Imperativos económicos frente a derechos fundamentales, un nuevo paradigma de relaciones laborales

AutorMaría Luz Rodríguez Fernández
CargoUniversidad de Castilla?La Mancha
Páginas41-68

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1. La banalización de los elementos constitucionales del derecho del trabajo

En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado tanto a las reformas laborales y a los continuos cambios en la normativa que regula el trabajo, que pudiera parecer que todo vale. Bien pudiera pensarse que es posible cualquier regulación de las relaciones de trabajo a impulso de cualquier programa político o cualquier estrategia económica. Quizá sea por la lejanía en el tiempo, ya que han pasado 35 años desde la aprobación de la Constitución, pero lo cierto es que no deberíamos olvidar que, en nuestro modelo de relaciones laborales, no vale cualquier regulación, sino una regulación que responda a los elementos constitucionales que resultan de aplicación a las relaciones de trabajo. Teniendo en cuenta, además, que muchos de esos elementos constitucionales son derechos humanos fundamentales de aplicación directa y, por tanto, deben ser respetados por todos los poderes públicos cuando ejercen sus respectivas funciones constitucionales.

Pondré un ejemplo que ilustre lo que quiero significar. Hemos conocido el texto de la carta que el 5 de agosto de 2011 recibió el entonces Presidente del Gobierno y que iba firmada por el Presidente del Banco Central Europeo y el Gobernador del Banco de España2. En dicha carta se exigía que el Gobierno adoptara una

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serie de medidas, entre las que había dos que guardaban relación con la negociación colectiva. Una primera relativa a la prioridad absoluta que había que conceder a la negociación colectiva en la empresa, que debía liberarse –decía la carta– de los condicionantes que en relación con ella pudieran establecerse en la negociación colectiva de nivel sectorial. Y una segunda referida a la indexación salarial, en el sentido de eliminar las cláusulas que vinculan las subidas salariales con el incremento de la inflación.

Pues bien, más allá de lo que se piense en términos políticos de una actuación como la descrita, ciertamente no ejemplar desde la perspectiva democrática, lo cierto es que los mandatos que contenía la carta en relación con la negociación colectiva desconocían elementos clave de carácter constitucional. Para empezar el propio significado de la autonomía colectiva. En un modelo constitucional de relaciones laborales basado, como el nuestro, en el reconocimiento y la garantía de la misma, la actuación de los sindicatos y las organizaciones empresariales en representación y defensa de los intereses de trabajadores y empresarios debe ser libremente definida por ellos mismo. Como expresa de forma clara el art. 7 de la Constitución. De ahí que no quepan o sean, al menos, discutibles desde un punto de vista constitucional intervenciones normativas de carácter imperativo sobre cuáles deban ser los niveles de negociación colectiva o los criterios que determinen las subidas salariales. Materias ambas que el reconocimiento de la autonomía colectiva y del propio derecho a la negociación colectiva del art.
37.1 de la Constitución hacen que deban ser objeto de negociación y, en su caso, acuerdo entre sindicatos y empresarios o sus organizaciones.

Así lo ha entendido el Tribunal Constitucional. En relación con la determinación de los ámbitos o niveles de negociación colectiva, en su Sentencia 17/1986, de 4 de febrero3, puede leerse lo siguiente:

“esta determinación […] es cuestión que pertenece exclusivamente a las partes de la negociación y no es posible ninguna interferencia de las auto-ridades administrativas […] que vulneraría el derecho constitucional a la negociación colectiva”.

Por lo que respecta a las subidas salariales, en su Sentencia 31/1984, de 7 de marzo4, sobre la que luego se habrá de volver, es igual de explícito:

“puede decirse que el sistema normal de fijación del mínimo salarial y, en general, del contenido de la relación laboral, corresponde a la autonomía de trabajadores y empresarios, mediante el derecho a la negociación colectiva que proclama en art. 37.1 de la Constitución”.

Teniendo en cuenta lo anterior, exigir, como hacía el Banco Central Europeo, una intervención normativa sobre elementos de la negociación colectiva cuya

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definición corresponde a los agentes sociales supone o bien un desconocimiento de los ordenamientos constitucionales de los Estados miembros de la Unión Europea (inasumible en tan altas esferas) o bien, y esta es la tesis que se sostiene aquí, la banalización de dichos ordenamientos. Esto es, la poca o nula relevancia que se concede a los límites o requerimientos que puedan derivarse del reconocimiento constitucional de derechos laborales fundamentales en la definición de las políticas laborales y económicas. Guiados por una especie de fundamentalismo económico, se imponen políticas y regulaciones del mercado de trabajo sin que importe apenas si las mismas respetan o no los elementos constitucionales del Derecho del Trabajo.

Es por eso por lo que se hace preciso recordar y recobrar dichos elementos. Y situarlos de nuevo en el debate académico (y si fuera posible también en el político) como lo que son: los elementos de permanencia de nuestro modelo de relaciones laborales. Los “diques de contención”, si se prefiere esta expresión, frente a esa visión del todo vale en las normas laborales.

Además esta visión se ha agravado con la crisis económica. El Derecho del Trabajo ha caído preso de un razonamiento según el cual de cómo se regulen las relaciones de trabajo depende la creación de empleo. De modo que el todo vale tiene por razón de ser –así es como se presenta por sus defensores– la propia superación de la situación de desempleo que vive nuestro país. Y “todo vale con tal de crear empleo” es, sin ninguna duda, un argumento muy poderoso en un país con casi 6 millones de personas en el paro. Aunque lo que se proponga quebrante derechos laborales fundamentales y desnaturalice el propio Derecho del Trabajo.

No es extraño, por ello, que haya voces que hablen de la “des–constitucionalización” de esta materia, aplicando al Derecho del Trabajo un concepto procedente de autores como Luigi Ferrajoli. Se trata de “un proceso compuesto por decisiones de los poderes públicos –y en especial de las autoridades de gobierno– que disuelven el orden institucional previsto mediante graves y continuas violaciones de la letra y del espíritu de la Constitución”5. Un proceso que degrada los derechos laborales fundamentales porque los considera, se diga expresamente o no, como impedimentos para la imposición de un determinado orden económico.

Como laboralista ¿qué hacer frente a este proceso de devaluación de los anclajes constitucionales del Derecho del Trabajo? Creo que la mejor opción es la que expresa el propio Ferrajoli6, es decir, “oponer un rígida defensa del orden constitucional de nuestra democracia, en la consciencia de que todo ataque es no tanto o no sólo a la Constitución […] sino al constitucionalismo como sistema de límites y vínculos a todos los poderes”. Especialmente, a los poderes económicos.

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De ahí la necesidad de rememorar aquellos elementos del Derecho del Trabajo que derivan directamente de la Constitución; de recuperar los fundamentos constitucionales de lo que recién aprobada la misma llamábamos nuestro “modelo democrático de relaciones laborales”. Ante el olvido o menosprecio de ellos, son las mejores armas que tenemos para “oponer una rígida defensa” frente a quienes piensan que pueden moldear a su antojo (o al de los llamados mercados) las normas reguladoras del trabajo.

2. El estado social y la igual real como principios matrices del derecho del trabajo

Antes de nada, debo reconocer que comparto la opinión de quienes creen que la Constitución española de 1978 no es, por decirlo de algún modo, el mejor ejemplo de constitucionalismo social. Hoy, 35 años después de su aprobación, hay muchas voces críticas en relación con la misma y quienes sostienen que es urgente su reforma o, incluso, un nuevo proceso constituyente7.

No se puede olvidar que la Constitución de 1978 es, como bien ha dicho Pisarello8, una constitución de “transición”. No sólo porque se hizo en un momento de transición política, donde probablemente el temor al pasado impuso sus reglas, sino porque se elaboró en un periodo de transición económica. Es verdad que ancla sus raíces en el mejor constitucionalismo social de las constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, especialmente la Constitución italiana de 1948. Pero también lo es que se elabora en un tiempo muy diferente. Es el final de los años setenta, cuando las políticas neoliberales están empezando a ganar la batalla ideológica. Y la Constitución española no es ajena a ellas.

Aún así, creo que la Constitución de 1978 puede entenderse, al menos mientras no se modifique, como una última frontera. Un dique, como la he denominado antes, que contenga los fuertes envites que está sufriendo el Derecho del Trabajo.

Pues bien, el punto de partida de nuestro análisis es el propio art. 1.1 de la Constitución, donde se declara que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”. Empiezo por ahí porque, como se recordará, el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 3/1983, de 25 de enero, y en las muchas que le siguieron en idéntico sentido, entendió que el origen del Derecho del Trabajo, y sobre todo el significado que este posee dentro del ordenamiento jurídico, derivan justamente de que...

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