La política criminal de menores como expresión de una continuada contradicción

AutorLorenzo Morillas Cueva
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Penal. Universidad de Granada
Páginas15-52

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I Introducción

Pocas realidades en el ámbito jurídico presentan más complejidades y reacciones que las relacionadas con la delincuencia en general como factor de desequilibrio social, de preocupación colectiva y de exigencia de respuestas al Estado para su neutralización. Sin embargo, en las organizaciones avanzadas, basadas en una compartida estructura social y democrática de Derecho semejantes impulsos han de ser controlados y equilibrados con el respeto a una serie de principios de inexcusable cumplimiento, como el de igualdad, legalidad, presunción de inocencia, intervención mínima del Derecho penal, entre otros. La situación actual, sin embargo, parece caminar por senderos expansionistas donde el delito y su consecuencia más intensa y represiva, la pena de prisión, se utilizan, cada vez más, como posibles salvadores o, al menos, neutralizadores de situaciones de percepción dirigida de inseguridad, con olvido de la más importante de sus funciones, de su razón de ser: la ultima del Ordenamiento jurídico.

Si esto pasa con la delincuencia globalmente entendida, posiblemente tenga una mayor intensidad, en la sociedad actual, la identificada con losPage 16menores a los que, en ocasiones y por determinados sectores, se les asigna una responsabilidad, desde el ámbito punitivo, de difícil compatibilidad con su edad, con sus posibilidades, con su ubicación social en un sistema que, frecuentemente, propicia comportamientos de este tipo por las propias carencias que genera y que afectan fundamentalmente a los menores de edad —mayor debilidad no solo física sino también intelectual, escasa experiencia para afrontar los problemas, dependencia económica, fracaso escolar, familias desestructuradas, inmadurez—. En no pocas ocasiones la línea divisoria que separa el delito de la víctima no es sencilla de deslindar ni tampoco de caminar. Fácilmente se puede pasar del rol de menor victimizable al de menor delincuente. Esta similitud hipotética pero real se hace más visible en relación con ciertas conductas violentas, cuya base esencial se origina con el deambular por rutas de propensión a correr riesgos, a la propia violencia o al consumo de alcohol o de determinados estupefacientes que entrecruzadas conducen a la victimización y al crimen.

No cabe duda que la tipología que presenta la delincuencia juvenil es, por su origen y naturaleza, diferente a la protagonizada por los adultos. Como señala Vázquez González se caracteriza por ser, generalmente, una delincuencia expresiva e instrumental que busca el placer inmediato por recreación o por rebeldía, que demanda, en muchas ocasiones, aventura, emoción, excitación, fórmulas para satisfacer sus deseos aunque sea de forma hostil o dañosa para la sociedad, en una exploración inacabada de su propia identidad 1. A todo ello, que puede ser cierto, hay que unirle como causa esencial de su desarrollo delictivo los propios mecanismos sociales de discriminación, de desigualdad, de falta de atención desde los diversos parámetros de control social.

En semejante perspectiva introductoria no es fácil, precisamente por su mismo origen dispar y heterogéneo, fijar las causas que conducen a un menor a delinquir. No obstante, cabe resumir, siguiendo las señaladas en el Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre «La prevención de la delincuencia juvenil, los modos de tratamiento de la delincuencia juvenil y el papel de la justicia del menor en la Unión Europea2 —en adelante Dictamen—, algunas de ellas:

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En primer lugar, la pertenencia del menor a familias desestructuradas, de bajo perfil en cuanto a la atención, a todos los niveles, de aquél que no siempre supone entornos familiares marginales, aunque también y en la mayoría de los casos, o de presentación de problemas en los padres de drogadicción, pobreza, alcoholismo, malos tratos, etc., sino que cada vez se proyecta más dicha incidencia negativa en supuestos de progenitores acomodados pero que desatienden de igual manera al menor. Semejante situación lleva a éste a buscar otros horizontes a través de amigos, de bandas o pandillas que se organizan sobre supuestos antisociales cuando no directamente delictivos.

En segundo y unido al anterior, sobre una tipología definida, las carencias económicas que inciden directamente en la formación del menor, en el propio proceso de socialización adecuado con integración educativa. Tal situación se deja ver con cierta intensidad entre menores pertenecientes a familias inmigrantes y, sobre todo, en jóvenes inmigrantes no acompañados que han de buscar la supervivencia básica con sus propios medios3.

En tercero, el absentismo y el fracaso escolar, cuando no el acoso escolar, ya sea como víctima de él o como victimario, que lo lleva a un «descuelgue» de los mecanismos de educación e integración social y cultural que le propiciará salidas convergentes con las conductas delictivas abonadas en un terreno de nadie sin compromisos escolares ni posibilidades reales de trabajo, pues el paro unido a la falta de horizontes laborales de futuro hace aun más insufrible y desesperanzadora su situación en un entorno social competitivo y absolutamente consumista.

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En cuarto, el consumo de drogas y sustancias tóxicas estimadas en su medio como normales y habituales para mantener una continua tensión y actividad y que, en muchas ocasiones, exige la realización de actos delictivos para hacer frente a su progresiva adicción. No menos relevante es la ingestión de bebidas alcohólicas, de común ejercicio por muchos menores en las conocidas reuniones de botellón, que igualmente conducen a situaciones de violencia, antisociales o delictivas, fundamentalmente relacionadas con la seguridad vial.

En quinto, las influencias externas en clave de medios de comunicación, con la trasmisión de películas o escenas de violencia, ensalzando a sus autores, a veces, como auténticos héroes, o de videojuegos con idénticos contenidos que trasladan a los menores un sistema de valores exacerbado en el que la violencia tiene un especial papel asumible como recurso en muchas ocasiones.

Por último, factores inherentes al menor en concreto como los trastornos de la personalidad y del comportamiento que bien interiorizados en la propia fisiología del éste o, lo que es más frecuente, adscritos a realidades sociales o ambientales al respecto lo hacen actuar de forma impulsiva e irreflexiva ajeno a las normas asumidas en la sociedad en la que está integrado.

Como se ve la mayoría de ellas presentan un definido carácter económico o socio-ambiental, con lo que es la propia comunidad la que, en demasiadas ocasiones, genera, al menos, el germen de semejantes comportamientos y desde esa perspectiva ha de ser entendida cualquier política criminal que al respecto se quiera utilizar. El ensalzamiento negativo de este tipo de delincuencia, las presiones sociales asentadas en rigorismos casi retribucionistas no son, en ningún caso, una solución sino una evidente contradicción. Aunque únicamente sea con la pretensión social de egoísmo comunitario de actuar sobre los menores con políticas preventivas y resocializadoras para evitar la delincuencia adulta del mañana ya es suficiente, aunque escasa, para adoptar respuestas efectivas asentadas sobre el trípode demandado por las más cualificadas instancias internacionales de prevención, medidas sancionadoras-educativas, e integración y reinserción social de los menores infractores.

No cabe discutir por ser una experiencia empírica constatable la realidad progresiva de la delincuencia juvenil, otra cosa es la clave con que se interprete su aumento o disminución, las formas de presentación, los mecanismos de respuesta o la relación porcentual y cuantitativa con la delin-Page 19cuencia de adultos. En este último sentido, según estadísticas comparadas de los Estados miembros de la UE4, dicha delincuencia de menores está como media en un 15% de la delincuencia en general, aunque en algunos países puede alcanzar hasta un 22%, cifra ésta que puede manifestarse como preocupante. No es precisamente el caso de España donde los niveles de relación están mucho más bajos, al menos en la forma de presentación. Según datos del Instituto Nacional de Estadística 196.143 fueron los condenados por sentencia firme inscritos en el Registro Central de Penados, de los que el 91,3% son varones y el 8,7% mujeres; por el contrario el número de menores condenados por sentencia firme inscritos en el Registro de Sentencias de Responsabilidad Penal de los Menores fue de 15.919, lo que supone un 8,11% en relación con los adultos, de aquéllos un 84,7% son varones y el 15, 3% mujeres.

En relación a los delitos durante el mismo período temporal se inscribieron un total de 250.201 delitos cometidos, un 17,1% más que en el año anterior, lo que supone como ratio un 5,42 delitos por 1.000 habitantes; en menores se anotaron un total de 26.134 infracciones penales cometidas por ellos, lo que supone un 14,44% en relación con los mayores, y su ratio por 1.000 habitantes de catorce a diecisiete años se sitúa en un 14,36%. Sin embargo, a estas últimas cifras hay que hacerles una serie de observaciones: la primera de ellas, es que el 67,1% correspondieron a delitos y el 32,9% a faltas; la segunda que la ratio indicada se diluye si la introducimos en el total de la población —0,566% por mil habitantes—; la tercera ha de referirse a la tipología de los delitos cometidos, robos —39,3%—, lesiones —17,4%—, contra la seguridad del tráfico —4,05%—, robo y hurto de uso de vehículos —7,7%—, hurtos —6,1%—, contra la salud pública —1,8%— , contra la liberta e indemnidad sexuales —1,7%—, homicidios y sus formas — 0,27%—; la quinta, la de que el número de infracciones...

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