Exordio y agradecimientos

AutorModesto Barcia Lago
Cargo del AutorDoctor en Derecho, Licenciado en Filosofía y en Ciencias Políticas
Páginas17-35

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I

Ejercicio de introspección de un abogado de toga, curtido en la distancia que media entre la intimidad del bufete y la realidad que se abre camino en los pasillos del foro, sobre el sentido de la profesión de la Abogacía como instrumento de la convivencia civil: tal es el contenido de esta obra.

Hace tiempo, un tiempo que -he de reconocerlo- deja su huella cenicienta en mi cabello, al inicio ilusionado de mi dedicación profesional de la mano de un veterano maestro del oficio prematuramente desaparecido*, sinteticé mi programa ético de abogado con un lema: intra legem serviam iustitiae ex auctoritate orationis meae. Servir a la justicia dentro del marco legal sin otras armas que la Voz significante, ésto es, la Palabra, el verbum, el Logos; justamente la facultad discursiva, que, según Aristóteles en La Política, distinguía el status de animalidad del de la humanidad; es decir, volver -aun-Page 18que entonces no fuese muy consciente de lo que implicaba- al significado auténtico y prístino de la expresiva denominación castellana y homónima gallego-portuguesa, de Bozero/Bozeyro/Arrazoador, que Alfonso X, el Rey Sabio, definía con precisión en "Las Partidas":

Bozero es ome que razona pleyto de otro en juyzio, o el suyo mismo, en demandando, o en respondiendo.

Y continúa nuestro Príncipe de los eruditos explicando:

Ha así nome, porque con bozes e con palabras usa de su officio.

Caracterización que está en línea con la tradición que apuntaba al horizonte de la clásica definición ideal del abogado como vir bonus dicendi peritus, según lo expresaba Quintiliano recordando al viejo Catón; pero oficiante de una profesión troquelada y enriquecida en su evolución por el conocimiento de la ciencia jurídica, es decir, también iurisperitus.

Y sin embargo, o tal vez, precisamente, por la desconfianza hacia la palabra reconstructora de los hechos, el de abogado es un oficio que ha concitado a raudales, desde sus orígenes, reserva y prevención, cuando no acritud y hostilidad, de los poderes públicos y de la propia sociedad a la que sirve. Es preciso, por ello, que nos interroguemos acerca de las razones profundas de esta aparente paradoja y su significación en el orden de la convivencia civil. No obstante, adelantando aquí resultados que habremos de constatar más adelante en este libro, me parece que buena parte de la proverbial mala fama y hostilidad con que los abogados han sido saludados en todos los tiempos, deriva de la una doble incomprensión: tanto de lo que conlleva la radical independencia característica del oficio, cuanto -y ésto es lo más determinante- de los límites jurídicos que el abogado tiene en cuanto tal.

Me atrevería a decir que cada abogado, en lo más hondo de su corazón, lleva escondida, como confesaba el tango, "una esperanza humilde" de vitalismo anárquico, una "pulsión báquica, dionisíaca", en el sentido que Nietzsche describe en El nacimiento de la tragedia; pero amoldada con disciplina apolínea -ahormada tal vez fuese más fiel al pensamiento trágico nietzscheano- por su cometido Page 19 profesional estricto, consistente en el patrocinio en Derecho de los intereses de sus clientes -mundanos intereses, las más de las veces-, ejercido en proceso de estructura necesariamente contradictoria, en el cual ha de ser oída también la otra parte, conforme a la prescripción clásica: audiatur et altera pars.

Este desempeño, si ciertamente aparece enmarcado por una deontología profesional exigente, producto de una larga evolución que condensa el precipitado de los valores que nuclean el oficio, se reviste con el manto de un tolerante relativismo moral que mueve, con frecuencia, al deslizamiento por la pendiente de una cierta laxitud, no siempre bien advertida y domeñada, y cuya tendencia resulta propiciada por la conformidad externa al marco procesal y normativo en que se desenvuelve la actividad del letrado.

La actitud del profesional se resuelve, de este modo, en una suerte de aparente escepticismo ético nutrido por el trato diario con las grandezas y miserias que anidan en el alma humana, pero que afloran en la sinceridad o crudeza con que, en la intimidad del bufete, ha de sincerarse el cliente como ante el confesor, pues, ya aconseja el conocido refrán que, al abogado y al abad, diles la verdad, aunque no resulte fácil hacerlo.

Lentaque fori pugnamus harena. Sí, tiene razón Juvenal; "combatimos en la arena viscosa del foro", empapada de las pasiones, soterradas o visibles, siempre presentes y punzantes, en las que afloran noblezas y mezquindades. Y en el combate procesal se implica el abogado con toda la fuerza de la razón jurídica y de la habilidad causídica a su alcance; pugna de intereses que desde una acongojante soledad ha de dirimir en conciencia el juez, quien, parafraseando el título de otra de las obras de Nietzshe, humano, demasiado humano, se encuentra, en tanto que órgano procesal, dramáticamente constreñido ex actis et probatis en sus valoraciones de la justicia de los contendientes, consciente de la insuficiencia, de la imperfección del foro para colmar el natural sentimiento de lo justo, tantas veces lacerante; impurezas de nuestra condición falible que se apoyan en las disfunciones o debilidades de un entramado curial segmentado en grupos o estamentos corporativistas, con sus propios intereses, rigideces burocráticas, o meros prejuicios, respecto de los demás; y Page 20 que se escenifican en el ágora, muchas veces teatro de espectáculo social.

Es éste el caótico marco moral, con sus indudables riesgos, donde se expresa la valentía de la entrega profesional del abogado a los valores de la convivencia cívica y la necesidad de la protección de un código deontológico acorde.

Un abogado que no es, en cuanto tal, un moralista, ni un justiciero, sino un bozero, un arrazoador de parte y jurista pragmático, pero al que tantas veces se contempla desde la perspectiva pública, como un amoral "condottiero", como un "mercenario", o como un "cuerpo extraño" al aparato judicial; que produce rechazo, porque complica una decisión de autoridad que se desearía descargada de su imprescindible -sí, imprescindible- mediación escrutadora de la corrección del proceso y tuitiva de los derechos e intereses del justiciable a él encomendado.

Un incordio, tal vez, pero, ¿no es precisamente en esta encomienda de confianza donde se enraíza el deber de probidad profesional del abogado? ¿No contribuye con su técnica a resolver un problema de la convivencia social en términos de Derecho?

Un abogado que, asimismo, humano a fin de cuentas, depositario de las esperanzas de su cliente, no menos -sino, a veces, mucho más- que el juez, en el soliloquio con su conciencia, está, a menudo, atenazado por la tensión extrema entre sus convicciones íntimas y los imperativos del caso que se ve abocado a defender; cuando no, como resaltaba tembloroso CALAMANDREI en su Elogio de los Jueces escrito por un Abogado, por la angustia de saberse incapaz de colmar la confianza ingenua del cliente, que no mide la enorme distancia entre su interés y la justicia, ni entre justicia y derecho, y cree ciegamente que su abogado, su "campeón" en la justa judicial, será capaz de salvarla, cualesquiera que sean los obstáculos, o, aún, sin importarle qué obstáculos, ni, muchas veces, tampoco los medios de sortearlos.

Como señalaba en su obra Abogacía y Abogados un ilustre pensador de la profesión, Don José María MARTINEZ VAL, "el precio que paga el abogado por su libertad moral es su íntima y radical soledad". También frecuentemente le alcanza la incomprensión del entorno social y hasta de su propio defendido.

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Y así, el abogado se encuentra en la tesitura, nada fácil, de ser a la vez reo, fiscal, defensor y juez de su patrocinado. A riesgo, repetimos, de arrostrar la incomprensión de todos, como lo expresa, con un deje de amargura en la gracia de la ironía, la paráfrasis irreverente de la jaculatoria sobre los enemigos del alma, que resume los obstáculos a su labor defensiva:

Los enemigos del abogado son tres: el cliente, el juez y el contrario... y por este orden.

Ya diagnosticaba el que fue gran Decano del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, Don Ángel OSSORIO Y GALLARDO, en su obra El alma de la toga: antes que jurista, el abogado fue, es, tiene que ser, necesariamente, un gran "conocedor de las pasiones" que dan tono a las acciones humanas; además del derecho, ha de conocer la vida. Porque la compleja tarea del abogado consiste en fijar conforme a la unilateral conveniencia de su cliente los hechos, el factum -ésto es, articular un relato fáctico, oral o literario, y la prueba de su apariencia de veracidad-, de manera que encajen en el cuadro del Derecho objetivo sobreponiéndose a las tesis opuestas de la contraparte; en suma, traducir al lenguaje forense y amoldar a los valores y procedimientos del orden jurídico -que expresa la acción resolutoria del iudex- los intereses y los apetitos -no siempre legítimos, y, con más frecuencia de lo que parece, procesalmente inviables, incluso pese a su intrínseca legitimidad- de su cliente.

Por eso, solamente desde la fortaleza de una vocación que comprende que "la Abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia", como dice el tercero de los Mandamientos del Abogado del gran jurista uruguayo Don Eduardo J. COUTURE, puede soportarse la tensión máxima de tan apasionante y trabajosa entrega; dedicación tan ingrata como reconfortante, en la que, bien lo tiene apuntado a su vez el argentino Don José M. MANGANIELLO en...

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