Espacios de papel: Vidas Domésticas y escrituras burguesas

AutorMontserrat Huguet Santos
Páginas153 - 176

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La contemporaneidad se salda en parte gracias a ese conjunto de aventuras menudas que no merecen siquiera el esfuerzo del recordatorio. Una de las más significativas es esta tan renombrada de que las mujeres hayan abandonado por fin su estatus de idiotas. La idiotez merece la condición de oficial cuando tiene que ver con la dependencia instituida, lo cual viene sin duda al caso. El asunto es que para que una señora, respetadísima sin duda, merezca el calificativo de idiota, ha de haber conseguido al menos la visibilidad que requiere todo objeto que se somete a un juicio de valor.

Dos al precio de una: Lánguida e idiota

En el siglo diecinueve y por lo general, al ser calificadas de “idiotas”, las mujeres no solían observar daño alguno a su dignidad, si bien a medida que pasa el tiempo se pretenderá que, incluso las así llamadas idiotas, se comporten con cierta inteligencia: “Es una monada – prosiguió la señora Smith (…)- No tengo nada que decir en su contra, lo admito. A veces la veo engalanada como un caballo que va a la feria, y la admiro por ello.

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Es una perfecta dama. Pero la gente no puede evitar pensar que si la muchacha hubiera aprendido números en la escuela en lugar de letras, le habría ido mejor a su bolsillo”1.

Esta crítica sale de la boca de una aldeana inglesa del último tercio del siglo XIX que reconoce no leer los periódicos “para nada”, pero saber con todo que los hombres se casan siempre con las hijas de la clase superior. Incluso en el campo, lento y profundo, la condición económica prima sobre la belleza y las virtudes clásicas. Pero la belleza se impone a la inteligencia y el estudio: “Creo que el deber de una mujer es ser todo lo hermosa que pueda.”, dice la joven Elfride que, ayudada por su amante porque su memoria es efímera, recuerda quizá el texto de Tito Livio (Historia de Roma): “Elegancia en el aspecto, el atavío, el adorno: son los distintivos de la virtud en la mujer”. El caballero de Elfride añade al juicio del autor romano uno propio: “Por supuesto; una mujer sensata preferiría peder su inteligencia que su belleza2.

Pero por lo general –el padre de Elfride, la dama criticada por la señora Smith, hace hincapié en que su hija no ceje en su condición singular de inútil para cualquier tarea práctica, se considera la idiotez consustancial al sexo y se recompensa con la mirada paternal y elevadamente amorosa que recae sobre sus portadoras. A no ser que uno sea mala persona, se procura proteger y guiar a la idiota; se la consuela cuando es preciso y se ensalzan sus cualidades por más que se estime que sus virtudes son ridículamente comparables con las del hombre que la atiende y protege. Ellas se muestran siempre agradecidas y destilan hacia su protector un amor que va más allá de la atracción física y de carácter porque se asienta en la fe. Ella“(…)Page 155desconocía esa lógica de sumisión al ciego destino y no acertaba a comprender las mezquinas pasiones y caprichos femeninos. Había admitido, de una vez para siempre, que el hombre elegido era digno y tenía derechos sobre ella; creía en él y por esa razón le amaba; si dejara de creer dejaría de quererlo…”3.

Lo piensen o no los hombres hacen lo posible para convencer a las mujeres que les acompañan de que son individuos listísimos. Algunos sin embargo las respetan sinceramente e incluso pueden juzgar en ellas virtudes encomiables. La reacción masculina ante la mirada inteligente y las observaciones perspicaces de la mujer es casi siempre de admiración seguida de orgullo: “Se dio cuenta de que ella comprendía tanto como él y que sus razonamientos no eran peores que los suyos…”4.

La admiración deviene de la observación de lo inhabitual, y el orgullo del convencimiento de que, por encima del talento natural de la mujer, son los esfuerzos y los desvelos de él la causa de esta eclosión en forma de maravilloso fenómeno. Cabe pues enorgullecerse de tener una esposa sabia, porque por encima de todo, el marido disfrutará de la compañía de un igual sin tener que salir de casa, juzgándose además motor y estímulo de su curiosidad y aprendizaje.

En 1847 el poeta Lord Alfred Tennyson envía a la mujer a la Universidad. La princesa Ida fundará una Universidad solo para mujeres. Pero Ida es apenas un eco del tiempo, un pro-Page 156ducto poético de inspiración gótica en pleno romanticismo5. Los personajes femeninos de naturaleza sabia y poderosa están de moda. No en vano ese mismo año de 1847 ven la luz Jane Eyre de Charlotte Brontë y Vanity Fair de W. M. Thackeray. En la Inglaterra del último tercio del siglo XIX escribir novelas se convierte en una actividad propia de personas que “(…) viven demasiado al margen del mundo como para vivir una novela”, de modo que los padres animan a sus hijas a que se dediquen sin vacilación a la actividad de la escritura de ficciones alejadas de los asuntos reales, no por ganar dinero, ciertamente, “(…) sino como garantía de que sus futuros maridos las respetarán intelectualmente”6.

No es habitual sin embargo que los esposos o los padres mantengan tratos generosos con las sabihondas que les rodean. De ellas recelarán, más aún si muestran su despabile y toman la iniciativa en los aspectos más menudos de su formación intelectual. El padre de Elizabeth-Jane por ejemplo, el señor Henchard, de Casterbridge, lo tiene claro: “El credo de Henchard era que las señoritas educadas debían escribir con una caligrafía distinguida; sí, creía que los caracteres perfilados eran innatos y formaban parte consustancial de la feminidad refinada” ¡Cómo no enfadarse con una hija que escribe líneas con garabatos desiguales! El padre se avergüenza de la singularidad del fenómeno y, con el tono enérgico que le caracteriza en su trato con la gente, la despide del escritorio sobre el que se inclina para realizar la concienzuda tarea7. A Henchand lePage 157proporciona calma la apatía y el desconcierto en el rostro de su esposa y de su hija. Comprueba sin pestañear el letargo espiritual que lastra generaciones de mujeres tan hartas de lo que las rodea como de sí mismas. La tristeza sorda que abate a las mujeres sensibles e inteligentes del diecinueve, incapaces de entender su papel en el mundo, fluye en las páginas de los libros en forma de histeria y anomalías de la salud.

En la era de la velocidad y del humo que emana del sucio carbón, las mujeres -las sabias incluso- recelan con frecuencia de la letra escrita en sus vidas, de la ampulosidad de las vidas ficticias con que los hombres las han embobado, abstrayéndolas de todo lo ajeno a la ensoñación. “(Ellas) se dan cuenta de que las cartas solo sirven para enlazar acciones, como los entreactos de las obras de Shakespeare (…) Y ¿has conocido alguna vez a una mujer que leyera a Shakespeare sin saltarse los entreactos? El mismo Shakespeare lo sabía, y por eso no puso a ninguna mujer. Que los hombres practiquen sus frases ampulosas, haciéndose unos eco de otros, mientras las mujeres se quedan entre bastidores lavando los platos de la cena y acostando a los niños. –Nunca he conocido a una mujer que leyera a Shakespeare –corrigió Narcisa. Habla demasiado”8.

Languidez y el nerviosismo femenino9, neuralgias y otras patologías son manifestaciones del descontento clásico y moderno. La condición de enferma crónica, expresada por la menstruación, que se atribuye a las mujeres forma parte de la herencia de la modernidad. En absoluto asociada a la reproducción humana, la perdida mensual de sangre era atribuidaPage 158por los médicos a la expulsión de sustancias tóxicas acumuladas en el organismo de las mujeres.

Tanto si la enfermedad nace del aburrimiento y la indiferencia o como de la visión repentina de un muro impracticable en el camino de la conciencia personal, las mujeres, fértiles en su condición animal, asociarán su vida íntima a un páramo estéril. Los nervios se alborotan y el esposo comprensivo o la madre experimentada calman la ansiedad de la joven con los recursos que tienen a su alcance. El buen marido se convertirá en padre cariñoso y paciente y la madre buscará alcoholes y sales, alguna bebida espirituosa incluso, en la cómoda de su propio dormitorio. Unos y otros, consejos y ungüentos, apaciguan temporalmente el ánimo y parchean el alma. El sueño que se prolonga en exceso o el insomnio, tanto da; la alimentación convulsiva o la falta de apetito; la locuacidad desgarrada o el silencio marmóreo, cada síntoma rebrota en el curso de la vida debilitando la naturaleza original de las mujeres. Todo ello parece natural.

Antes de medidos del XVIII los desordenes nerviosos en las jovencitas (la adolescencia10 es un invento muy reciente) eran atribuidos al efecto sobre la salud de los amores no correspon-Page 159didos; al síndrome se le conoce como fiebre amatoria. La progresiva medicalización de la vida occidental a lo largo del XIX relacionará los trastornos femeninos con su condición fisiológica –la llamada vida genital11y presentará a examen los factores sociales, ambientales, higiénicos, alimenticios e incluso psicológicos. El bienestar –malestar crónico– de las mujeres conforma un ámbito cerrado y mágico dentro del cual puede suceder cualquier cosa. Tanto en las señoras socialmente inactivas como en aquellas cuyo trabajo es doméstico o externo, la condición femenina se liga a la enfermedad, y esta le confiere un reconocimiento social deficiente. Más grave parece que se culpe a las mujeres de la enfermedad que padecen, con sus desvanecimientos, palpitaciones, hemorragias nasales y hasta ausencia de apetito sexual. La falta de autocontrol que manifiestan las damas es debida –se estima– a la pureza de la ingenuidad con que se enfrentan al mundo.

Refiriéndose a los síntomas de un mal que parece epidémico entre la población femenina del diecinueve y comienzos del veinte, los expertos reclaman la atención sobre una lacra consustancial a la moderna civilización, que pide a las mujeres...

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