Un poder nuevo en el escenario constitucional: notas sobre el ejecutivo gaditano

AutorFaustino Martínez Martínez
Páginas257-376

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Ver nota 1

1. Preludio

El carácter convencional y, por tal motivo, en cierto punto artificial, no natural, de fechas, dataciones y periodificaciones, se muestra claramente en todo su esplendor cuando tratamos de la Historia jurídica moderna, una Historia de larga duración ma non troppo, fundada en la pretendida eternidad de un modelo de raíces medievales, basado en la omnipresencia del Ius Commune, pero, al mismo tiempo, tan ligada y sensible a los fenómenos intelectuales, cul-

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turales, políticos, sociales y económicos que sacuden Europa a finales del siglo XVIII y la convierten en algo diferente (la Era de las Revoluciones), en relación con todos los cuales el Derecho gozaba de un puesto de preeminencia dado que era la expresión cumplida de una nueva forma, guiada por la razón, de diseñar el mundo, de cambiarlo, de entender y de disciplinar la sociedad, el Estado, el hombre y las relaciones de poder que se daban entre todos esos sujetos implicados. El cambio solamente podía darse mediante una profunda reformulación del Derecho y por medio del mismo, concebido así como la más importante herramienta racional para tal destino, como algo capacitado para provocar una cesura histórica y señalar un antes y un después, provocando el necesario recur-so a la cronología y a los artificios numéricos que la rodean. El soberano legislador, buen padre y buen gobernante, cordial y estricto a un mismo tiempo, iluminado siempre por las luces de la razón, era el modelo a seguir2. Tanto es así que esas fronteras vanas que tratamos de introducir para dividir y clasificar, para señalar un tiempo previo y uno posterior, unos antecedentes y unos consecuentes, para aprender, orientar y exponer (como recursos académicos en última instancia), muchas veces se manifiestan como simples cuestiones de estilo y de tono, siendo fracasos sonoros, incapaces de condensar la realidad de los hechos, de aquilatarlos y de someterlos a un patrón uniforme. Las fechas son rebasadas por la especial maleabilidad y la rápida movilidad de la tozuda mate-ria histórica que no atiende a convenciones o artificios de ningún signo que sean, a moldes prefabricados donde ser instalada, sino que discurre por otros derroteros. Las fronteras temporales que son fijadas por los historiadores en muchos casos aparecen insensibles a las continuidades y a las rupturas que jalonan el desarrollo de las instituciones y de los conceptos jurídicos, elementos ambos que constituyen la razón de ser del quehacer cotidiano del historiador del Derecho antes que la preocupación por la descripción de procesos, actos y hechos, la cual también debe eXIstir, pero como telón de fondo de lo anterior. La realidad histórica y la percepción de esa realidad histórica realizada por los historiadores, a partir de los correspondientes testimonios, fuentes y huellas (olvidar no es un opción, pero sí seleccionar los materiales a emplear), con el subsiguiente proceso de conceptualización (en su doble condición de factor e índice), no se compadece del valor de los números, de su armonía o de su exactitud, en ocasiones elementos todos ellos más simbólicos que otra cosa. La dictadura de las fechas debe ceder ante la dictadura de la realidad y de su plasma-ción conceptual, de su traslación hacia el presente y el futuro, de su representación, de su simbología y también, por qué no, de su mitología. El siglo XIX comienza propiamente para España no en enero del año 1801, como sería lo lógico atendiendo a criterios puramente numéricos, sino en el mes de mayo del año 1808, aquel mes y aquel año en que se inició todo, para bien o para mal, en que todo cambió o se diseñó el camino para ese cambio, en que se trazó a grandes rasgos

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el guión de lo que habría de acontecer (los tristes presentimientos del grabado de Goya), en que se comienzan a clausurar la Ilustración y el Siglo de las Luces y se empieza, de modo gradual, paulatino, con sobresaltos, avances y retrocesos, la construcción de un nuevo orden político, social, económico y cultural, con ramificaciones en todos los demás campos, con dependencia del pasado, algo indudable, pero también con la ilusión puesta en el futuro más inmediato, en el deseo de transformación, de novación completa, de inauguración de una nueva época para la Historia3.

En un ambiente de extrema convulsión y acentuado patriotismo, de desplome institucional y nacionalismo exacerbado, el jueves 1 de septiembre de 1808 salía a la luz el primer número del Semanario Patriótico, inspirado por Quintana y su círculo, dando noticias dispersas sobre la situación interior y exterior de España, y también transmitiendo informaciones varias acerca de cuestiones políticas de la máXIma y rabiosa actualidad. En la página 14 del citado número, se planteaba una pregunta interesante y compleja para el avispado lector, de tipo retórico, que revelaba de un modo meridiano la voluntad de sus redactores al anticipar la respuesta (como sucede en toda pregunta de este tipo) e intentar así inocular en la opinión pública un nuevo antídoto contra el despotismo que había conducido a la patria a esas precarias horas de eXIstencia. La crítica iba dirigida contra esas autoridades débiles y entecas, esos «zelosos patricios» que habían recibido un poder del pueblo, dividido y limitado en el tiempo, y que ahora debían proceder a su restitución en aras del interés y de la prosperidad comunes, so pena de incurrir en usurpación. El momento así lo requería y el cambio, imparable, no podía someterse a condiciones de ninguna clase. En esas fechas llenas de incertidumbre, ¿ignoraba alguien, decía la publicación neona-

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ta, que el poder supremo, la verdadera soberanía, residía en la Nación, reunida por medio de representantes, y no en los múltiples cuerpos intermedios que poblaban el solar hispánico y que campaban a sus anchas por las diferentes provincias que territorialmente lo formaban? En un arrebato de valiente constitucionalidad y de claro avance político, los redactores proporcionaban a los plurales lectores, así de primeras y sin subterfugios, un nuevo sujeto que estaba llamado a convertirse en el protagonista de excepción de la realidad revolucionaria que se había iniciado en el mes de mayo inmediatamente anterior. Cuando todo había caído y la Monarquía agonizaba, cuando la invasión y dominación extranjeras semejaban ser el único horizonte político, cuando la Constitución histórica daba la sensación de haberse esfumado, parecía resurgir de sus cenizas el auténtico motor de la Historia patria, el protagonista por antonomasia de siglos y siglos de feliz eXIstencia, con plena libertad e independencia, precisamente ahora que ambos atributos estaban cuestionados. La Nación, atrapada por centurias de despotismo, había conseguido liberarse de sus ataduras en un clima de excepción y había recuperado el puesto que le correspondía en el escenario político-constitucional para reactivar las notas aludidas que la definieron y definían todavía como cuerpo colectivo. Una Nación libre e independiente volvía a actuar o quería hacerlo, si las circunstancias lo permitían. No se extendían los anónimos periodistas a los efectos de precisar cuáles eran los perfiles o caracteres que acompañaban a esa Nación, constituida mediante los representantes a los que se aludía expresamente (una Nación indirectamente conformada, por tanto, por la vía de la representación; nunca una interlocutora plural inmediata), cuáles los elementos que contribuían a adjetivarla y darle sentido pleno histórico y enjundia presente, ni era tampoco algo en realidad necesario en un discurso nacido eminentemente para epatar a las masas (destinatario natural de estas publicaciones) y, en menor medida, a las elites, para crear opinión visceral que no ciencia meditada. Estamos en los tiempos convulsos que suceden al 2 de mayo de 1808, certificando que lo tratado en Fontainebleau y otros convenios previos no era un simple y pacífico acuerdo entre potencias amigas, sino una invasión pactada y consentida, un documento que autorizaba la expansión peninsular del Imperio napoleónico. Estamos en los días que preceden a la Constitución, el 25 de septiembre del mismo año de 1808, de la Junta Central Suprema y Gubernativa de España e Indias. Para ello y a favor de la misma, hablaba el Semanario, en su página 15, de la absoluta necesidad y urgencia de un Gobierno supremo, «unico executivo, á quien confíe la Nacion entera sus facultades, un Gobierno sólido y permanente que disipe los rezelos de algunas gentes tímidas; que dirija con acierto las operaciones generales, y que arrebate al Déspota de Francia la esperanza de subyugarnos con el artificio y el dolo, ya que no ha podido hacerlo con las armas»4.

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Ha aparecido el primer vocablo en el que se va a centrar este estudio: la voz «Gobierno», con una acepción propia y singular, porque así lo era el marco excepcional en que aquélla se estaba empleando. Para poner freno a la ocupación francesa y a sus nefastas consecuencias de cualquier signo, se debía atribuir todo, sin reservas de ninguna clase, a ese Gobierno, a ese poder único, uniforme y homogéneo, inmediatamente ejecutivo, en el cual confiaba la Nación y al cual se confiaban todas sus atribuciones, dotado de inmensas facultades y, sobre todo, de una gran celeridad en la tramitación y resolución de los principales y acuciantes asuntos a tratar. Esto era así porque las antiguas Cortes, en las que algunos cifraban las esperanzas de supervivencia político-constitucional del Antiguo...

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