y de 1820-1823, lo cierto es que la Constitución de Cádiz, con su muy específico tratamiento («compromiso dilatorio» le hemos llamado en algún sitio) del tema de la articulación territorial, así como a través del bagaje conceptual implicado en su nacional-soberanismo, determinó un acceso al estatalismo decimonónico profundamente diferenciado de los accesos canónicos, modelos tomados en cuenta por las Cortes (Estados Unidos, Francia e Inglaterra) incluidos. ¿Se halla aquí el quid de la cuestión que el recordado F.X. Guerra llamó propia de las «revoluciones hispánicas»? Pueden ensayarse algunas respuestas.

El Plan de Iguala (24 de febrero de 1821) con que se «consumó» (la expresión encuentra carta de naturalización historiográfica desde el Acta de Indepen-

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dencia del 28 de septiembre del propio año veintiuno) el movimiento emancipador meXIcano, hace referencia en el par de versiones que han llegado a nosotros a la necesidad de contar con una Constitución «peculiar y adaptable del reino» y «análoga al país». La referencia al texto gaditano, que había vuelto a la vigencia en todas las Españas (incluyendo, por supuesto, a la Nueva) a raíz del alzamiento de Riego y de Quiroga tan sólo alboreaba 1820, es tan evidente cuanto ambivalente.

Agustín de Iturbide, autor del citado Plan, compartía la ambivalencia constitucional con los integrantes de las elites novohispanas (principal, pero no exclusivamente criollas, puesto que se hallaban integradas también por peninsulares) que desde 1814 habían contemplado el desarrollo de los acontecimientos de una guerra que, a pesar de la vuelta absolutista del deseado rey Fernando, no había concluido como habría podido esperarse de ser tomadas en cuenta las expresiones fernandistas de todos los bandos implicados en la contienda. La crisis generalizada a lo largo y ancho de la Monarquía, como ha sabido ver Portillo3, no se limitaba a lo dinástico o a lo soberanista, sino que alcanzaba los amplios márgenes de lo que por entonces comenzaba en Occidente a sonar como «constitucional». Los meXIcanos notaron, entre 1816 y 1820, como todos los hispanos, que algo de lo que se había alcanzado en los años de guerra contra el francés hacía falta. Y es que en efecto hacía falta el discurso constitucional, pero no cualquier discurso constitucional4.

Despuntando 1821, tras haberse celebrado elecciones en el reino, los diputados de la Nueva España a las Cortes generales de la Monarquía se aprestaban a salir rumbo a la Península cuando supieron, en el puerto de Veracruz, que el coronel Iturbide se alzaría en favor de la emancipación al grito de «Religión, Unión e Independencia». Aunque rechazaron la oferta iturbidista para permanecer en el país a efecto de integrar Cortes exclusivas del nuevo Imperio, llegados a la metrópoli defenderán un discurso muy parecido al de Iturbide: la Constitución de 1812 parecía buena para hacer la felicidad de la nación española, pero en su manifestación trasatlántica resultaba inaplicable y se hacía necesario, por lo tanto, ajustar ciertos términos constitucionales con las miras de igualar a los españoles «de ambos hemisferios» en el goce pleno de los beneficios fundamentales. La nación podía seguir siendo una misma, pero la dominación de un hemisferio sobre otro tenía que concluir. Es lo que diputados como Juan Nepomuceno Gómez de Navarrete, que representaba a Valladolid de Michoacán y era íntimo amigo de Iturbide, alegaron una y otra vez en el postrer Congreso panhispánico5.

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Se ha afirmado con frecuencia, a raíz de las nunca probadas afirmaciones de Vicente Rocafuerte6, que la rebelión de Iturbide, llamada «de las tres garantías» en razón de su afirmación principialista, se derivó del descontento que grupos privilegiados, conspiradores en el oratorio de la Profesa llamado también -curiosa casualidad- de San Felipe Neri en la capital meXIcana, experimentaron ante el restablecimiento de la carta gaditana en su inmoderada interpretación veinteañista. Iturbide resultaría así el brazo armado de los conspiradores que, con el inquisidor Monteagudo al frente, pretendían independizar a la Nueva España para evitar verla constitucionalmente libre.

La realidad es que interpretación semejante -canónica, por cierto- adolece de varias fallas, y no sólo metodológicas sino de óptica, perspectiva y pesquisa desinteresada de la verdad. En primer lugar se hace cargo del momento y no del contexto. Pierde de vista lo ocurrido en la década que precedió a 1821 y las graves distorsiones que el texto de Cádiz trajo consigo en lo que se refiere a la estructuración de la vida americana y a la convivencia de ambos mundos en el seno de una nación bihemisférica que pretendía abrirse paso en la única y artificial manera en que podía hacerlo.

Iturbide no está ni mucho menos solo en lo que a su petición de «analogar» la Constitución al Anáhuac se refiere. Su alzamiento no trae implicados en exclusiva los espinosos temas de la religión y de los fueros, como después se ha pretendido. Si es cierto que el veinteañismo parecía olvidarse, desde la Península, de la peculiar estructura americana referida a las corporaciones religiosas regladas y a los cuerpos castrenses que se encargaron, en la América septentrional española, de derrotar a los insurgentes entre 1810 y 1817, también lo es que el texto de Cádiz mismo y su desarrollo en sede doceañista poseía potencial suficiente para que los americanos se sintieran agraviados en, cuando menos, dos temas que salieron a relucir en múltiples ocasiones previas al movimiento trigarante: el de las «castas» y condiciones personales de los habitantes de las Españas y el de la situación de las divisiones territoriales y administrativas del reino.

Queda por escribirse la historia de las reacciones que el texto fundamental de la Monarquía española (y, en general, el reformismo ilustrado español que devendría en liberal búsqueda de una nación imposible por legolátrica y estatocéntrica) generaron en la Nueva España7. Tengo para mí que es esa la única pesquisa que podría abrir rutas de autenticidad en un tema tan manido y poco comprendido como es el de la obtención definitiva de la Independencia de MéXIco. Bicentenarios y Centenarios aparte (en 2010 se celebraron también los cien años de la Revolución MeXIcana), tenemos todavía diez años para llegar a 2021 con un 1821 mucho más claro y mucho más constructivo para la Historia

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constitucional de este pedazo tan definitorio (tan finis terrae) de Occidente que hace veinte décadas se hacía llamar todavía «Nueva España».

De repúblicas a naciones: la «suegra patria»

Apreciaba el arzobispo de MéXIco don Francisco Antonio Lorenzana en 1770 que, a diferencia de lo que ocurría en la antigua España que poseía «una sola casta de hombres», MéXIco encerraba «muchas y diferentes»8, lo que gene-raba un buen número de condiciones jurídicas diferenciadas y, por supuesto, dificultaba el paso del reino a la nación9: un paso que comenzaba a ser caro a las pretensiones ilustradas y que, en pleno Congreso de Cádiz, el liberal Espiga llevaría al extremo al afirmar, en sonora loa a Carlos III, que la Península se hallaba ya libre de gitanos10.

Más allá de mistificaciones semejantes, lo cierto es que las últimas décadas del Setecientos encontraron a una Nueva España estructurada en «repúblicas» o «comunidades» (o, mejor, en repúblicas de comunidades) que generaban la eXIstencia de, cuando menos, dos condiciones jurídicas diversas y fundamentales: la de «español» y la de «indio»11. Para las castas afroamericanas y para las razas resultantes del intenso proceso de mestizaje quedaba, en el mejor de los casos, una suerte de zona de penumbra e indefinición que llegaría, tal cual, a las Cortes de Cádiz. Esta primera peculiaridad, compartida con el resto de América, será mal comprendida por los diputados peninsulares en 1810-1814 o, lo que es peor, será instrumentalizada en favor de una nación que quería verse representada en una forma favorable a la Revolución que las cabezas peninsula-res planteaban, y no en otras que acaso fueran posibles por su compatibilidad con el innegable pluralismo de la Monarquía universal, si bien contrarias al unitarismo nacional que no por bihemisférico se asumía múltiple.

Así como tempranamente los curas insurgentes Miguel Hidalgo y José María Morelos12se encargaron de eliminar las diferencias de condiciones entre

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los habitantes del reino, siempre que no se tratara de peninsulares -llamados también «gachupines» para denunciar sus supuestos ánimos colaboracionistas respecto del invasor francés o del ambicioso coadyuvante inglés-, con vistas a crear una común ciudadanía más propia de un nuevo Estado que de una vetusta república de repúblicas, algunos diputados americanos a Cádiz, y entre ellos, muy destacadamente, los novohispanos, fijaron sus miras en asegurar una condición de igualdad para las castas descendientes de africanos que habitaban Ultramar, a cuenta habida de que las repúblicas de indios habían obtenido (a saber qué tan a su gusto) la igualdad ciudadana merced a los decretos preconstitucionales de las Cortes, al texto mismo de la Constitución y a la abolición de las mitas, faltriqueras y trabajos forzosos declarada en sede congresional. Como se sabe, en este punto los diputados indianos fallaron estrepitosamente. No viene a cuento narrar, como hemos hecho en otros espacios, los debates gaditanos en torno al espinoso tema de las castas, que ponía en entredicho -lo pone aún hoy- el...

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