La filosofía de la tolerancia

AutorJosé Manuel Rodríguez Uribes/Francisco Javier Ansuátegui Roig
Páginas267-373

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1. Libertad de conciencia, libertad religiosa y tolerancia Precisiones conceptuales

La libertad de conciencia, tal y como hoy es concebida, constituye un derecho fundamental que protege la actuación libre o autónoma de las personas en la vida individual y social de acuerdo con las prescripciones de la conciencia moral de cada sujeto, sin más límites que los que derivan de la necesidad de garantizar los derechos de los demás y, en general, el orden social pluralista definido en el marco del Estado constitucional de Derecho1.

Obviamente, la libertad de conciencia no tutela sólo la esfera más íntima o interna, donde el Derecho realmente no puede interferir, pues, como dicen los clásicos cigitationis poenam nemo patitur, sino que es una libertad eminentemente práctica que consiste no sólo en pensar y creer sin ataduras jurídicas, sino sobre todo en actuar de forma coherente con las propias convicciones. Como observaba Pérez Serrano, la libertad de conciencia no puede referirse a la dimensión interna, donde la acción del Estado «ha de detenerse por injusta y por estérilmente ineficaz», sino que necesariamente ha de proteger la conducta externa; «su médula —escribía— consiste en una posibilidad, jurídicamente garantizada, de acomodar el sujeto su conducta religiosa y su canon de vida a lo que prescribe su propia convicción»2.

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La libertad de conciencia se presenta en la actualidad como un derecho secularizado, en el sentido de que los imperativos de la conciencia pueden tener su origen en cualquier sistema de moralidad o incluso en un código moral estrictamente individual; en principio, el tratamiento es el mismo, dado que la sociedad y el Estado se muestran incompetentes en materia de conciencia, ya que sólo metafóricamente cabe hablar de la «conciencia nacional» o de la «conciencia del Estado». Sin embargo, históricamente, en Europa esa libertad de conciencia comenzó siendo libertad religiosa y, aún antes, sólo tolerancia también en materia religiosa. La razón es muy sencilla: durante siglos la única cultura europea fue casi exclusivamente una cultura religiosa, concretamente cristiana, y sólo en ese ámbito resultaba conce-bible hablar de tolerancia o de libertad.

En el Estado constitucional la libertad de conciencia, y por supuesto también su manifestación específica o «sectorial» que es la libertad religiosa, ofrece los siguientes rasgos característicos: primero, garantiza una posición subjetiva iusfundamental en favor de los imperativos de la conciencia individual frente a cualquier intromisión, tanto de los poderes públicos como de los particulares. Segundo, esa libertad se acompaña de un principio de igualdad o no discriminación por motivos religiosos, ideológicos o de conciencia (art. 14 C.E.), esto es, el individuo no puede ser objeto de un tratamiento desigual en función de cuáles sean sus principios morales y, consecuentemente, de cuál sea su conducta acorde con tales principios. Por ello, en tercer lugar, la libertad de conciencia requiere para su plena eficacia la neutralidad de los poderes públicos; una neutralidad que supone, no sólo el compromiso de no ejercer ninguna persecución o coacción por motivos de conciencia, sino también la obligación de no establecer discriminaciones injustificadas en favor o en contra de los ciudadanos atendiendo a sus creencias3.

Pues bien, la filosofía de la tolerancia primero y su reconocimiento positivo más tarde representan el precedente histórico inmediato de la libertad religiosa y, por tanto, también de la libertad de conciencia. Aunque los plan-teamientos sobre la tolerancia distan de ser uniformes y homogéneos, como tendremos ocasión de ver en las páginas siguientes, en síntesis cabe decir que el contenido de la tolerancia es equivalente al primero de los rasgos

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enunciados para la libertad de conciencia y religiosa, con exclusión del segundo y del tercero. Con mayor o menor énfasis, la defensa de la tolerancia en la Europa de los sigos XVI y XVII suponía reivindicar la tutela de un ámbito de libertad o de no coacción, pero todavía no la plena igualdad de los individuos ni, mucho menos, la neutralidad del Estado. Ciertamente, algunos autores, sobre todo los más radicales, seguirán hablando de tolerancia cuando, en realidad, deberían haberlo hecho de libertad religiosa, pero a efectos históricos y conceptuales la diferencia es importante: la tolerancia es el precedente de la libertad de conciencia de nuestros días, pero no son expresiones sinónimas. En el periodo que vamos a estudiar, por lo común la tolerancia es sólo una exigencia de no persecución penal por motivos religiosos, y casi nunca en favor de todos los credos, pero nada más.

Así pues, el transfondo de la tolerancia es el «Estado creyente», algo que hoy, en un mundo laico y secularizado, puede parecer sorprendente, pero que resultaba por completo asumido como normal por los hombres de los siglos XVI y XVII. Esa creencia del Estado adoptó dos formas principales, aunque para lo que a nosotros nos interesa sus consecuencias fueran semejantes: la fórmula católica o del Estado confesional, donde éste hace suyos los fines y las reglas de la Iglesia de Roma, pero sin llegar a la confusión entre sociedad política y sociedad religiosa; y la fórmula protestante de la religión de Estado, que alcanza una unión mucho más estrecha, hasta el punto de que son los propios magistrados civiles quienes ostentan la autoridad religiosa. La defensa de la tolerancia no será todavía una lucha contra este modelo de relación entre Iglesia y Estado, sino sólo, más modestamente, una lucha para lograr parcelas de libertad en favor de los credos minoritarios.

Con todo, resulta difícil percisar con mayor detalle los contornos de un concepto, el de tolerancia, que fue uno de los más empleados en la filosofía política de los siglos XVI y XVII, una filosofía que hizo de la cuestión religiosa uno de los motivos fundamentales de disputa. Y es lógico que así ocurriese, dado el papel central que había desempeñado la religión en la formación de la cultura europea a lo largo de toda la Edad Media y, en consecuencia, el enorme trauma que trajo consigo la quiebra de la unidad confesional.

2. De la unidad a la ruptura religiosa

La cristiandad, en efecto, había sido mucho más que una opción religiosa, tal y como hoy podemos entenderla; había sido, ante todo, el elemento identificador de lo europeo, de su cultura y de sus plazos políticos, en patética pugna con un mundo exterior hostil que se definía precisamen-

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te por no ser cristiano: que el poder proviene de dios y que la espada del príncipe tiene por misión esencial imponer lo que los sacerdotes no pueden hacer prevalecer mediante la palabra, son ideas que no sólo se encuentran en la filosofía y en los documentos políticos y eclesiásticos4, sino que impregnan todo el espíritu de la época, alcanzando incluso a sus expresiones plásticas; así, será habitual la representación de Cristo Imperator, significando la undiad última de la doble fidelidad, política y religiosa, o la del sacerdote y el rey bajo la tutela superior de la Iglesia, sin que falte tampoco alguna figura el príncipe coronado de espinas, esto es, del poder político como imagen de Cristo5.

La idea de una república cristiana universal es la mejor expresión de esa unidad político-religiosa empeñada en construir una comunidad de todos los cristianos bajo la autoridad de la Iglesia de Roma, cabeza de todas las naciones. Los Dictatus Papae de Gregorio VII (1073-1085) señalan el periodo de plena madurez del hierocratismo medieval: la autoridad del Papa es universal, como la propia Iglesia; sólo él puede deponer obispos y emperadores y relevar a los súbditos de su juramento de fidelidad; la sede romana nunca ha errado, ni nunca cometerá error por toda la eternidad6. En suma, «si la humanidad es sólo una y si sólo puede haber un verdadero Estado de la humanidad, dicho Estado sólo puede ser la Iglesia fundada por el mismo Dios, y ningún señorío temporal puede ser válido sino como parte de la Iglesia. Por tanto, la Iglesia, como único Estado verdadero, ha recibido por mandato divino la plenitud de la autoridad temporal y espiritual»7. Esta es la...

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