Francia

AutorJosé Ramón Polo Sabau
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Eclesiástico del Estado
Páginas17-28

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Dictamen realizado en marzo de 2009 por O. Celador y J. R. Polo, a petición de la Fundación Colegio Libre de Eméritos. Agradezco tanto al Prof. Celador, Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid, como a dicha fundación el que me hayan autorizado a publicarlo en esta sede editorial.

1. Antecedentes históricos

El periodo previo a la Revolución francesa se caracterizó por la plenitud de la monarquía absoluta y su legitimación para negar la supremacía del Papa sobre la autoridad del monarca, pues ésta procede directamente de Dios, y, por lo tanto, para intervenir tanto en los asuntos temporales como en los espirituales. El axioma una fe, una ley, un rey, y el correspondiente principio de unidad religiosa del reino, supuso para unos, los partícipes de la fe del rey, un régimen beneficioso; y para los demás la disyuntiva entre la fe y el destierro, o, cuando menos, el ser objeto de la intolerancia por motivos religiosos.

La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 fue el instrumento del que se sirvieron los revolucionarios para socavar la legitimidad del Antiguo Régimen, e iniciar un sistema constitucional sustentado en el reconocimiento de derechos y libertades a los integrantes de la sociedad civil frente al poder político. La Declaración estableció la libertad y la igualdad como derechos básicos de todos los individuos. La libertad sólo puede ser limitada por la ley, pero no por una ley cualquiera, sino por aquella que sea la expresión de la voluntad general, en cuya redacción todos los ciudadanos tienen derecho a participar, y ante la cual todos son iguales. Esta concepción de la libertad influyó en la formulación del derecho de libertad religiosa como el derecho a no ser incomodado por las propias opiniones, incluso las religiosas, a condición de que su manifestación no

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perturbase el orden público establecido por la ley. La libertad religiosa se configuró como una subespecie de la libertad ideológica o, si se prefiere, de la libertad para tener opiniones de cualquier tipo, ya que la preocupación de los ilustrados del momento era anular los obstáculos que el régimen despótico impuso a la libre difusión de sus ideas.

La Revolución generó enormes tensiones entre el Papado y los sucesivos gobiernos, que no se relajaron hasta 1801, gracias al Concordato napoleónico. El Concordato reconoció al catolicismo como la religión de la mayoría de los franceses pero no estableció a ninguna religión como oficial, y el Estado se comprometió a pagar el salario de los sacerdotes católicos a cambio de que estos le jurasen lealtad. Las leyes de 18 de abril de 1802 y de 17 de marzo de 1808 reconocieron los cultos protestante y judío, y les extendieron los privilegios económicos de la Iglesia católica, con lo cual, de la tradicional confesionalidad católica se pasó a un modelo que puede ser calificado como de Estado pluriconfesional.

La convivencia del Concordato con los principios políticos de la República fue especialmente difícil a partir de 1848. La Constitución de ese año consagró la garantía de la libertad, de la igualdad y la fraternidad, del sufragio universal y del derecho de los ministros de las religiones reconocidas a percibir una remuneración del Estado. El apoyo institucional a las confesiones religiosas reconocidas se mostró incompatible con el derecho a la igualdad de todos los ciudadanos en sus relaciones con los poderes públicos.

Esta situación se agravó en la segunda mitad del siglo XIX debido a las injerencias de la Iglesia católica en los asuntos políticos y, especialmente, a causa de que ésta, en buena medida desconocedora de su verdadera fuerza social y de su auténtico peso político, planteó un pulso a la República y reivindicó el ejercicio de su soberanía exclusiva en terrenos tan capitales para el Estado como la educación. La Encíclica de Pió IX Quanta cura (1864) criticó duramente la legitimidad política de la República y sus intentos de crear un sistema educativo secular. Una Encíclica de León XIII pidió a los Obispos que apoyasen o criticasen públicamente a aquellos partidos políticos contrarios a los intereses de la Iglesia, lo que a la postre se tradujo en la constitución del partido católico republicano. Ante los ataques cada vez más virulentos de los sacerdotes, ahora investidos del poder político, el sector radical del partido republicano optó, a partir de 1869, por introducir en su programa político la abolición del Concordato y la ruptura de las relaciones con la Santa Sede.

La política antirrepublicana impulsada por la Santa Sede, añadida al hecho de que la separación entre el Estado y la Iglesia católica no plantease entonces los problemas sociales que, a buen seguro, sí que hubiera planteado en el siglo XVIII, propiciaron la aprobación de la Ley de separación de 1905, según la cual "la República asegura la libertad de conciencia. Garantiza el libre ejercicio de los cultos con la única restricción (...) del orden público", y "la República no reconoce, ni paga o subvenciona ningún culto".

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El modelo de relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas que instauró la ley de 1905 se fundamentó en la consideración de las creencias religiosas como un asunto privado, en el cual no deben entrometerse ni el Estado ni sus instituciones. Pero ¿cómo separar a dos instituciones que habían estado unidas durante siglos? La respuesta fue el laicismo, es decir, la ausencia de preocupación del Estado por el ejercicio del derecho de libertad religiosa, por ejemplo, obstaculizando e incluso suprimiendo la libertad de enseñanza de las confesiones religiosas. La Iglesia católica cometió el error de recuperar las tesis políticas del pasado, cuando su peso moral sobre la población le permitía legitimar o deslegitimar a los gobiernos civiles. Por su parte, el Estado vio en la Iglesia católica a un rival hostil y a un obstáculo para el desarrollo de los principios republicanos, y le trató como tal.

2. Modelo constitucional

La Constitución francesa vigente data de 1958 y, pese a no contener una declaración de derechos, en su preámbulo proclama su adhesión a los derechos humanos y a los principios de la soberanía nacional tal y como fueron definidos por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. El modelo de relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas se basa en dos principios: por una parte, se conserva la garantía de que nadie será incomodado por sus opiniones, incluso las religiosas; y por otra, de acuerdo con la redacción del art. 1 de la Constitución, "Francia es una República indivisible, laica, democrática y social. Asegura la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos sin distinción de origen, raza o religión y respeta todas las creencias".

La igualdad y no discriminación por motivo de creencias desempeña un papel central en el modelo constitucional, debido al protagonismo que este principio tuvo tanto en la ideología revolucionaria como en las disposiciones legislativas posteriores a la Revolución. El uso del término creencias no es casual, ya que el ordenamiento jurídico francés protege en la misma medida tanto las creencias religiosas como las no religiosas, siendo lo importante la relevancia que dichas creencias tengan para los individuos y no su eventual vinculación con un concreto credo religioso. El principio de igualdad y no discriminación supone que los poderes públicos no pueden tener en cuenta las creencias de los ciudadanos en sus relaciones con éstos, y desde la óptica institucional es uno de los ingredientes de la laicidad del Estado que se proclama como una de las señas de identidad de la República, y como un requisito indispensable para la consecución de los fines del Estado democrático.

La laicidad surgió en un contexto social y político muy específico, esto es, aquel en el...

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