Unos hechos Probados (a lo hecho, pecho)

AutorSergio Llebaría Samper
Cargo del AutorCatedrático de derecho civil - Facultad de Derecho de ESADE (URL)
Páginas15-263

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¿Por qué llevar a juicio la enseñanza del derecho?

No creo que fuera antes de la festividad del Pilar de 1977. El curso académico ya había sido oficialmente inaugurado, pero muchos profesores debían considerar de mal gusto comenzar las clases antes de tributar los debidos honores a la fiesta de la hispanidad. Empecé por aquel entonces a ocupar por vez primera los asientos de las aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, lo que sólo era posible si yo u otro compañero —o ambos— demostrábamos la sagacidad y agilidad necesarias para no permanecer durante la clase de pie. Y como no siempre contábamos con la misma aula, las carreras por los pasillos entre clase y clase se convertían en un hábito que, visto con chanza, contribuía a combatir ese sedentarismo que poco a poco se adueñaba de nuestros cándidos cuerpos estudiantiles. En una de aquellas iniciales lecciones, un profesor quiso darnos una que, a juzgar por su tono mayestático, jamás olvidaríamos: «señores, piensen ustedes que el Derecho es como una gran ciudad». No he podido todavía superar la alergia que me causa el recurso a la comparación a través de la metáfora abstracta, con pretensiones mitad de originalidad genial, mitad de empirismo irrefutable, máxime cuando se recurre a ella con el ánimo de que «las cosas queden más claras».

La metáfora me martilleó hasta incluso ya licenciado; ¿qué había exactamente detrás de ella?; ¿qué quiso aquel bienintencionadoPage 16profesor tratar de transmitirnos? Y, lo más grave, aquella incipiente alergia pasó luego a convertirse en preocupación obsesiva, pues o yo me había licenciado sin haber comprendido qué es el Derecho, o el profesor no había sido eficaz en su propósito didáctico. Cualquiera de las dos soluciones era desoladora, si bien por aquel entonces comprenderá el lector lo fácil que me resultaba imputar el desaguisado a la segunda. Y es que, no en vano, era ya un licenciado con todas las de la ley, y las presunciones que acompañan al rango sólo podían volverse en contra de los cinco años de carrera, pero nunca en contra de mi título: era un licenciado en Derecho —«abogado» para quienes vitoreaban mi último aprobado—, y podía firmar e interponer un menor cuantía como el médico receta antibióticos o el ingeniero proyecta puentes. ¡Fantástico!

La fiesta del Pilar de 1984 la celebré volviendo a las aulas universitarias. Pero en esta ocasión como docente, lo que no dejó de sorprenderme ya que una vez licenciado había barajado casi todas las opciones profesionales menos esa. Y quiero pensar que no lo hice bajo los efectos de una resignación o conformismo espoleados no pocas veces por los desengaños laborales. No, creo más bien que fue el azar (azuzado vivamente por mi maestro, con o sin intención) quien concedió una oportunidad a esa inquietud descontrolada que suele desbordar nuestras mentes recién licenciadas. Se me ha reconocido a veces lo insólito de mis comienzos: mi maestro lo fue tanto en la abogacía como en la docencia; pero, primero, en la abogacía, cuando el itinerario de los universitarios suele darse a la inversa. Y fueron unos comienzos altamente recomendables, pues uno regresa luego a la Universidad habiendo experimentado una saludable desintoxicación, y, sobre todo, con una sensibilidad distinta.

Gracias a ese «regreso», lo que no tardé mucho en aprender fue que la verdadera vocación la descubre uno probándola y no buscándola. Quizás por ello siempre he desconfiado de quien presume sentir la «llamada» de la docencia sin haber experimentado los tragos más amargos que su institucionalización representa. Quizás por ello he acabado convencido de que la vocación es menos traicionera cuanto más se prueba, pues contentarse con la primeraPage 17cata es contentarse con la única cata, y esto último siempre acaba pasando facturas desagradables, por más que nos empeñemos en lo contrario. Con los años he comprobado cuán fácil es corromper la verdadera vocación: se confunde lo que gusta con lo que interesa; se echa mano de ella para sanear motivaciones personales; se utiliza para camuflar debilidades y complejos, para presumir de falsos sacrificios; y se esgrime para adaptar a ella el servicio público en que consiste la enseñanza, deformándolo, y no a la inversa.

En fin, lo que sí recuerdo con claridad es que empezaba a darme cuenta de que el Derecho admitía múltiples metáforas (recordando aquella lección inicial), complejidad a la que se añadía un nuevo ingrediente: acercarme a él desde la misma estructura que creí abandonada para siempre, sólo que ahora el regreso me colocaba en «la otra parte» de la estructura. Y desde ella experimenté la Universidad, viví la Facultad, y sentí de inmediato esa fantasía de sabores ante los que el paladar despierto de todo joven profesor se pliega. Pero bastó poco tiempo para comprender que, no sólo el Derecho, sino también la Facultad, la estructura, admitía un sinfín de metáforas. Quizás en ese momento hubiera entendido mucho mejor que alguien me dijera que la Facultad misma «es como una gran ciudad». Mas no sé si hubiera compartido esta reciclada metáfora, sobre todo porque la grandeza, si bien me convencía predicarla del Derecho, no veía claro referirla a la Facultad que entonces empezaba a conocer desde la estructura docente (cuestiones de tamaño al margen).

Sin renunciar a la atracción por comparar, admito que la vida universitaria de una Facultad tiene algo que la asemeja a un edificio en propiedad horizontal, a una casa por pisos, o, si se quiere, a una comunidad de vecinos. Con algo de imaginación algunas de las situaciones de esta última se reproducen en la primera. Así en la fauna de una comunidad uno se encuentra con el prototipo de vecino que se piensa que vive solo. Con aquel agradable, mas siempre superficial en el trato. Con el que vive encerrado en su piso. Con el que se cree superior al resto, será porque es el más antiguo o porque en alguna ocasión fue presidente de la escalera. Con elPage 18que se cree que los elementos comunes son suyos, y de pocos o nadie más. Con el que abre la puerta a cualquiera, y con el que a nadie se la abre. Con el que anuncia comprarse un horno «última generación» cuando el de al lado se ha cambiado el microondas. Y todos ellos comparten una misma estructura compartimentada en pisos y locales, unos en propiedad, otros en arrendamiento e, incluso, algunos en precario. El panorama no es muy distinto del que uno puede encontrarse entre el profesorado de cualquier Facultad (sálvese la que proceda y lo merezca). ¿Y los alumnos? Pues serían los que visitan y están de paso por el inmueble en propiedad horizontal. Y también aquí hay de todo. El que hace la visita por compromiso, esperando que el cumplimiento del trámite transcurra lo menos gravoso posible. El que siempre se queda encallado entre piso y piso en el ascensor. El que se deshace en halagos sobre el...

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