La imparcialidad desde el principio de la confianza legítima

AutorMiguel Yaben Peral
Cargo del AutorAbogado. Ex Letrado Consistorial Diplomado Especialista en Derecho Constitucional y Ciencia Política Miembro de la Corte de Arbitraje del ICAM
Páginas281-298

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1 Introducción

La confianza legítima, inescindible de los principios de buena fe y seguridad jurídica, y que se traduce en que las Administraciones públicas no pueden constituir o reconocer situaciones jurídicas o generarlas y variarlas unilateralmente con el consiguiente quebranto de la confianza generada, tiene a mi juicio una doble proyección respecto de la imparcialidad que aquí se debate.

En primer lugar respecto del acceso y de la carrera administrativa de los propios funcionarios, sobre todo en la provisión de puestos a la que ya me he referido, en tanto que esa misma confianza que ellos han de proyectar sobre la ciudadanía, se ve defraudada en sus propios derechos e intereses por parte de los políticos dirigentes, que arbitrariamente configuran unas Relaciones de puestos de Trabajo con los perfiles predeterminados para otorgar nombramientos de «libre designación» con la consiguiente ruptura de la expectativa (confianza legítima) en la carrera administrativa.

Los funcionarios conocemos por otra parte, que sobre todo en la Administración Local, las comisiones de valoración en la provisión de puestos, o incluso en los Tribunales selectivos para el acceso, no responden en la mayoría de los casos a la idoneidad necesaria, ni se respeta el principio de especialidad, sino que se preconfiguran a gusto del político convocante, con la obvia finalidad de ejercitar su influencia sobre el mismo.

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La experiencia nos dice que los aspirantes en los procesos de acceso, y los funcionarios en los procedimientos de provisión han perdido esa «confianza legítima», porque entienden –y entienden bien– que los principios de igualdad, mérito y capacidad, están contaminados por la negativa influencia política partidaria.

En suma, los funcionarios, o los aspirantes a serlo, experimentan en sus propios derechos la defraudación de la confianza en la imparcialidad que debe presidir el actuar de la Administración y en tales condiciones, es francamente chirriante que en su quehacer sean garantes necesarios de la imparcialidad y neutralidad en el tratamiento de los derechos de los ciudadanos para que no quede desarticulada la «confianza legítima» que a ellos se les ha desarticulado.

En todo caso y en el contexto de la imparcialidad –con las dificultades que tiene plantear el principio de confianza legitima en las relaciones de sujeción especial–, considero que debe postularse y exigirse, en tanto que los funcionarios cuando han opositado o cuando concursan, están haciendo elección de su libre plan de vida en un Estado de derecho, en base a unas expectativas creadas por la propia Administración que en su caso le han movido a tomar determinadas decisiones para llegar a una situación que luego no puede ser destruida arbitraria o discrecionalmente.

Dicho lo anterior, me centraré fundamentalmente en la proyección de la confianza legítima que los funcionarios han de proyectar a los ciudadanos sobre la imparcialidad y neutralidad de su ejercicio, y así examino ésta cuestión sin ánimo de exhaustividad en el análisis del principio, tan sólo con la finalidad de abordar la disyuntiva que en la práctica se les plantea a muchos funcionarios a la hora de intervenir e informar en expedientes contemplativos de actuaciones o actividades ciudadanas que la Administración pretende cercenar por no ajustarse a la legalidad, generalmente a través de la revisión de oficio, como mecanismo de autotutela, en virtud del cual, volviendo sobre sus propios actos, ya sea por razones de legalidad o incluso de oportunidad, pretende su expulsión de la esfera jurídica, cuando sin embargo, ha venido consintiendo o tolerando su ejercicio durante un dilatado espacio de tiempo.

El funcionario, que como sabemos se encuentra en una relación de sujeción especial respecto de la Administración a la que sirve, está sometido o vinculado a los efectos jurídicos que dimanan del ejercicio de las po-

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testades de esa Administración y al principio de sometimiento a la legalidad que se proyecta sobre su propia esfera jurídica funcionarial como venimos manteniendo.

Si el principio de legalidad contiene en sí mismo un mandato imperativo de cumplimiento del derecho positivo, parece que en principio se puede suscitar un aparente conflicto o tensión entre dicho principio, y el de confianza legítima (también protegido en el derecho positivo) a tenor del cual, y partiendo de su definición académica, supone «…depositar –en éste caso en la Administración– sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa…».

Y en efecto, se pueden plantear situaciones, y de hecho se plantean, en las que la Administración, de forma súbita, por razones de legalidad, de oportunidad o cualquier otra, decide cortar una situación consentida pero que no se ajusta a la legalidad (sirva como ejemplo ilustrativo la clausura de un almacén ubicado en terrenos no urbanizables, cuya actividad se venía desarrollando a ciencia y paciencia de la Administración desde hacía décadas o la revisión de complementos específicos de los funcionarios, o las bajas para enjugar déficits presupuestarios etc). Ante el requerimiento de la Autoridad, el funcionario vendría obligado a informar o avalar la orden de cierre de la actividad que la propia Administración había venido tolerando o consintiendo mediante actos concluyentes (autorización de vado para la entrada de camiones, cobro del ibi, de Actividad industrial etc.).

Surge entonces el principio de confianza legítima, que ya adelanto, en mi opinión, es una plasmación inescindible del principio de seguridad jurídica tutelado por el artículo 9.3 de la constitución, a tenor del cual, los ciudadanos, por lo que aquí importa, en sus relaciones con los poderes públicos investidos de potestades exorbitantes, tienen el irreductible derecho de conocer de antemano cual será la respuesta de la Administración ante cualquier iniciativa, pretensión o actuación que deduzca frente a la misma, como garantía consustancial a cualquier Estado de derecho como el nuestro (Etat de droit en francia, Rechtsstaat en Alemania o Rule of Law en inglaterra), y que en definitiva recoge la idea de que la fidelidad que el ciudadano debe tener en su propio Estado no puede defraudarse por éste, de manera que en su comportamiento oficial rompa esa «certeza jurídica», porque con ello rompería la seguridad jurídica ciudadana.

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Nuestro Tribunal constitucional en sentencia 27/1981 recalcó la idea señalando que la seguridad es «suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad…».

La Administración pública, en el ejercicio de sus facultades, no debe escapar de los postulados de la buena fe, que por otra parte se exige en el tronco de nuestro ordenamiento representado por el articulo 7.1. del código civil, que es, no debe olvidarse, un principio general del derecho que como tal, tiene carácter informador del ordenamiento jurídico, y que además, según el Tribunal constitucional (sentencia 37/1987) tiene valor «constitucional» en tanto que no sólo se proyecta en el ámbito del orden jurisdiccional civil sino también en el derecho público, de lo que se infiere que su extralimitación constituye un abuso de derecho jurídicamente reprochable.

El principio de la buena fe en opinión de gonzALEz fERnándEz J.J. (una aproximación a los principios de seguridad Jurídica, buena fe y confianza Jurídica en derecho Administrativo. Edit. noticias Jurídicas. 1995), al que seguiré en esta cuestión, significa que los poderes públicos no pueden defraudar la legítima confianza que los ciudadanos aprecien objetivamente en su actuación. de manera que es legítimo –juridicamente exigible–, que el ciudadano pueda confiar en la Administración (y en la imparcialidad de sus funcionarios, añado), siempre que, concordando con sAinz MoREno, dicha confianza se deduzca de signos externos, objetivos, inequívocos, y no deducidos subjetiva o psicológicamente, suponiendo intenciones no objetivables.

Coincidentemente el consejo de Estado en su dictamen de 22 de enero de 1999, fue del parecer que: «…el principio de protección de la confianza legítima, cuyo significado no es ajeno a la buena fe, es un principio de carácter general, vinculados a los principios de seguridad jurídica, buena fe, interdicción de la arbitrariedad y por supuestos, no requiere la preexistencia de derechos subjetivos, que tienen otras vías de protección…».

La confianza legítima no puede sustraerse ni aislarse del principio de imparcialidad en el que debe subsumirse como elemento a tener en consideración por el funcionario en el ejercicio de sus tareas, y sobre todo, por lo que a ésta tesis importa, como control de la arbitrariedad, para que el poder

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político no pueda romper con impunidad, brusca e intempestivamente en frase acuñada, las expectativas jurídicas que objetivamente ha creado.

Señalar por último que el artículo 41 de la carta de los derechos fundamentales de la unión Europea (carta de niza) contempla que «… toda persona tiene derecho a que las instituciones, organismos y Agencias de la Unión traten sus asuntos imparcial y equitativamente y dentro de un plazo razonable…», lo que se ha de conectar con el derecho de la ciudadanía a una «Buena Administración», en la que es esencial la imparcialidad, en éste caso en comunión con la confianza legítima ciudadana.

Planteada así la cuestión abordaré seguidamente su recepción en nuestro ordenamiento Jurídico, su coexistencia –ya adelantada– con el principio de legalidad, y sus límites de cobertura.

2 La recepción del principio en el ordenamiento jurídico

En el preámbulo de la Ley 4/1999 de 13 de enero, que modifica parcialmente...

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