El enriquecimiento ilícito. Algunas cuestiones previas y generales

AutorManuel Avilés
Cargo del AutorDirector del Centro Penitenciario de Mallorca
Páginas19-70

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Tienes en tus manos un libro que quiere ser una denuncia, una llamada a la relexión para todo el que se acerque a él. Trata de cosas que están a la orden del día: el poder, el dinero, la relación de uno con otro, el furor que ambos provocan, el ansia de acceder a los mismos y la furia con que se persiguen.

Nada de lo que diga -de lo que escriba- a partir de ahora, cualquiera de los coautores o yo mismo, debe ser considerado como dogma de fe ni como inamovible ni como dogma de nada. No me considero -sería un estúpido de marca mayor como dicen en mi tierra- en posesión de la verdad en ninguna materia, en ningún aspecto, ni en ninguna disciplina. Mis compañeros de escritura tampoco. Como mucho, nos sentimos aspirantes permanentes a saber algo más cada día o a captar lo que de la realidad, poliédrica, complicada y cambiante, podemos aprehender en cada momento.

Es imprescindible situarse en una posición de sano relativismo en todo lo que toca a lo que podríamos llamar ciencias del ser humano, en todo lo que afecta a los anhelos, los conlictos, las relaciones interpersonales, la relación con el entorno, las ambiciones, las supuestas certezas y hasta las dudas. En este terreno -como en casi todos- todo debe ser discutible, todo debe ser cuestionable, siempre que dispongamos de argumentos razonados para ello, porque en eso, y no en otra cosa, consiste la postura no dogmática, abierta y cientíica.

Hay mil y un matices que calibrar y valorar cuando analizamos un hecho social cualquiera y todos deben ser tenidos en cuenta al intentar explicarlo, si pretendemos ser minimamente asépticos, si aspiramos a una mínima objetividad a la hora de procurar entenderlo.

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Este es un tema delicado, un tema escabroso, un tema conlictivo, un tema casi, y en muchas ocasiones, tabú, un tema intrínseco y esencialmente antropológico por cuanto el hombre, con sus mil claroscuros, está instalado en el centro del mismo. La criminología, la psicología, la sociología y la política -temas que entran de lleno en el principal que ahora nos ocupa- son, todos ellos, de ciencias antropológicas.

¿Cuál es el principal objetivo del hombre, la pulsión esencial de su existencia, aquello por lo que lucha de manera permanente?

Freud hablaba de la pulsión sexual como uno de los principales, si no el principal elemento motor del hombre y de todas sus acciones1.

De hecho, las neurosis -objeto fundamental de estudio del descubridor y primer impulsor del psicoanálisis- siempre, según él, tienen en su raíz un impulso sexual reprimido que es el que produce los conlictos de la personalidad.

Para el genial doctor austriaco, los desórdenes psíquicos de los neuróticos son producto de la fuerza descontrolada y no consciente que ejerce una determinada pulsión sexual reprimida, machacada, no liberada y que, por eso mismo, molesta y se maniiesta y explota por algún sitio (el síntoma neurótico). El síntoma neurótico desaparece -y el enfermo se cura- cuando la pulsión sexual inconsciente y reprimida se hace consciente y se encauza porque esa "liberación" es la esencia de la curación al no haber presión reprimida que cause los disturbios psíquicos referidos.

No estamos aquí para hablar de psicoanálisis -o posiblemente sí en algún momento de esta intervención o de la que hagan mis compañeros coautores-. Aun admitiendo la genialidad del médico austriaco y salvando las distancias entre un vulgar funcionario mortal y un genio de la ciencia, tengo que discrepar de él. Siendo, como es el impulso sexual, una fuerza potentísima, me atrevería a airmar que no es la principal. Hay una potencia más difusa, más indeterminada, que motiva al hombre más que el sexo, aunque el impulso sexual y algunos otros estén contenidos en ella: la necesidad de seguridad, estrechamente relacionada y casi identiicada con el llamado "instinto de conservación".

El ser humano necesita sentirse seguro, notar que el suelo no se mueve bajo sus pies, que su vida es estable, que puede mirar hacia adelante sin miedo, que lo tiene todo "atado y bien atado" y, precisamente, cuando una persona actúa a impulso de los estímulos inmediatos, sin prever las consecuencias de los actos,

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sin calibrar el efecto que tendrá lo que hace hoy y ahora en los días posteriores, con vehemente sed de excitación y con permanente búsqueda de riesgos, se considera por muchos especialistas que padece un trastorno de conducta de muy difícil tratamiento2, se le considera un psicópata.

Esa necesidad, esa búsqueda de la seguridad, se traduce en planiicar el porvenir, dominar el entorno, prepararse para "el día de mañana", estudiar una carrera, hacer oposiciones, idear y montar un negocio que uno cree con posibilidades de futuro, acumular riquezas e incluso -en el colmo de la previsión pues con la muerte todo se acaba- asegurarse de que las riquezas continúan encauzadas de manera ordenada con las herencias, que hay toda una especialidad complicada en el mundo jurídico como es el derecho de sucesiones3. La búsqueda de seguridad implica lo que vulgarmente se llama "una vida ordenada", una vida convencional e instalada en las normas porque las normas, además de constreñir conductas e impedirnos hacer lo que nos viene en gana, establecen caminos, procedimientos y modos de actuar, que aportan seguridad.

En deinitiva, el hombre busca por encima de cualquier otra cosa -es mi opinión, discutible como ya he admitido- situarse en una posición de seguridad y de poder, del mayor dominio posible en relación con el entorno4.

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Las crisis de angustia, las crisis de pánico o de ansiedad no son más que eso: una reacción ante el miedo que nos produce el entorno al que nos enfrentamos, un entorno que se nos ofrece resbaladizo e incontrolable, un entorno que vivimos (en el pleno sentido de la palabra, vivir, es mucho más que percibir) como agresivo y del que esperamos golpes indeterminados contra los que imaginamos continuamente mil y una defensas. Esa anticipación del sufrimiento, típica de la angustia neurótica, no es sino miedo y falta de seguridad.

¿De dónde, si no, el importante éxito económico de las compañías de seguros? Seguro de vehículos a todo riesgo, de accidentes, de enfermedad, multirriesgo del hogar, de amortización de préstamos, contra las tormentas, contra el granizo, contra los robos, contra la rotura de una pierna o la afonía, seguro de empleo y sueldo (¿por qué se ailian muchos funcionarios a los sindicatos o, mejor dicho, casi todos los funcionarios?), seguro de responsabilidad civil en todas las profesiones, reaseguros... Búsqueda de tranquilidad, de seguridad, en deinitiva, como un bien preciado e irrenunciable que es presupuesto imprescindible de la felicidad. Sin aquella, esta última no parece posible.

Otro elemento importante de cara a la seguridad es el conocimiento, la información. La información es poder y el poder da seguridad. La información genera seguridad. El no saber qué día es, el no saber qué va a pasar, el no disponer de conocimiento sobre las circunstancias personales, la incertidumbre en mil y un campos genera una importante angustia, una gran sensación de zozobra. Si a cualquiera de nosotros nos encierran en un castillo, en un laberinto, nos ubican de pronto en cualquier sitio extraño, el primer impulso es reconocer el lugar, explorarlo, ver qué hay detrás de cada puerta, de cada pared, en cada recoveco. Si aterrizamos en una isla desierta, el primer impulso, la necesidad primaria -posiblemente porque es la que nos posibilita hacer frente a otras- es conocer lo más ampliamente posible el terreno, ver dónde están sus límites y sus características, conocer lo mejor posible sus detalles particulares, como elemento primordial de seguridad.

A mí, por ejemplo, no me gusta nada volar en avión. No llega a ser una situación de angustia importante -mucho menos, de pánico- pero el ir

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subido en un chisme que pesa doscientos mil kilos y cuyo funcionamiento y capacidad de vuelo me resultan inexplicables sí me genera una situación de enorme incomodidad. El hecho de que haya un movimiento brusco, un ruido no localizado, un bache o una turbulencia, me genera una incomodidad supina. No soy, no obstante, y disculpen la confesión personal, de los que tienen que tomarse un sedante ni dos golpes de alcohol contundente para subir a un avión, simplemente no me gusta y me incomoda. En medio de esta situación ¿qué es lo que más me tranquiliza? La información. Me resulta absolutamente relajante -no sé por qué solo lo pone Air Berlín y no las otras compañías con las que vuelo a menudo a la península desde Mallorca- ver desplegadas esas pantallas sobre los asientos. Ver a qué velocidad vamos, a qué altura, qué velocidad tiene el viento en el exterior, a cuántos kilómetros estamos del punto de destino y cuánto tiempo falta para llegar. El hecho de que el comandante informe de que iniciamos el descenso al aeropuerto o de que vamos a atravesar una zona de inestabilidad atmosférica que no plantea problemas al avión, todo eso da seguridad, la que proviene de la información que te hace saber que todo está bajo control, que sabemos dónde estamos, qué pasa y qué estamos haciendo en cada momento.

Hay otro terreno, claramente distinto y que yo me precio de conocer por mi profesión, en las prisiones. De todos es conocido el punto de conlictivi-dad que tienen los presos cuando aún no han sido juzgados y no conocen, por tanto, la sentencia que deben cumplir cuando aún no tienen petición iscal, cuando están pendientes de la asignación de un abogado de oicio -que aún no ha venido y probablemente tardará en venir a verlos-, o de la citación para la práctica de determinadas diligencias judiciales. Esa conlictividad añadida a que aludo tiene una motivación clara: el no saber, la incertidumbre ante el futuro, el desconocimiento de la propia situación, la inestabilidad inherente a no tener claro "qué me va a pasar". En consecuencia, podemos airmar cla-ramente que la información es poder, la información es...

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