La función judicial: entre la ciencia y el control social

AutorJuana María Gil Ruiz
CargoUniversidad de Granada
Páginas273-303

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Si existe alguna pregunta clave en relación al trabajo interpretativo que evidencie el proceso circular y abierto donde la Filosofía, la Ciencia y la Sociología del Derecho se interconexionan, se necesitan y se retroalimentan, ésta entiendo que se enunciaría del siguiente modo: ¿qué puede aportar la Filosofía del Derecho a la práctica jurídica?

No creo que esta pregunta pueda ser tachada de soberbia por parte de los operadores del Derecho, puesto que estoy convencida de que la teoría y la práctica deben darse la mano para aclarar ciertos conceptos, sugerir cursos de acción, y debatir todas aquellas cuestiones que muestran la naturaleza no científica del Derecho como instrumento de ordenación social. Para que el Derecho sea captado en la totalidad de su desenvolvimiento, y sirva, en consecuencia, mejor a la ciudadanía, se exige poner de manifiesto la «parcialidad» y las carencias del método científico, así como recuperar los mitos que aún se mantienen vivos en nuestra dogmática jurídica, y ésta es una misión irrenunciable de la Filosofía del Derecho.

Sin embargo, y en este sentido, no sólo intentaremos aportar algunas tesis que permitan comprender mejor la práctica judicial, así como sugerir algunas vías que contribuyan de alguna manera a mejorarla, sino que nos plantearemos el auténtico papel que cumple y desempeña el intérprete del Derecho o, en general, los operadores jurídicos en el marco de un Estado Social y Democrático de Derecho.

Es curioso que ya nadie, en nuestros días, crea en la incuestionable racionalidad del legislador y, sin embargo, el empeño por seguir perpetuando la imagen técnico-científica del Derecho, desde la for-Page 274 mación en serie de juristas en nuestras facultades de Derecho, hasta en el momento de aplicación e interpretación del Derecho, mantenga como dogma la neutralidad y objetividad del juez. No es mi intención contribuir a la deslegitimación del oficio de jurista o a descalificar la misión del juez, todo lo contrario. Pero lo cierto, y citando a W. Paul, es que «los jueces se han convertido tendencialmente en creadores de Derecho y configuradores políticos. La imagen tradicional de un jurista apolítico, que interpreta conforme al sistema y no hace otra cosa que subsumir el hecho bajo la norma ha desaparecido de la praxis profesional hace tiempo» 1. Me parece, pues, necesario rescatar a jueces y juristas de la confortable morada que les preparó el positivismo legalista, o de la no menos confortable e insonorizada estancia preparada por algunas teorías actuales sobre interpretación jurídica.

Y quizá, para enfrentarnos directamente con esta problemática, debiéramos empezar por el principio. Hoy sabemos que el credo jurídico positivista legalista que ordenaba al juez limitarse a la aplicación de la ley mediante procesos lógicos y, en consecuencia, abstenerse de decisiones arbitrarias propias, se encuentra del todo superado. La imagen del juez como mero técnico, que ha de subsumir el hecho en la norma a fin de llegar a una conclusión; alguien, en suma, que «puede y debe comportarse como un autómata que se limita a pronunciar el fallo previsto en una ley cuando los elementos de hecho examinados coinciden con los descritos en la propia ley»2, ha perecido. Juzgar implica siempre decidir. El juez, en este sentido, no es «la boca que pronuncia la palabra de la ley, seres inanimados que no pueden modelar ni su fuerza ni su vigor»3; ni tampoco este tercer Poder -el judicial- es un Poder nulo 4. Incluso en la actualidad, algunos autores como Conde-Pumpido Tourón han llegado a afirmar «que en una sociedad posmoderna avanzada, el tercer Poder del Estado, el Poder judicial -con sus deficiencias y limitaciones- abandona el fondo de la escena y pasa a situarse en el primer plano»5.Page 275

Ello obliga a tener que plantearse con rigor y sin tapujos la realidad del proceso de decisión judicial y de sus protagonistas, y ubicarla en las condiciones actuales de expansión del papel del Derecho y la jurisdicción.

Las razones de este, llamemos, imperialismo jurídico y jurisdiccional parten de cambios en la estructura del sistema jurídico, después de la primera mitad del siglo XX, con su evolución bajo las formas de Estado Constitucional de Derecho; y de cambios en la estructura del sistema político con motivo del desarrollo del Estado Social6, alcanzando los tentáculos del Derecho al mundo de la economía y a la sociedad, en general.

La primera transformación, esto es, la que afecta a la estructura del sistema jurídico, se produce básicamente después de la Segunda Guerra Mundial, a raíz de las aberraciones de los regímenes nazis7. El modelo tradicional paleopositivista de Estado de Derecho donde la primacía del imperio de la ley y la mayoría desplaza el papel del juez a mera «buche de la loi», se transforma en Estado Constitucional de Derecho, donde la garantía de los derechos fundamentales recogidos en la Constitución se erigirán sobre los titulares de los poderes públicos, y corregirán los abusos de éstos. De la máxima «auctoritas non veritas facit legem» -máxima de ruptura con el viejo iusnaturalismo-, y en donde validez es igual a positividad, se pasa a una dimensión más completa del Estado de Derecho. Ahora todos los Poderes públicos, incluido el Legislativo, deberán someterse al orden jurídico constitucional; y la validez de las normas no dependerá de su entrada en vigor, sino de su coherencia con los principios constitucionales. En palabras de Ferrajoli: «La validez ya no es un dogma asociado a la mera existencia formal de una ley, sino una cualidadPage 276 contingente que está ligada a la coherencia de sus significados con la Constitución»8.

Esto significa la superación del legalismo estrecho, y el reconocimiento de que el fenómeno jurídico es algo más que la ecuación simple Derecho = Ley. El Derecho se constituye, además, de valores y principios jurídicos fundamentales, y «la tarea de los jueces se resolvería en una lectura de la ley en clave constitucional»9. El legalismo queda superado y convertido en garantismo.

La segunda de la transformaciones ya anunciada que afecta a la estructura del sistema político descansa en la complejización del Derecho con motivo del incremento de las funciones propias del Estado Social. El Derecho ya no reducirá su actividad a regular el marco formal de garantías de un libre intercambio, sino que se introducirá materialmente en el contenido y en esferas tradicionalmente independientes de su actuación. Pero el no haberse previsto ni formulado las formas institucionales de un Estado Social de Derecho -esto es, garantías efectivas para los nuevos derechos y mecanismos de control político y administrativo- ha motivado, no obstante, un conjunto de desórdenes significativos, que atribuirán a la jurisdicción un nuevo papel: el de la defensa de la legalidad contra la criminalidad y los abusos del poder político. Nos referimos a un incremento de discrecionalidad de los Poderes públicos, al fantasma de la corrupción política, en definitiva, a una crisis de legalidad en la esfera pública. Y esto se hace especialmente urgente en nuestros días, en que estamos asistiendo a «la crisis de la razón jurídica», según Ferrajoli10, a la crisis de la propia capacidad reguladora del Derecho. El Derecho como forma de control social pierde terreno en favor de otras formas de ordenación de la vida más sutiles y dulces, pero con frecuencia más totalizadoras, abandonando al individuo a un importante grado de indefensión.

Asimismo, autores como Otto Bachof señalan la manifestación de cambios significativos en el Parlamento. Ahora, más que la representación del pueblo por individuos independientes, destacan las dictaduras de los partidos. Del mismo modo, la presión de determinados grupos extraparlamentarios para que prosperen sus intereses, comienza a colocar al Parlamento en una situación de vulnerabilidad permanente. Así como el incremento de la carga de trabajo legislativo de los Parlamentos, impide a éstos asesorar -por completo- las leyes con el cuidado que sería necesario para poder seguir manifestando sin recelos y abiertamente la confianza primitiva a la ley. «Pero si todo este desarrollo es inevitable -al menos en parte-, -y citando a Bachof en suPage 277 obra Jueces y Constitución (1959)- necesita también forzosamente de un contrapeso: una fuerza que se preocupe de que, al menos, los valores superiores del Derecho y del orden, que la Constitución ha establecido como fundamentales, permanezcan protegidos; una fuerza que decida, al mismo tiempo, con la mayor autoridad posible, si en un conflicto eventual esos valores han quedado salvaguardados, asegurando o restableciendo la paz jurídica. Esa fuerza sólo puede ser el juez» 11.

Pues bien, ante esta situación de reconocimiento explícito de que el Derecho es algo más que ley; que existen valores y principios constitucionales que deben ser protegidos y garantizados por el ordenamiento jurídico; y que el juez ocupa, en ese sentido, un papel fundamental como garante de la constitucionalidad y control de los abusos de discrecionalidad de los poderes públicos, habrá que plantearse qué tipo de crítica política y jurídica se puede lanzar al poder judicial en un Estado como el nuestro, social y democrático de Derecho. Y esto es así, porque si peligroso ha sido a lo largo de la historia, un ejecutivo y un legislativo absolutista y déspota, cuanto más un tercer poder que, en palabras de Ernest Forsthoff, pueda decidir «apoyándose en el Derecho, sobre cuándo está él mismo sujeto a la ley y cuándo deja de estarlo» 12.

Si resulta manifiesto que tanto lo que hacen los juristas teóricos como lo que hacen los juristas prácticos no posee la certeza que en otro tiempo se le supuso, habrá, en consecuencia, también que situar al dogmático y, sobre todo, al operador jurídico en un lugar y con una responsabilidad muy distinta de la que se desprende del modelo positivista. El alejamiento parece patente, como dice Alexy desde la...

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