Exclusión social, democracia y ciudadanía económica La libertad de los iguales

AutorJosé Félix Tezanos
CargoCatedrático de Sociología. UNED
Páginas17-28

    Una versión preliminar de este texto ha sido publicada en José Félix TEZANOS (ed.), Tendencias en desigualdad y exclusión social, Editorial Sistema, Madrid, 2004 (2ª edición actualizada y ampliada).


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El concepto de exclusión social nos remite al concepto paralelo de ciudadanía. Y, por ello, también a la propia cuestión central de la democracia en su sentido más básico. Esta es la razón por la que en mi trilogía sobre la desigualdad, el trabajo y la democracia he intentado conectar estas tres cuestiones básicas a la dinámica de las sociedades avanzadas en los inicios del siglo XXI1. De ahí, pues, que el análisis de la exclusión social exija una consideración sobre la democracia y la necesidad de avanzar hacia una nueva fase de su desarrollo, que permita superar el riesgo de la exclusión social: la etapa de la ciudadanía económica.

La democracia se ha desarrollado en una serie de fases que han corrido paralelas a la propia evolución de nuestras sociedades. Desde que la Revolución Francesa, y otros procesos políticos concurrentes, pusieron en pie los basamentos de una nueva época se ha venido avanzando en el reconocimiento práctico de los ideales de la emancipación humana, como superación de las condiciones de desigualdad y subyugación social y política existentes durante el ciclo de las sociedades agrarias tradicionales.

El complejo proceso de progreso civilizador que ha seguido la humanidad durante los dos últimos siglos, en esta línea democratizadora, ha implicado tanto aspectos económicos, como sociales y políticos, en una interrelación mutua.

Democracia y ciudadanía

Desde la perspectiva política de los países occidentales, la conquista de la democracia no puede ser vista como una dinámica circunscrita en exclusiva a la esfera de las instituciones, el equilibrio de poderes y las prácticas políticas de delegación de la representa-Page 18ción, sino que la conquista de la democracia ha sido un episodio mucho más complejo, que ha implicado procesos vitales y maneras de estar y de formar parte de la sociedad que se han ido alejando progresivamente de las pautas asimétricas y jerarquizantes propias de las monarquías agrarias absolutistas.

De hecho, para el común de los mortales, las conquistas de la democracia han sido básicamente conquistas igualitarias. En el plano vital, más directo y sentido por todos, la democracia ha sido experimentada por la mayor parte de la gente, no solamente como el derecho de participar en la elección de los gobernantes, sino, sobre todo, como la oportunidad de no vivir subyugados ni dominados. En la medida que en las sociedades actuales la democracia es, en el fondo y en las formas, una cuestión de poder, su más directa referencia es la igualdad. Como he explicado con más detalle en otro lugar, en su sentido más profundo la democracia connota igualdad2.

Si nos atenemos a los procesos sociales concretos y a la experiencia de la mayor parte de los ciudadanos, el significado de la democracia ha sido básicamente no tener que ponerse de rodillas ante nadie, no vivir atemorizado o humillado, poder actuar y comportarse con dignidad, ser una persona en toda la extensión de las posibilidades, tener «seguridades» en la vida, no estar forzado a decir a todo «amén». En suma, ser un señor y no un siervo. La democracia inaugura un nuevo modelo de sociedad en la que todos somos señores. Esa, pues, es la dirección en la que hay que continuar profundizando, contribuyendo a establecer las condiciones sociales adecuadas para que todos sean ciudadanos de primera y puedan ejercer su libertad de manera más plena y segura.

Para lograr este objetivo hay que tener presente que la libertad tiene unas dimensiones sociológicas que se conectan con la existencia de pautas democráticas y simétricas en diferentes ámbitos de la vida social: en las organizaciones civiles, en el trabajo, en las instituciones y hasta en la misma calle. Por lo tanto, este talante igualador está presente -o debe estarlo- en las más diversas actividades sociales y relaciones interpersonales, conformando una microdemocracia de la vida cotidiana, que se encuentra en las antípodas de los modelos jerarquizantes, reverenciosos y asimétricos propios de las sociedades del pasado. Modelos cuya influencia aún persiste, como residuo de otras épocas, en ciertos espacios de las sociedades actuales.

Para muchas personas esta compleja malla de pautas y prácticas sociales de carácter democrático e igualitario tienen un carácter inmediato y vivido, constituyendo uno de los elementos que más se valoran en la experiencia de vida societaria en un régimen de libertad y, en definitiva, de copertenencia simétrica recíproca.

En este sentido general cobran pleno significado las famosas reflexiones de Marshall sobre la expansión de la ciudadanía, como un proceso de conquista de diferentes estadios de progreso democrático que, desde la perspectiva de finales de los años cuarenta del siglo pasado, se contemplaba en tres grandes etapas: la ciudadanía civil, la ciudadanía política y la ciudadanía social.

En sus célebres conferencias de Cambridge de 1949, después del período especialmente conflictivo y convulso que siguió a la Gran Depresión y que condujo a las inestabilidades sociales, los fascismos y la Segunda Guerra Mundial, las consideraciones de Marshall explicitaban la necesidad de completar las dos primeras etapas de conquista de la ciudadanía (la civil y la política), con una tercera etapa de ciudadanía social, que se entendía -como ya hemos reseñado- como una forma de enriquecer «la sustancia concreta de laPage 19 vida civilizada», mediante una «reducción general de los riesgos y la inseguridad», mediante una «igualación a todos los niveles -decía Marshall- entre los más y los menos afortunados, los sanos y los enfermos, los empleados y los parados, los jubilados y los activos». Es decir, se trataba de avanzar hacia el reconocimiento práctico del derecho a unos mínimos de bienestar económico y seguridad para todos, el «derecho a participar plenamente del patrimonio social y a vivir la vida de un ser civilizado de acuerdo a los estándares predominantes en la sociedad»3.

Una faceta importante que está implícita en teorizaciones como las de Marshall es la constatación de que todas las grandes etapas de avance de la ciudadanía se han correspondido con diferentes fases de evolución de las sociedades industriales y con distintos grados de maduración política y de explicitación de nuevas necesidades sociales y exigencias políticas.

La primera etapa se correspondió con la transición desde las sociedades agrarias tradicionales a las sociedades industriales capitalistas, cuando las necesidades jurídicas y económicas del nuevo orden y su mayor complejidad y movilidad evidenciaron la necesidad de un marco más amplio de derechos de naturaleza eminentemente jurídica: es decir, la capacidad funcional de actuar y «contratar» sin trabas feudales. En esta etapa, las necesidades de legitimación y articulación del nuevo régimen llevaron a la proclamación de los «derechos fundamentales» de la persona y al establecimiento de mecanismos de voto censitario, en una democracia incipiente que se articulaba en torno a partidos de «notables».

En una segunda etapa, la mayor complejidad de las sociedades industriales suscitó nuevas exigencias jurídicas y políticas, que vinieron urgidas por las demandas de pujantes movimientos sociales y de ideas que se habían desarrollado al calor de las nuevas condiciones de libertad: sindicatos, partidos de masas, corrientes culturales e ideologías democráticas, etc. En este contexto se desarrolló la noción de ciudadanía política, se conquistó el sufragio universal, surgieron los grandes partidos de masas y se conformaron los Estados de Derecho modernos.

En la tercera etapa, la mayor sensibilización existente ante los problemas sociales y el protagonismo ascendente de los sindicatos y los grandes partidos de raíz obrera explicitaron la necesidad de completar -y equilibrar- la democracia liberal establecida, en un sentido más social, que permitiera una distribución razonablemente equitativa de los recursos y de las oportunidades vitales, en contextos políticos que se intentaba que fueran menos conflictivos que aquellos que se conocieron en el período que precedió a la Segunda Guerra Mundial. Esta fue la etapa de evolución hacia lo que Marshall calificó como la «ciudadanía social» y que, a nivel práctico, tomó cuerpo en el modelo de Estado de Bienestar, en una dirección de avance hacia una democracia social más completa e igualitaria -en el sentido que antes indiqué-. Esta etapa implicó un significativo contraste superador respecto al anterior modelo de democracia liberal, al que quieren retornar- con mayor o menor éxito- los políticos neoliberales de finales del siglo XX y principios del XXI.

De acuerdo con esta misma lógica evolutiva, la actual revolución tecnológica y la correspondiente emergencia de un nuevo tipo de paradigma social -las sociedades tecnológicas avanzadas- hacen necesarios nuevos desarrollos de la democracia que puedan dar respuesta a los retos y exigencias de la etapa histórica emergente, tanto para hacer frente a los problemas de la exclusión social, la precarización, la crisis del trabajo, la dualización y las fracturas sociales como para propiciar los avances que las nuevas condiciones técnicas y culturales permiten.

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Libertad e igualdad

El grado óptimo de libertad alcanzable es aquel que se puede lograr entre ciudadanos que sean lo más iguales entre sí que resulte factible en un contexto compatible con el propio mantenimiento de un régimen de libertades; es decir, un régimen en el que las intervenciones públicas compensatorias no lleguen a ser incompatibles con el propio sentido profundo y el ejercicio práctico de la libertad.

Desde la perspectiva de principios del siglo XXI, debemos preguntarnos: ¿cuánto es posible -y necesario- expandir aún en nuestras sociedades el grado de libertad e igualdad alcanzadas? La experiencia histórica demuestra que aún es mucho lo que se puede progresar en esta dirección y que en las democracias avanzadas pueden adoptarse bastantes medidas que conduzcan a niveles mayores de igualdad entre los ciudadanos. No sólo en la dirección de todas aquellas garantías que permitan lograr una igualdad real en el disfrute de derechos, sino también en la línea de una equiparación razonable de niveles de vida, a partir de unos estándares mínimos garantizados, así como de una más efectiva igualdad de oportunidades educativas, de posibilidades laborales -en un marco compatible con el reconocimiento de los méritos, los esfuerzos y el espíritu de iniciativa- y, en definitiva, en una optimización general de las perspectivas vitales.

Por ello, la libertad práctica a la que debe aspirarse en una democracia madura es una libertad entre seres razonablemente iguales, tanto cultural como socialmente, seres que no se encuentren ante situaciones agudas de desigualdad, de carencia, o de taponamiento y/o limitación de perspectivas vitales que sean una cortapisa para el ejercicio práctico de su libertad, para su forma de ejercer la condición ciudadana y, en última instancia, para la puesta en práctica de sus capacidades efectivas de influir en el curso social.

En realidad, quien padece una situación de exclusión social, quien se ve retraído a una condición laboral o económica de segunda clase, o quien se encuentra en condiciones sociales precarias, acaba siendo también un ciudadano de segunda clase, cuyas oportunidades de participación y de influencia cívica se ven sometidas a una secuencia paralela de secundarización política, de pérdida de importancia y hasta de motivaciones. Los procesos de exclusión y de dualización social que tienen lugar en nuestras sociedades en el plano económico y laboral tienen su correlato correspondiente en la exclusión política y en la dualización ciudadana; sobre todo a medida que las riquezas y el poder tienden a concentrarse en pocas manos, en una deriva que suscita indudables riesgos de declive democrático y de mermas en la condición ciudadana.

La evolución que se está siguiendo en muchas sociedades en los inicios del siglo XXI perfila un punto de inflexión negativa en el curso del progreso político y social al que se había llegado en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Tal regresión está dando lugar a problemas de articulación social y de funcionalidad económica y política que, desde influyentes esferas del poder establecido, se intenta que queden oscurecidos y minimizados ante la opinión pública. Pero estos problemas se están traduciendo ya a diferentes planos, en una dinámica que puede afectar a la misma médula profunda de nuestras sociedades.

La espiral desigualitaria

En mi trilogía sobre «la desigualdad, el trabajo y la democracia»4 he analizado con algún detalle, y con abundante información empírica, cuáles son los principales problemas que se plantean en el actual ciclo históri-Page 21co, en el que, a su vez, se están abriendo grandes oportunidades derivadas de la revolución tecnológica; una revolución de carácter global y muy profundo que nos puede permitir hacer frente en mejores condiciones a retos inveterados de nuestra especie: la lucha contra las enfermedades y el dolor, la posibilidad de acabar con el hambre, con las necesidades y con las grandes carencias, la superación de las fatigas y las largas jornadas laborales, la eliminación de muchas incomodidades e inseguridades, etc.

Sin embargo, en contraste con estas potencialidades, las vivencias y las impresiones de muchos ciudadanos no son, precisamente, que estamos avanzando hacia el mejor de los mundos posibles. Las encuestas de opinión revelan que la mayoría de la población está muy preocupada por el problema del trabajo, por las dificultades para encontrar empleos decentes y de calidad, sobre todo las nuevas generaciones. En particular, en todas las encuestas que se hacen en España más del 60% menciona el paro como el principal problema actual, seguido por un rosario de cuestiones sociales (aumento de las desigualdades, inseguridad ciudadana, carestía de la vivienda, déficit de servicios, etc.), que contrastan radicalmente con el exultante mensaje de optimismo que se proclama desde las altas esferas del poder establecido y que se repite machaconamente, como un eco hueco, desde los más diferentes resortes del poder comunicacional. El resultado, en España y en muchos otros lugares, no puede ser más «chocante». «España va bien», «los indicadores económicos son excelentes» -se dice-, pero la mayoría de la gente piensa que «a los españoles no les va tan bien», incluso a «algunos les empieza a ir mal». ¿Los asuntos van bien para las «cosas», pero mal para las «personas»? ¡Menudo lío interpretativo!

Los que sostienen que «todo va bien» se apoyan en determinados datos estadísticos -algunos de ellos cada vez más manipulados y retorcidos- y arguyen que el PIB crece y aumentan espectacularmente ciertos niveles de consumo -a veces los más ostentosos-. A todos aquellos afortunados a los que les va bien, es cierto -hasta ahora- que cada vez les va mejor. Pero no es menos cierto que sectores de población muy amplios constatan como se están taponando sus oportunidades vitales, o las de sus hijos.

El recurso a retrasar, ocultar y manipular las estadísticas (sobre todo las de empleo, rentas y bienestar social) y los esfuerzos de control de la difusión de los análisis que ofrecen imágenes de la realidad diferentes a las que presenta la propaganda oficialista, no pueden impedir que un número creciente de libros e informes den cuenta precisa del curso regresivo de evolución que siguen nuestras sociedades en muchos aspectos y, sobre todo, de las tendencias que apuntan hacia algunas dinámicas críticas. Por eso, cada vez más personas entienden que, si no se rectifican a tiempo determinadas perspectivas de evolución negativas, nuestras sociedades podrán entrar en un ciclo de tensiones y desajustes que acabarán estallando por algún lado.

Los indicadores de desigualdad internacional que ofrecen los Informes sobre Desarrollo Humano de la ONU (PNUD)5 tienen su correlato, a nivel nacional, en los datos que muestran un aumento de las desigualdades de renta, sobre todo en los países más ricos, especialmente en Estados Unidos y el Reino Unido.

En España, en particular, casi el 20% de la población tiene ingresos por debajo del nivel de pobreza, mientras los casos de exclusión social tienden a aumentar6. El problema no estriba sólo en la extensión de la pobreza y la exclusión social, sino que sectores bastante amplios de población están sufriendo unaPage 22 merma en sus niveles de vida, que se ve agravada por una dinámica dualizadora que se encuentra afectada, a su vez, por políticas económicas y fiscales regresivas. El encarecimiento de la cesta de la compra y la incidencia de unos niveles de inflación que tienden a situarse por encima del aumento real de ingresos (salarios o pensiones) de una parte de la población vienen a unir sus efectos a las regresiones tarifarias en los impuestos sobre la renta, sobre el capital y sobre el patrimonio, que dan lugar a que la carga fiscal caiga cada vez en mayor grado sobre los impuestos indirectos y, en última instancia, sobre las rentas más bajas.

El clima de deterioro social se ve influido especialmente por los procesos de precarización laboral, que están poniendo en cuestión los criterios de igualdad de todos ante las leyes (laborales en este caso). De esta forma, los jóvenes, las mujeres, las personas con cualificaciones más bajas (y menos demandadas), los emigrantes y otros sectores socialmente infraposicionados, se están viendo sometidos a peores condiciones laborales y a niveles de ingresos y de estatus más deteriorados, que les sitúan en unas posiciones objetivas de ciudadanía devaluada, respecto al nivel al que se había llegado en las sociedades avanzadas, a partir de las conquistas propias de la ciudadanía social, de la que habló Marshall.

El problema no es solamente que, según las «discutibles» estadísticas oficiales (EPA, cuarto trimestre 2003), la tasa de actividad entre las mujeres apenas supere en España al 40%, o que el paro entre los jóvenes sea dos veces y media superior que entre los mayores de 55 años y el subempleo cuatro veces y media superior, o que el 53% de los jóvenes «afortunados» que han encontrado un trabajo tengan contratos temporales, o que cerca del 60% de los empleados en empresas de trabajo temporal sean menores de 30 años, sino que el problema adquiere una dimensión más global, cuando se constata que en países como España los datos oficiales muestran que más del 50% de la población activa se encuentra en paro o en condiciones laborales precarias: bien por ser ocupados con «bajos salarios» (o «trabajadores pobres», como dice sin eufemismos la OIT), bien por tener empleos temporales, bien por trabajar sólo a media jornada7.

Los trabajadores temporales, según los datos del Ministerio de Trabajo, han llegado a representar un tercio de la población activa ocupada y, teniendo en cuenta que estos trabajadores tienen unos contratos con una duración media de 82,6 días en el caso de los contratos por obra y servicio, y de 54,4 jornadas en el caso de los eventuales8, se puede colegir que estamos ante un problema de empleados sumamente temporales; tan temporales que son parados «efectivos» durante buena parte del año.

A partir de estos datos -y de muchos otros que se analizan en este libro y en la ya referida trilogía sobre «la desigualdad, el trabajo y la democracia»-, parece evidente que nos encontramos ante una dinámica de precarización socio-laboral que está conduciendo a un aumento de la exclusión social, a medida que determinadas prácticas regresivas tienden a extenderse y que más personas se ven atrapadas en las redes de la vulnerabilidad social, mientras que los gastos sociales tienden a decaer año tras año (en España, por ejemplo, hemos descendido desde un 24,7% del PIB en gastos sociales en 1993 a un 19% en los inicios del siglo XXI).

Dualización social y fracturas políticas

Mientras bastantes personas se encuentran ante un curso deteriorado en sus pers-Page 23pectivas vitales y en sus oportunidades de autonomía (con el precio de las viviendas cada vez más disparado) y mientras aumentan los indicadores de desigualdad y de exclusión social, el sector de población al que le «va bien» está entrando en una dinámica de consumos cada vez más ostentosos y más insostenibles, desde el punto de vista de una lógica democrática y razonablemente distributiva, como aquella hacia la que parecía que estábamos encaminándonos los seres civilizados después de la revolución francesa y las tres etapas de desarrollo de la ciudadanía a las que se refirió Marshall.

Pero, si las desigualdades y la exclusión social son graves problemas que afectan a muchas sociedades desarrolladas, a nivel internacional la situación es bastante peor. Como ya resaltamos en el capítulo introductorio, en el Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU de 2002 se subrayaba que solamente el 10% de la población más rica del país más rico del Planeta (Estados Unidos) concentra en sus manos tanta riqueza como el 43% de toda la humanidad (es decir, 25 millones de norteamericanos tienen tantos ingresos como 2.000 millones de personas), al tiempo que sólo el 1% de la población más rica del mundo «tiene una renta equivalente a lo que recibe el 57% más pobre»9.

Un caso extremo de desigualdad es el que está implícito en las condiciones de hambre y desnutrición que afectan a 842 millones de seres humanos, como recuerda la FAO10, mientras en los países desarrollados sobran alimentos y aumentan los casos de obesidad y los niveles de colesterol. Al mismo tiempo, las aportaciones al desarrollo se reducen, alejándose cada vez más de ese modesto 0,7 del PNB de los países más ricos, habiéndose reducido desde 1990 a 2001 las contribuciones de los 24 países del Comité para la Asistencia al Desarrollo (CAD) del 0,33% del PIB al 0,22%, con sólo cinco países cumpliendo el compromiso del 0,7% (Dinamarca, Noruega, Luxemburgo, Países Bajos y Suecia), y casos extremos como el de la nación más rica y poderosa del Planeta, los Estados Unidos, que han bajado del modesto 0,21% de 1990, al 0,11% de 2001 (la contribución más baja de todas)11.

Las muertes por hambre, la pobreza extrema y la mortandad por SIDA y otras enfermedades resultan hechos especialmente agraviantes en un mundo, como el actual, en el que tenemos suficientes medios de información para saber qué está ocurriendo en cualquier lugar, y en el que contamos con una medicina avanzada y unos medios técnicos que nos permitirían -si quisiéramos- atajar el problema del hambre y hacer frente con mayor dignidad y eficacia a las enfermedades y epidemias. Pero, tal como se hacen las cosas, los datos de la FAO revelan que el número de hambrientos tiende incluso a aumentar, habiéndose pasado de los 815 millones del Informe sobre inseguridad alimentaria de 2001 a los 842 del Informe de 2003. Es decir, 27 millones más, con 17 países en los que ha cambiado la moderada tendencia a la reducción experimentada durante la primera mitad de los años noventa. Entre los países que ahora están en retroceso se encuentran naciones muy populosas como la India, Indonesia, Pakistán, Nigeria y Sudán, en las que viven cerca de 1.600 millones de personas. El contraste que a veces se produce entre los avances científicos y las enfermedades y la muerte es tremendo. En los mismos años en los que se logró secuenciar el Genoma Humano, se clonaron seres vivos y se situaron fuera de la atmósfera prodigiosas estaciones espaciales, mucha gente moría en Africa sin atención médica suficiente, mientras grandes empresas multinacionales far-Page 24macéuticas estaban pleiteando por cobrar los royalties de las medicinas contra el SIDA.

La cuestión de fondo es que, si en estos momentos -aun obviando el problema de las desigualdades internas en los países- el nivel de consumo de un norteamericano medio, o de un canadiense, se intentara extender al conjunto de la población mundial nos encontraríamos que, debido a la huella ecológica que requiere este consumo, se necesitaría una extensión de territorios equivalentes a seis Planetas como la Tierra12. ¿Qué significa esto? Significa que, en las condiciones actuales, para mantener los niveles de consumo de una pequeña parte de la población es necesario que persista una estructura social bastante desigualitaria. Es decir, la prosperidad y los consumos excesivos de unos cuantos se mantienen porque existen desigualdades. Y las posibilidades de persistencia de esta situación, e incluso su acentuación, como estamos viendo, dependen de que nuestros sistemas políticos no avancen en una dirección orientada a lograr más participación, más distribución y más progreso social. O lo que es lo mismo, dependen de que no haya una democracia más avanzada y más completa.

La grave contradicción de fondo que se plantea entre los intereses y las ambiciones -y también la extrema codicia- de una parte minoritaria de la sociedad, por un lado, y las necesidades de muchas personas, y las mismas exigencias de equilibrio y progreso de los sistemas sociales como tales, por otro lado, explican buen parte de lo que está ocurriendo en las sociedades de principios del siglo XXI. De ahí los empeños de las élites económicas más privilegiadas por controlar las redes culturales y de información y los esfuerzos por vicariar la vida política, con todas las tendencias que a ello están conectadas en una perspectiva en la que se apuntan serios riesgos de fragilización, desautentificación y oligarquización de la democracia, tal como he mostrado con detalle en mi libro La democracia incompleta.

El precio que las sociedades en su conjunto están pagando por esta dinámica de apropiación económica y de vicarización política es muy grande, y sus efectos se están manifestando en forma de deterioro de instituciones sociales básicas, como la familia (cada vez menos jóvenes se podrán casar o emparejarse establemente si no tienen trabajos decentes y razonablemente seguros y si las viviendas no tienen precios asequibles), de tendencias demográficas inquietantes (cada vez nacen menos niños y las pirámides de población envejecen peligrosamente), de deterioro de la política (crisis de credibilidad de los partidos, control y empobrecimiento de la información, aumento de la abstención y de la desimplicación ciudadana, etc.) y de otras derivas sociales erosivas (espirales de violencia y delincuencia, difusión de climas de inseguridad, crisis educativas, aumento de los grupos marginados y excluidos, etc.).

En nuestras sociedades estamos aún en una fase en la que las valoraciones críticas sobre mucho de lo que ocurre se manifiestan latentemente en forma de «distanciamientos», «anomias», «pasotismos» y síntomas «mórbidos» (quejas sordas, protestas genéricas, etc.). Sin embargo, empiezan a darse fenómenos más netos de «contestación» explícita, a través de los movimientos sociales -sobre todo el movimiento altermundista-, de las protestas juveniles de diferentes tipos de «resistencias» y de la difusión de análisis críticos y alternativos.

Posiblemente, para que las primeras etapas de «distanciamiento» y «contestación» den paso a nuevas fases en las que se formulen «propuestas» más concretas y articuladas se necesitarán previamente procesos más amplios de contestación crítica a lo que ocurre, en una forma similar a la que se produjoPage 25 con el movimiento sindical durante el ciclo de despegue de las sociedades industriales, antes de que se desarrollaran y adquirieran suficiente fuerza política los partidos social-demócratas. Ahora, lo más verosímil es que los movimientos de contestación se refuercen cuando surjan elementos potenciales de «precipitación», como ocurre en ciertos procesos químicos. Quizás las guerras internacionales que son sentidas como «injustas» e «inhumanas» por mucha gente -y sus terribles secuelas en forma de destrucción y torturas- puedan desempeñar este papel de factor «precipitante».

En cualquier caso, ninguna de estas consideraciones nos eximen de completar nuestros análisis críticos sobre el hoy, con algunas valoraciones sobre aquello que es necesario hacer en nuestras sociedades para superar los niveles de regresión y de problematización convivencial en el que se encuentran sumidas.

Una cuarta etapa en el desarrollo de la ciudadanía y la democracia

Para continuar avanzando en el desarrollo de nuestros sistemas socio-políticos y en la conquista de nuevos estadios de progreso para la humanidad (para todos), es preciso entender que la democracia no es un proceso cerrado y concluido, y que tenemos por delante nuevas etapas y conquistas. Al igual que ocurrió en el pasado, con la evolución del absolutismo a la democracia censitaria, y de ésta al sufragio universal y después a la democracia social, debemos comprender que el progreso va a continuar y que existen nuevos capítulos de la historia de la democracia por escribir, en una perspectiva de equiparación social e igualdad como la que señalábamos al principio.

El objetivo de armonizar y ajustar en mayor grado los ideales de libertad y de igualdad no debe verse como una cuestión teórica, o un asunto que sólo interese a profesores e intelectuales. Actualmente esta armonización -que en el fondo es el gran reto de la democracia- es un asunto eminentemente práctico que se conecta directamente con las experiencias cotidianas de millones de seres humanos que padecen los efectos de las desigualdades y las precarizaciones. Para enfrentarnos a este reto se necesita corregir la actual deriva desigualitaria, acometiendo las reformas políticas que son necesarias para restablecer las condiciones de una ciudadanía igual en derechos y oportunidades en las coordenadas socio-económicas concretas en las que nos encontramos.

Las reformas que es necesario emprender apuntan hacia nuevos pasos en el desarrollo de la democracia, en una perspectiva de enriquecimiento institucional que permita profundizar y extender las oportunidades participativas de una manera bien articulada, en el sentido que he explicado en La democracia incompleta. Sobre todo en la perspectiva que se indica en el subtítulo de dicho libro, cuando se hace referencia al «futuro de la democracia post-liberal».

Ahora bien, para avanzar con las debidas garantías en esta dirección es imprescindible el concurso de una ciudadanía activa y verdaderamente libre, que no esté constreñida por graves límites o carencias económicas y laborales. Y esto, en las condiciones socioeconómicas actuales, exige como requisito previo avanzar nuevos pasos en el desenvolvimiento de la noción de ciudadanía, añadiendo una etapa adicional a las tres que refirió Marshall.

Si queremos que el proceso humanizador y equiparador emprendido con la Revolución Francesa no se detenga -y lo que es más inquietante, que no se retroceda- resulta necesario caminar hacia el establecimiento de las condiciones jurídicas, políticas y socioeconómicas que afiancen también la noción de una ciudadanía económica.

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Hasta ahora se había entendido que los derechos de propiedad, el respeto y reconocimiento de la iniciativa privada y/o la lógica del salario eran razonablemente suficientes para garantizar a los ciudadanos un cierto nivel de ingresos, que podían ser mayores o menores, pero que permitían sobrevivir, aunque sólo fuera a unos niveles mínimos. La idea de ciudadanía social añadió a estas apreciaciones un criterio compensatorio de calidad de vida para todos, garantizando un conjunto de derechos sociales que tendían a equiparar las oportunidades sociales y a neutralizar las inseguridades que resultaban más perturbadoras para una vida normal y digna.

Ahora, sin embargo, se está constatando en la práctica que este planteamiento no es suficiente -por sí solo- y que, pese a todo lo que se proclama solemnemente en los textos de nuestras Constituciones, hay muchas personas -sobre todo entre las nuevas generaciones y entre los peor situados socialmente- que no tienen suficientemente garantizados sus derechos sociales, ni sus oportunidades laborales y vitales, no tienen trabajos seguros y razonables, no pueden acceder a la vivienda, no disfrutan del nivel de vida que otros tienen a su alrededor. Y esto implica que viven una condición de ciudadanía devaluada, de una clase inferior a aquella que disfrutan los ciudadanos de primera, que cuentan con un buen trabajo o un buen negocio, unos buenos ingresos, una casa propia, un entorno social gratificante y un acceso a los bienes y servicios que caracterizan una vida digna, al nivel que permite el progreso técnico de la civilización.

Esto es, precisamente, lo que no pueden alcanzar -hasta el presente- los precarizados, los vulnerables, los inestables, los parados, los excluidos, los que se ven obligados a depender durante años de sus progenitores... Por ello, de la misma manera que en la segunda mitad del siglo XX, después de un período de agudas tensiones y conflictos sociales, se entendió que era necesario completar y garantizar el ejercicio de la ciudadanía mediante el afianzamiento de un conjunto de derechos sociales, de igual manera en los inicios del siglo XXI se hacen precisas intervenciones públicas compensatorias -y equilibradoras- que restablezcan las apropiadas condiciones económicas de pertenencia para todos aquellos a los que la falta de ingresos, de vivienda y de oportunidades laborales de calidad les sitúan en unas posiciones que constituyen un grave hándicap personal y ciudadano.

La ciudadanía económica

La superación de los riesgos de las exclusiones y de las precarizaciones que se están dando exigen medidas complementarias que restablezcan las condiciones imprescindibles de unicidad social, de forma que todos los ciudadanos puedan alcanzar un sentido equiparable de pertenencia a la comunidad y de dignidad en sus modos de vida. Es decir, la solución al actual curso social fragmentador no debe plantearse solamente en términos de intentar ofrecer unos «ingresos garantizados» (de manera pasivizadora), sino en términos de proporcionar una «actividad socialmente útil» (de manera activadora). La alternativa al problema de una «ciudadanía decaída» y/o «precarizada» no es -no debe ser- una «ciudadanía subvencionada» (que tiene que estar circunscrita a los jubilados, los enfermos, las viudas y huérfanos y los casos extremos de necesidad), sino una iniciativa política tendente a generar las condiciones propicias para que todos los miembros de una sociedad tengan unas oportunidades razonables de acceder al desempeño de una tarea en su sociedad, para la que puedan prepararse con suficiente motivación durante sus años de estudio, y que proporcione niveles de ingresos en concordancia con el nivel de riqueza y desarrollo alcanzado en su sociedad y con el esfuerzo personal desplegado en su realización. Es decir, basada tanto en criterios de equidad como de reciprocidad.

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Los aspectos centrales a considerar en la conquista de la «ciudadanía económica» son las garantías y oportunidades que existen -que se proporcionen- para tener una actividad laboral, bien en el sistema productivo (como asalariado o autónomo o empleador), bien en el sector público (que hay que potenciar y racionalizar y no destruir), bien en el ámbito de las nuevas actividades que va a propiciar la revolución tecnológica y las enormes oportunidades de crear riqueza que genera (nuevas actividades en los servicios, en salud, cultura, ocio, calidad de vida, seguridad, educación permanente, etc.), así como las nuevas actividades que se pueden generar en la esfera social y política como consecuencia del desarrollo de la democracia postliberal (las que se requieren para el mantenimiento y buen funcionamiento de todas las instituciones y mecanismos permanentes que se pongan en marcha a tal fin).

Una cuestión clave en la buena organización futura de las actividades económicas y sociales es la que se relaciona con la necesidad de ajustar los tiempos laborales «requeridos» a las posibilidades y las exigencias del sistema productivo, que en nuestros días son bastante diferentes a las que existían en los períodos previos a la robotización y la automatización avanzada; de la misma manera que en los inicios de la revolución industrial también fueron diferentes a los parámetros que se alcanzaron en las sociedades industriales maduras de finales del siglo XX, en las que el número de horas laborales al año llegó a ser prácticamente la mitad de aquellas que se trabajaban a finales del siglo anterior.

Ahora que la revolución tecnológica avanza a gran velocidad cuesta trabajo entender cómo es posible que en determinados círculos políticos y empresariales no se entienda algo tan obvio como la tendencia a la reducción drástica de la jornada laboral media, dándose la paradoja de que mientras entre la opinión pública en España predomina ampliamente el criterio de que es necesaria una «reducción de la jornada laboral» (más del 67% y aumentando)13, en cambio pocos de los grandes partidos hacen propuestas suficientemente concretas y claras en este sentido.

Aparte del elemento nuclear del trabajo -que desde la perspectiva de los tiempos de Marshall se contemplaba más bien en términos de «obligación» de trabajar- la noción de ciudadanía económica se deberá desarrollar también en base a la puesta en funcionamiento de servicios sociales más amplios y universales (como cuarto pilar efectivo del Estado de Bienestar), de políticas que hagan accesibles las viviendas (tanto en acceso como en alquiler, con créditos subvencionados, con suelo público, etc.), de salarios sociales (o «rentas de inserción») para casos extremos de necesidad, de lucha contra la exclusión social (tanto con medidas paliativas como de inserción y motivación, etc.), así como mediante un conjunto de iniciativas que tiendan a extender la democracia en el ámbito de las actividades económicas (democratización del trabajo, presupuestos participativos, fiscalidad con bonos de participación, iniciativas comunitarias, etc.).

En definitiva, el objetivo que debemos plantearnos es una resocialización general de lo económico, que permita superar equilibradamente las tendencias actuales hacia la privatización y la apropiación extrema, que están dando lugar a sociedades cada vez más dializadas y a un número ascendente de subciudadanos alienados de la economía. O, si queremos decirlo de otra manera, a personas des-economizadas, cuando no empobrecidas, en un contexto de creciente opulencia de unas minorías.

Para lograr todo esto, lógicamente, se requieren recursos y garantías. De la misma manera que en las sociedades avanzadas de finales del siglo XX y principios del siglo XXI nos hemos acostumbrado a gastar una partePage 28 apreciable del PIB en Sanidad, Educación Pública, Pensiones y otros servicios, de igual modo hay que entender que en el nuevo tipo de sociedades que se están configurando habrá que gastar también recursos públicos suficientes para garantizar el derecho social a la vivienda o el estatus de pertenencia a la sociedad mediante actividades sociales útiles que reporten los ingresos adecuados para alcanzar una posición de suficiente autonomía personal. Y esto, como es evidente, en un orden civilizado no puede dejarse al mero albur de la lógica del mercado o de las alternancias políticas. Se trata de algo tan básico e insustituible que debe formar parte del contrato social democrático, de las reglas básicas que regulan la vida social y política. Reglas y procedimientos que lógicamente tienen que ajustarse a las circunstancias de cada momento. Por ello, de la misma manera que la transición desde las sociedades agrarias a las sociedades industriales condujo a una nueva formulación del contrato social y político -que fue perfeccionándose en sucesi-vas fases-, ahora la transición hacia las sociedades tecnológicas avanzadas plantea la necesidad de una nueva actualización del contrato social y político básico, de acuerdo a las necesidades y a las posibilidades concretas de la nueva etapa histórica. Y en esta nueva definición sociopolítica, la noción de ciudadanía económica debe jugar un papel similar al que desempeñó en el anterior ciclo de evolución la idea de ciudadanía social. Obviamente, el nuevo avance requiere una maduración suficiente de las condiciones y de las percepciones públicas que permita alcanzar un grado razonable de consenso socio-político, como ocurrió antes con la noción de ciudadanía social.

La cuestión, ahora, estriba en saber si en las sociedades de los primeros años del siglo XXI seremos capaces de establecer los fundamentos de este nuevo consenso social necesario con suficiente inteligencia y capacidad de anticipación, antes de vernos forzados a sufrir la eventual experiencia de un ciclo altamente erosionador y conflictivo, cuyas tensiones y disfunciones permitan ver a todos con claridad que es necesario continuar perfeccionando y desarrollando nuestros sistemas socio-políticos.

En definitiva, hay que entender que la democracia es el resultado de un proceso complejo de construcciones y reelaboraciones sociales y políticas, que requieren esfuerzo y voluntad constante. No es algo que haya surgido por sí solo en el curso espontáneo de la evolución social o al mero dictado de los intereses económicos privados. Si queremos decirlo de otra manera, la democracia no es una flor salvaje nacida de la lógica del mercado, sino el resultado del despliegue práctico de una voluntad política explícita que no puede decaer. Como una flor de invernadero, la democracia tiene que ser cuidada con esmero, con mimo, atendida día a día, plantada y replantada esqueje a esqueje, con imaginación redoblada, de acuerdo a las necesidades que surgen en cada momento histórico, en esa gran perspectiva general de humanización que inspira el ideal -armonizado y armonizador- de la libertad de los iguales. En definitiva, el ideal de la dignidad humana socialmente reconocida y garantizada.

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[1] Vid. José Félix TEZANOS, La sociedad dividida. Estructuras de clases y desigualdades en las sociedades tecnológicas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001; El trabajo perdido. ¿Hacia una civilización postlaboral?, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001; y La democracia incompleta. El futuro de la democracia postliberal, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002.

[2] José Félix TEZANOS, La democracia incompleta. El futuro de la democracia postliberal, op.cit. Vid, en particular, el capítulo 17.

[3] Vid. en T. H. MARSHALL y Tom BOTTOMORE, Citizenship and social class, Pluto Press, Londres, 1992, págs. 8, 12, 28.

[4] Vid. José Félix TEZANOS, La sociedad dividida, El trabajo perdido y La democracia incompleta, op.cit.

[5] Vid. por ejemplo, PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2003, Mundi Prensa, Madrid, 2003. La serie se inició en 1990

[6] Vid. por ejemplo, Lene MEJER, Social exclusión in the UE members States, Eurostat, Statistics in FOCUS, Theme 3, 1/2000.

[7] Vid., en tal sentido, José Félix TEZANOS, El trabajo perdido, op.cit., pág. 99.

[8] Vid. Consejo Económico y Social, España 2001, Memoria sobre la situación socioeconómica y laboral, CES, Madrid, 2002, págs. 282-283. En el caso de los contratos a tiempo parcial, el número de jornadas realizadas es, igualmente, de sólo 70,8 (Ibid, pág. 284).

[9] PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2002, op.cit., págs. 2 y 19.

[10] FAO, The State of Food Insecurity in the World 2001, Roma, 2001; y Ibid 2003.

[11] PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2003, op.cit., pág. 290.

[12] Vid. Ernst U. Von WEIZSÄCKER, «El siglo del medio ambiente», Temas para el debate, nº 62, enero de 2000, pág. 26.

[13] Datos del GETS, Encuesta sobre Tendencias Sociales 2003, Editorial Sistema.

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