Reflexiones en torno a la sociedad en formación y a la sociedad irregular. Conferencia pronunciada en la Academia Sevillana del notariado el día 6 de junio de 1991

AutorLuis M. Selva Sánchez
Cargo del AutorRegistrador de la Propiedad

REFLEXIONES EN TORNO A LA SOCIEDAD EN FORMACION Y A LA SOCIEDAD IRREGULAR

CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA SEVILLANA DEL NOTARIADO EL DÍA 6 DE JUNIO DE 1991

POR LUIS M. SELVA SANCHEZ Registrador de la Propiedad

  1. INTRODUCCIÓN

    El tema que he escogido para acompañar a quienes, con más conocimientos y méritos que yo, me han precedido y seguirán en este ciclo de conferencias es el del régimen jurídico de la sociedad que todavía no es y el de la sociedad que seguramente ya no será. Para un profano, estudiar lo que a primera vista no existe puede parecer baladí. Sin embargo, nosotros sabemos su trascendencia, los cientos de páginas que los autores han dedicado al tema antes de la Reforma de 1989 y los efectos novedosos por ella producidos.

    Pretendo examinar, por tanto, algunas cuestiones que plantea el nuevo régimen de la sociedad en formación y de la sociedad irregular. La primera, sociedad in fieri, porque ha sido dotada de una cierta imputabilidad y son importantísimos los efectos prácticos que se derivan de su vigencia. La segunda, sociedad non nata, porque constituye una novedad en nuestro sistema el reconocimiento legislativo de la sociedad irregular.

    Pero antes de iniciar el estudio del régimen concreto de cada institución se hace preciso adelantar algunas ideas -al menos esquemáticamente- que nos permitan centrar los temas objeto de estudio y los objetivos a perseguir.

    Nuestro Código de Comercio, en la regulación de las compañías mercantiles, adoptó el sistema de distinguir dos fases en el proceso constitutivo, de las cuales la primera asume apariencias contractuales y se completa con la aportación del capital, y la segunda, fase de inscripción, viene determinada por el acto de dotación de personalidad jurídica. Este es el sentido del artículo 119 del Código de Comercio cuando dispone que «Toda compañía de comercio, antes de dar principio a sus operaciones, deberán hacer constar su constitución, pactos y condiciones en escritura pública -primera fase- que se presentará para su inscripción en el Registro Mercantil» -segunda fase-. Una vez constituida, tendrá personalidad jurídica en todos los actos y contratos (art. 116 del Código de Comercio).

    A nadie se le escapa que tales hechos no son inmediatos en el tiempo, sino que es normal que entre uno y otro transcurra un lapso de tiempo durante el cual suele ser precisa la realización de algunos actos en nombre de la sociedad no inscrita.

    No se encontraban, sin embargo, en el Código normas específicas reguladoras de los actos y contratos concluidos durante la fase de formación de la misma, salvo, quizá, las que pudieran extraerse de una interpretación, ciertamente insegura, de su artículo 120, que dispone que «los encargados de la gestión social que contravinieren lo dispuesto en el artículo anterior serán solidariamente responsables para con las personas extrañas a la compañía con quienes hubieren contratado en nombre de la misma».

    La Ley de 17 de julio de 1951 siguió manteniendo el sistema de doble etapa o requisito al establecer en el artículo 6 que la «sociedad se constituirá mediante escritura pública que deberá ser inscrita en el Registro Mercantil. Desde ese momento, la sociedad tendrá personalidad jurídica». Pero preocupado ya por el problema de la regulación de los actos realizados con anterioridad a la inscripción, introdujo la importante novedad que constituyó el artículo 7 de aquélla, donde se ofrecían soluciones parciales a los problemas de la validez de los contratos realizados antes de la inscripción, de la responsabilidad de los contratantes y del régimen de los actos y gastos necesarios.

    La reforma operada por la Ley de 25 de julio de 1989, refundida con los preceptos no modificados por el Decreto legislativo de 22 de diciembre de 1989, regula esta materia con indudables aciertos y algunas omisiones, pero distinguiendo también, y ahora más claramente, entre las dos fases cuyos hitos son la escritura de constitución que da origen a la sociedad en formación y el hecho de la inscripción que origina, positivamente, el nacimiento del tipo social pretendido y, negativamente (por su ausencia en el plazo legal), la aplicación del régimen de la sociedad irregular.

    La primera novedad queremos verla en el propio artículo 7 del T.R.S.A. El antiguo 6 de la Ley de 1951, como antes veíamos, taxativamente determinaba que desde la inscripción «la sociedad tendrá personalidad jurídica»; ahora el artículo 7 parece decir algo distinto: «Con la inscripción adquirirá la sociedad anónima SU personalidad jurídica.» ¿Puede arrojar esta diferencia alguna luz sobre el sentido del nuevo régimen de los actos realizados en el período prerregistral? O dicho de otra forma. Si la sociedad anónima adquiere con la inscripción SU personalidad jurídica, ¿puede entenderse que antes de la inscripción ya ostenta pesonalidad jurídica? La contestación ha de ser afirmativa.

    Es indudable que la práctica impone la realización de una serie de actos en contemplación de la propia constitución que producen efectos jurídicos. También lo es que la sociedad constituenda no es, en puridad, sujeto pleno de los derechos que a la sociedad inscrita atribuye la Ley, en especial la relativa a la absoluta separación del patrimonio social y el particular de los socios. Sin embargo, alguna solución había de ofrecerse ante la terquedad de los hechos.

    El artículo 7 de la antigua Ley regulaba la validaz de los contratos concluidos en nombre de la sociedad. El artículo 15 de la vigente no se cuestiona la validez, que da por supuesta; soluciona un problema de responsabilidad. Aquél partía de que el contrato entre la sociedad y el tercero era inválido. Este, simplemente, de que existe un negocio válido realizado en nombre y por cuenta ajena, y de ello extrae sus consecuencias.

    Aquel precepto de la Ley de 1951 admitía sólo dos regímenes de responsabilidad: o la de la propia sociedad una vez inscrita, si aceptaba, o la personal de los gestores, en otro caso. El artículo 15 introduce un nivel intermedio de responsabilidad, un sujeto nuevo: la sociedad en formación. Parece que, aunque el legislador no lo declara paladinamente, en virtud de la escritura nace un ente capaz de derechos y obligaciones, un centro de imputación y un sujeto responsable.

    De otros preceptos parece igualmente desprenderse la misma conclusión acerca de la existencia de una imputabilidad jurídica: el artículo 8, c), del T.R.L.S.A., que, contemplando los requisitos que ha de reunir la escritura de constitución, se refiere al metálico, bienes o derechos que cada socio aporte o se obligue a aportar; o el propio artículo 16, que en su apartado primero advierte que «cualquier socio podrá instar la disolución de la sociedad en formación y exigir, previa liquidación del patrimonio social, la restitución de sus aportaciones». Especialmente es significativo el segundo de los citados, que menciona «la disolución», «la sociedad en formación», «el patrimonio social» y la «restitución». Todos, especialmente los dos últimos, son predicables de un sujeto, no se conciben sin un soporte de personalidad jurídica.

    Ahora bien, no pretendemos con ello plantear la cuestión de la existencia de diferentes grados de personificación, según va completándose el ciclo constitutivo, sino simplemente constatar que existe legalmente un nuevo sujeto responsable en determinados supuestos, y sin profundizar en la cuestión del significado e importancia actuales del concepto de personalidad, sí creemos conveniente dejar sentadas las premisas de las que partimos.

    La personalidad jurídica no es mucho más que el recurso que utiliza el legislador o el ordenamiento o, si se prefiere, la comunidad jurídica, para justificar por qué, concurriendo determinadas circunstancias, un patrimonio o un conjunto de patrimonios es considerado como centro de imputaciones jurídicas. A esta manifestación de independencia patrimonial que era atributo exclusivo del individuo -único sujeto del que en puridad puede predicarse la personalidad- la denominamos análogamente persona, persona moral o jurídica.

    Es, sobre todo, una técnica que permite que organizaciones de personas o patrimonios puedan actuar en el tráfico jurídico con independencia de cada uno de sus componentes o con abstracción de cada uno de los titulares de los dienes o derechos. Cuando estas organizaciones son socialmente relevantes o necesarias se asimilan en muchos aspectos al único sujeto verdadero de derechos y obligaciones: a la persona física.

    El desarrollo de la autonomía patrimonial de las personas morales ha sido consecuencia de las necesidades sociales, que ha culminado en la perfecta autonomía de la sociedad anónima. Son ciertamente paralelos el crecimiento del volumen y complejidad de las empresas a acometer por las personas jurídicas y su autonomía patrimonial. Desde la comunidad de bienes hasta la sociedad anónima hay un largo trecho en el que va disminuyendo la imputabilidad económica de los asociados, comuneros o socios por los actos realizados por el ente que constituyeron, mientras aumenta la de éste. En los primeros estadios, como en la comunidad de bienes, la separación de patrimonios es mínima, es mayor en la sociedad civil, se hace patente en las sociedades personalistas y es perfecta en las capitalistas.

    En definitiva, queremos poner de relieve que toda discusión acerca de la existencia de distintas personalidades o grados de personificación es estéril si permanecemos en el ámbito de los puros conceptos y no descendemos a los de capacidad y autonomía patrimonial. Lo que nos interesa es examinar cómo y por qué el Ordenamiento va aumentando la imputabilidad y la responsabilidad de algunos colectivos conforme éstos van adquiriendo cualidades que les hacen merecedoras de ello. Podría gráficamente afirmarse que hay una sola personalidad y muy variadas personalidades.

    Tan cierto es que la personalidad jurídica es única que el propio legislador, cuando tiene que pronunciarse sobre la cuestión...

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