La globalización económica y la teoria de los derechos humanos

AutorAlfonso de Julios-Campuzano
  1. LA CRISIS DE LA CIUDADANÍA Y LOS DERECHOS HUMANOS

    Ha llegado el momento de poner al contraluz, sobre el telón de fondo de los derechos humanos, todo lo que hemos analizado hasta ahora. Y es que el debate actual sobre la ciudadanía hunde sus raíces en la teoría de los derechos humanos y tiene consecuencias de primer orden no sólo a nivel de su configuración sistemática, sino también en el terreno de su realización práctica. Consecuencias que afectan directamente a la universalidad de los derechos humanos y a los postulados modernos de libertad, igualdad y solidaridad. Permanecer indiferente ante esta realidad sólo puede significar una suerte de connivencia contramoderna con las tendencias perversas de un sistema que se resiste a ser domesticado y que, a medida que se independiza, se rebela contra los principios que lo constituyen.

    En nuestro tiempo, la ciudadanía ha dejado de ser concebida en términos monistas, como centro de imputación de derechos y deberes en las relaciones jurídicas entre individuos y Estado, para adquirir un estatuto mucho más difuso, indefinido y borroso. La ciudadanía aparece desdibujada en el horizonte de la globalización y adquiere contornos indistinguibles. Tan pronto se diluye y se descompone en una sinfín de fragmentos irreconocibles, como se concentra y afianza frente a los embates del capitalismo transnacional; tan pronto se manifiesta con vigor y fortaleza, reivindicando la conquista de nuevos espacios políticos desde los que hacer frente a los nuevos desafíos que nos acechan, como se bate en retirada y se repliega sobre sí misma, negando los ideales ilustrados que la inspiran y la vocación universalista de los derechos. La crisis de la ciudadanía encubre, en última instancia, una crisis del Estado-nación como modelo de organización jurídico-política, una crisis, por tanto, que alcanza de lleno al derecho y a la política, a los derechos humanos y a la democracia, al Estado y a la constitución.

    Planteada en estos términos, la crisis de la ciudadanía condensa, en su radical complejidad, las tendencias contradictorias y encontradas que genera la globalización; tendencias que expresan la paradoja de la globalización: que exporta el capitalismo e impone pautas de organización económica, social y política al tiempo que convierte los derechos en un puro simulacro, condicionados por las "inevitables" limitaciones del sistema en un doble sentido: a) por la precarización de los derechos sociales en el ámbito interno de los Estados, so pretexto de su inviabilidad en términos sistémicos, como consecuencia de la autonomización del poder económico transnacional cuyas reglas cercenan drásticamente el control político de la economía; b) por la reacción regresiva de los Estados desarrollados, que protegen su nivel de bienestar frente a las presiones migratorias, al tiempo que supeditan la titularidad de los derechos a la previa adquisición de la ciudadanía. Se consolida, entonces, como ya hemos apuntado, una ciudadanía de cuño premoderno, contraria al discurso universalista de la Ilustración, que reniega de su condición igualitaria para propiciar un renacimiento de la sociedad estamental: aquella que supedita la titularidad de derechos humanos básicos al reconocimiento de la condición de ciudadano, estableciendo con ello una discriminación incompatible con los ideales de la modernidad. Simultáneamente, estas tendencias perversas tratan de ser contrarrestadas por movimientos cívicos de resistencia articulados a nivel global que pugnan por la transformación de un sistema inícuo que sumerge a los derechos humanos en la espiral del cálculo coste/beneficio.

  2. LA PARADOJA DE LA VIOLENCIA

    En esta encrucijada, los derechos humanos sufren acometidas de signo muy diverso que constriñen severamente su universalidad y que colocan el debate sobre su realización práctica en las coordenadas de la violencia1.

    Así, las grandes instancias económicas supranacionales y las fuerzas anónimas del mercado global limitan la realización de los derechos humanos al recurrir a la violencia estructural del sistema para imponer sus propias reglas; los Estados nacionales recurren a su aparato coactivo para imponer las normas que impiden el acceso y disfrute de muchos derechos a los que no ostentan la nacionalidad; y los movimientos antiglobalización reivindican un escenario más favorable a la realización de los derechos humanos acudiendo en ocasiones al uso de la violencia.

    La globalización, como ha revelado Faria, es un fenómeno selectivo, contradictorio y paradójico que no puede ser equiparado a la universalización de los derechos humanos, pues entraña una dosis importante de quiebra, de violación, de transgresión y de ruptura2. Su avance comporta la inmolación de los derechos en beneficio de la productividad, el secuestro de la democracia en aras del mercado y la usurpación de la política por las fuerzas económicas. Es la violencia de un sistema cuya afirmación comporta negación, cuya construcción implica demolición. La globalización constriñe y destruye, degradando los derechos a expectativas, convirtiendo las esperanzas en ilusiones. Ese es el proceso al que ha sometido a los derechos sociales en todo el planeta, subordinándolos a la lógica pretendidamente inevitable de los acontecimientos económicos, como si éstos no pudieran ser domeñados, e invirtiendo la interacción entre el ser y el deber ser, dando soporte a la falacia determinista, que proclama despechadamente una suerte de imperativo técnico que ha de acatarse inexorablemente, como si las cosas no pudieran ser de otra manera, y consagrando también la falacia realista, merced a la cual se acepta acríticamente la realidad como fuente de normatividad, de modo que el deber ser deriva del ser (en suma, una variante de la Naturalistic Fallacy denunciada por David Hume y formulada definitivamente por George Edward Moore)3.

    Es la violencia que se canaliza muchas veces de forma subliminal y que penetra inadvertidamente en el imaginario colectivo, transmitiendo una imagen mixtificada de la realidad, enmascarando como imperativos lo que no son sino simples reglas técnicas, supeditadas, en cualquier caso, a la consecución de determinados fines que no se hacen explícitos, y colocando esos presuntos imperativos técnicos al nivel de imperativos éticos tan irrenunciables como la dignidad humana o el derecho a la subsistencia. Se trata de una violencia intersticial que responde muy bien a aquel análisis foucaultiano sobre las relaciones de poder en la sociedad, expuesto con singular maestría por el filósofo francés en trabajos como Microfísica del Poder, Vigilar y Castigar o La Verdad y las formas jurídicas. Es la fuerza asoladora y destructiva que se impone contra la razón, los principios y los derechos, sin dejar siquiera un rastro distinguible, porque en muchas ocasiones no es identificable y porque su energía se distribuye reticularmente a través de la sociedad. Nosotros, de una u otra forma, somos sus conductores y coadyuvamos inconscientemente en su transmisión. Esa violencia actúa contra la justicia, arrinconando los derechos y convirtiendo a las normas en expedientes de su racionalidad instrumental. Una violencia que no dispara, que no se sirve de explosivos ni de armas, pero que estrangula las economías, pisotea los derechos, ignora a las personas y tira los valores a la letrina, en aras de la productividad, de la competitividad y de la eficacia, mientras los bolsillos de los ricos se llenan silenciosamente con asépticas operaciones contables realizadas a través de los flujos cibernéticos de información. Es la violencia que se ejerce a través de los planes de ajuste del F.M.I. cuyas restricciones en el gasto social son responsables, sin duda, de muchas muertes, ocasionadas por una deficiente atención sanitaria y de la existencia de millones y millones de niños sin escolarizar, a los que se les niega desde ahora la posibilidad de una existencia digna.

    El fracaso de los planes de ajuste del F.M.I. con respecto a los países del Sur es constatado por el Informe de la Comisión de Gestión de los Asuntos Públicos Mundiales de 1995 en el que se denuncia la inefectividad de sus programas económicos y la falta de sensibilidad del Fondo ante el problema de la financiación de las balanzas de pagos en países de bajos ingresos, especialmente de África. Los programas del Fondo no consiguen paliar la grave situación económica de estos países afectados por problemas profundos vinculados a ingresos por mercancías con precios deprimidos, deuda externa y problemas acumulados a causa del declive económico. Por otra parte, la reacción del FMI ante la crisis de la deuda de los años 80 tampoco resultó precisamente satisfactoria. Desde el primer momento se excluyó la posibilidad de considerar una reducción de la deuda y se sometió a los países deudores a un ajuste económico extraordinariamente riguroso, basado en la reducción de las importaciones a fin de obtener un superávit para poder realizar transferencias netas a sus acreedores. La falta de apoyo financiero externo y una actitud más generosa por parte de los acreedores, provocaron que las consecuencias del ajuste fueran especialmente graves para la población y que muchos países todavía estén sufriendo los efectos de esa crisis4.

    En este sentido, conviene recordar algunos datos escalofriantes que nos proporciona Dreifuss. Más de tres millones de personas mueren al año por enfermedades evitables, como tuberculosis, disentería o malaria. En los países menos desarrollados, más de 95 millones de niños menores de 15 años trabajan para ayudar a sus familiares. Más de un millón de niños se vieron obligados a prostituirse. Cerca de un millón y medio perdieron la vida en guerras y casi cinco millones viven desplazados en campos de refugiados o similares. Hay casi cien millones de "niños de la calle", de los cuales unos doce millones no tienen familia ni hogar. Cada minuto nacen 47 niños en la pobreza. El 20% de la población mundial...

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