Europa y la(s) Constitución(es)

AutorFaustino Martínez Martínez
Páginas753-779

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Para la libertad, sangro, lucho, pervivo

(M. Hernández)

I

Comencemos por el principio y detengámonos, antes de nada, en las inmediaciones del texto escrito, de la letra impresa ya consolidada. Al avanzar con ánimo decidido hacia este necesario y clarificador libro, cosa que no debe sorprender en exceso conociendo al A., se encuentra el lector, en primer lugar, con una portada contundente: un extracto o fragmento de un cuadro brumoso, de marcados grises predominantes y casi obsesivos. Grises que asfixian por su efecto depresivo y remiten al clima de tipo centroeuropeo sin duda alguna. Tenue, sin mucha luz o con una luz más bien mortecina, agónica, que se va agotando o escapando según se mire, tal que un día que va falleciendo poco a poco, se divisa en él una mesa presidida por una pequeña urna de madera. Es el centro de nuestra atención captada, el nexo visual clave, el eje sobre el que se vierten las miradas inquisitivas. Allí un presidente, de pie, recibe al ciudadano, mientras su acompañante de la derecha busca en las listas del censo el nombre del sujeto que va a ejercitar el sufragio y los otros dos adláteres departen al fondo sobre lo divino y lo humano, ajenos al mensaje central que se quiere transmitir por parte del artista. Un tintero acompaña esta labor de pesquisa. El atuendo del ciudadano es modesto: beige la chaqueta, gris claro el pantalón, una corbata azul, sobre sencilla camisa blanca y chaleco asimismo beige, sin muchos más aditamentos. La desnudez de lo sencillo. Algo inidentificable en la mano. Probablemente un sombrero. Se ha descubierto, respondiendo a los mejores parámetros de la educación burguesa

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decimonónica, ante quienes semejan ser seres superiores, como muestra de respeto. Su actitud es levemente sumisa. No tendría que serlo, pero así lo parece. En todo caso, la sumisión semeja acompañarse de cierto grado de orgullo y capacidad de decisión. Se plasma en la firmeza con la que entrega el sobre con su opción al citado presidente. No es un súbdito ante el que nos encontramos. Ni mucho menos. Es algo más. Y es algo más precisamente como consecuencia del acto que se está llevando a cabo. Es ciudadano porque está activando esa ciudadanía, porque la está realizando, porque está contribuyendo a formar la decisión colectiva mediante la expresión de su sencilla voluntad, que se sumará a la de otros idénticos seres humanos, coincidente o no con la suya, para configurar un resultado final determinante de cara al destino, de cara al futuro de aquella colectividad de la que forma parte. Sus colores plurales, serenos, claros, tranquilos, contrastan con el negro de las levitas y el rostro barbado de quienes integran la mesa presidencial. El rictus serio de los componentes de esa primera pieza (entre otras muchas) de las votaciones y del festival de la democracia apenas se percibe por lo diluido de los trazos con los que el pintor A. H. Bramtot ha querido diseñar este singular escenario. Al fondo, como decíamos, dialogan dos de esos próceres, ajenos a la escena principal. No interesan lo más mínimo.

Lo relevante es lo que ofrece esta imagen central que capta toda nuestra atención y toda nuestra emoción contenida. Es un rito el que se está ejercitando y el rito implica, en cierta forma, solemnidad, rutina, cuando no monotonía, falta de improvisación y de espontaneidad, rigor, solidez, previsibilidad. Pero para llegar a ese aburrido ritual se requieren muchas conquistas, muchos sacrificios, muchas renuncias y transacciones, muchos debates, votaciones, apoyos y traiciones. La vida política misma, embarcada en la defensa a ultranza de la libertad, se condensa en ese simple acto. Lo que el cuadro muestra no se consigue de la noche a la mañana. Es autorreferencial: lo que ahí se representa, el voto, se ha conseguido ejerciendo esa misma acción por encima de todas las dificultades posibles, esto es, se ha conseguido votando y luchando, y también viceversa. La escena reflejada tiene antecedentes nada pacíficos y precedentes que nos sumergen en un contexto histórico que está en las antípodas de lo representado pictóricamente. Es fruto de una pugna constante. El título, The Universal Franchise, nos habla de una suerte de libertad universal para cuya conquista, realización y consolidación, fue indispensable ese simple y pequeño gesto que el ciudadano anónimo que nos ocupa está realizando ante la severa mirada del poder: el voto, el sufragio, o, dicho de otra forma, la aceptación de unos mecanismos decisorios en democracia cuyo resultado último es la adopción de aquellos criterios apoyados o amparados por la mayoría con el respeto debido a las minorías, todo lo cual implica, en suma, la posibilidad de participar en la formación de la voluntad general, popular o nacional por medio de la expresión, sin restricción o limitación alguna, de la propia voluntad individual. El voto permitió esto y todo esto permitió el voto. El voto es, al mismo tiempo, causa de la democracia y efecto directo de la misma. Éste es parte indispensable para edificar ese pueblo, esa nación o esa generalidad, donde el individuo, sin perder su sustantividad, se diluye para crear una suerte de poder político supraindividual, inmortal, alejado de todas las contingencias humanas, perdurable, cuya voluntad se forma captando las opiniones de aquellos que están en su base. El

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individuo contribuye, pues, a formar el poder y contribuye a orientar su actuación. No es momento aquí de profundizar más en lo que ha supuesto el derecho de voto, ese sufragio universal que da nombre al cuadro. Amanece con él toda una nueva legitimidad del poder que suplanta a las legitimidades teocráticas o aristocráticas de tiempos anteriores. Cada comunidad decide por sí misma su propio destino, sin que nadie, de dentro o de fuera, se lo imponga, ni se lo dicte. Así lo decía I. Kant. Ahí comparecen la autonomía y su maximización más clara, la soberanía. La voluntad individual se ve recompensada con el apoyo de otras voluntades y actúa como bálsamo para luchar contra toda suerte de despotismo, de imposición, de dictadura. No es el hecho sólo de votar; es votar con conocimiento de causa, no como simple acto de voluntad, sino como acto de razón, de inteligencia, de determinación, de racionalidad política, de comprensión y de asimilación. El voto es la fase final de todo un proceso de introspección en el campo político que requiere conocer, valorar, deliberar, desechar, decidirse, que requiere contraste, información, debate, pluralidad, diálogo, tolerancia, respeto, veracidad, madurez. A la introspección sigue la exteriorización y para ello está el completo y complejo ceremonial de la democracia. Costoso, pero indispensable. Manipulable, pero necesario. Corregible, pero único. Perfeccionable, pero irrenunciable.

Sufragio significa opción y opción implica pluralidad de visiones, de criterios, de partidos, de sentidos, hacia los cuales encauzar esa manifestación política suprema en que consiste toda votación. Sufragio es libertad. Lejos de este paisaje, se hallan el pensamiento único y los dogmas incuestionables; al contrario, en libertad, el pensamiento es plural, todo se debate y todo se cuestiona. Cierto que hay corrupciones, mediatizaciones y matices, pero, en el principio de la democracia como si del arranque de un nuevo mundo se tratara, estaba sólo ese genial acto que hacía que se dejase de representarnos como simples súbditos, callados y sometidos, y se nos bautizara como activos ciudadanos con voz propia, con ámbito propio de pensamiento y de decisión. A pesar de los grises, de la luz tibia, el cuadro celebra un gozo contemporáneo: que todo hombre, por el mero hecho de serlo, tiene el inalienable derecho a opinar y a actuar políticamente de acuerdo con esta opinión hasta el punto de contribuir con su decisión a orientar la forma específica de comportamiento del poder político, un poder que ya no le es remoto o distante, sino del que forma parte, aunque sea en una muy mínima proporción. Un poder que no es divino, sino humano, porque humanos son todos aquellos que coadyuvan a su articulación y humanos son los que lo acaban por ejercer. El sufragio no es más que la consecuencia de una libertad, la individual, que es tildada por B. Constant, con cuya cita se inicia en puridad el entramado intelectual del libro, como la verdadera y auténtica libertad moderna. De libertad y de libertades vamos a hablar a propósito de este nuevo texto del Prof. R. L. Blanco Valdés, experto constitucionalista de la Universidad de Santiago de Compostela, polémico valiente y polemista concienzudo, autor dotado de una exquisita sensibilidad histórica que le ha permitido observar el fenómeno constitucional más allá de textos positivos coetáneos, más allá de simples declaraciones, proyectos y constituciones, más allá de lo superficial y de lo aparente, para impregnarse en plenitud de la esencia política y jurídica que dimana de este complejo y arduo proceso iniciado a finales del siglo XVIII, solamente comprensible desde el observatorio que la Historia nos suministra. Actuando la

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Historia y empleándola como molde que encauza procesos, conceptos y acontecimientos, se puede entender mínimamente ese largo tránsito de aceleración política que vivió el mundo en el paso del Antiguo Régimen a la nueva realidad liberal y que llega hasta nuestros días en sus contenidos mínimos sustanciales, con sus huellas y herencias más sobresalientes. Su obra sobre el valor de la constitución en las experiencias norteamericana y francesa, suficientemente conocida y acaso su mejor aproximación al pasado constitucional, tanto europeo como ultramarino, es garantía de que lo que se va a encontrar el lector ahora es bueno, es razonado, es completo, al estar conducido por la profunda reflexión y por la solidez argumentativa. Los precedentes son, pues, impecables. Animan a abrir las páginas y a ver el contenido.

II

Seguimos en los alrededores de la obra, aunque se...

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