Los derechos en la Constitución de 1812: de un sujeto aparente, la nación y otro ausente, el individuo

AutorCarmen Serván
Páginas207-226

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1. Obertura Constitucional: delimitación de sujetos

Aparente se dice de aquello que aparece, y se muestra a primera vista, o de lo que parece y no es. Ambos significados podrían atribuírsele a la nación que se configura en el texto gaditano de 1812, pues el arranque constitucional es nacional y el concepto de nación precede, aunque su concreta determinación sea fruto de la Constitución y no al revés. Así comienza nuestra primera norma constituyente, delimitando un sujeto nacional y no individual. Sobre estas cues-tiones y sus repercusiones en el ámbito de los derechos y las libertades versarán estas páginas, en las que se intentará, al menos, abordar algunos elementos claves del constitucionalismo gaditano en materia de derechos1.

La obertura constitucional es expresiva de la posición primaria que adquiere la nación. Las especiales circunstancias políticas son en este caso relevantes: tras una crisis dinástica, «hallándose las Córtes en un rincon de la Península, entre el estruendo de las armas enemigas, combatiendo con el mayor de los tiranos», había «llegado felizmente el deseado día» en que las constituyentes

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habrían de aprobar una Constitución2. Bajo tales condiciones interesa de manera particular la determinación del sujeto nación, pues se le hace titular de la soberanía y, en consecuencia, se priva al monarca del que hasta entonces era uno de sus atributos principales3. La nación que se pergeña en Cádiz es «libre e independiente», en ella «reside esencialmente» la soberanía, «y por lo mismo pertenece á esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales» (arts. 2 y 3); son los derechos de la nación, y componen la esencia constitucional. La revolución gaditana radica principalmente en esto: no se hace en nombre de la libertad individual, sino en orden a determinar un sujeto soberano nacional4.

Por ello, en la Constitución doceañista la nación aparece, pero el individuo no resulta sino en la medida en que se vincula y forma parte de ella5. El artículo 1.º así lo dispone: «La Nacion española es la reunion de todos los españoles de ambos hemisferios» (art. 1)6. El sujeto colectivo, aunque pueda parecerlo, no subsume al individual, pues se trata de españoles, y éste es requisito que condiciona la titularidad de derechos. La mera individualidad ni se reconoce, ni es suficiente7; es ajena a una norma que está constituyendo a la nación sobre una base exclusiva y excluyente. Quienes sean españoles interesa, y mucho, si de lo que se trata es de determinar al sujeto de derechos, pues éstos, como se verá por extenso, corresponden a «los individuos que la componen [la nación]» (art. 4).

Así como no hay presupuesto de individualidad, tampoco lo hay de libertad, porque la determinación de los españoles se hace, precisamente, asumiendo su negación. La esclavitud, vigente en el territorio español, eXIge que se tenga que especificar la condición de libres para quienes, como españoles, pasen a integrar la nación: «Son españoles: 1.º Todos los hombres libres y avencindados en los dominios de las Españas, y los hijos de estos». La consideración de la esclavitud vuelve a hacerse obvia al final del artículo: «Son españo-

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les: 4.º Los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas». No hay un cuestionamiento del sistema esclavista en sede constitucional. Como habría de reconocer Agustín de Argüelles, era un asunto que eXIgía «mayor circunspección»8, y los argumentos favorables a su mantenimiento conservan toda su operatividad. Los hay de carácter económico, basados en la importancia de una mano de obra gratuita que proporciona riqueza a los propietarios y, por ende, repercute en la riqueza del país, de tal modo que el fin de la esclavitud y la ruina de la nación suelen ser parte de un mismo razonamiento; abundan también las razones de naturaleza política, que relacionan la libertad de los esclavos con la aparición de desórdenes y conflictos, hasta el punto de afirmarse que podría representar la pérdida de las posesiones ultramarinas; otros planteamientos se sustentan en parámetros morales, pues parten de la condición personal de los esclavos, privados de instrucción o religión y, por último, también hay lugar para las consideraciones jurídicas ya que el sagrado derecho de propiedad no había de verse conculcado. La propiedad esclavista ha de salir indemne de la emancipación, primándose así sobre planteamientos de libertad e individualidad. Llegado el momento de la abolición, la indemnización a los propietarios será, por sí misma, expresiva de lo que afirmamos.

Cuestión distinta, en consideraciones de la época, es la que afecta a la trata de esclavos. Puede discutirse en las Cortes sin que se alteren las bases del sistema esclavista, y el mismo Argüelles presenta una proposición para que se ponga fin al tráfico de esclavos. Es contrario a la religión, y a la «pureza y liberalidad de la nación»9, se afirma, pero estas razones no alcanzan a la esclavitud en sí misma. Es legítima, en cuanto el derecho la reconoce y la protege, y adoptar otro tipo de medidas, como la que propone el diputado García Herreros sobre la declaración del vientre libre, supone atacarla en su raíz. España, como es sabido, firmó algunos tratados internacionales con Gran Bretaña orientados a la abolición de la trata, pero a falta de una ley que la reprima, y que no llega hasta 1845, es más una cuestión de imagen que un propósito firme.

Otra de las condiciones claves para poder ser considerado español es la de la «vecindad». Tiene una especial repercusión en la definición de los ciudadanos, por eso habrá ocasión de abordarla más adelante. De momento nos ocupa tan sólo en la determinación de los españoles, pero ya habrá podido adivinarse que ambos términos, españoles y ciudadanos, no pueden utilizarse como sinónimos. Debemos advertir desde ahora, aun cuando merecerá un tratamiento específico, que en el constitucionalismo doceañista los ciudadanos han de reunir mayores cualidades que aquéllos, por cuanto se les hace partícipes de los derechos políticos. En el ámbito más primario de la identificación de los españoles, la vecindad supondría la exclusión de quienes no forman parte de pueblos sedentarios.

Además del término español, la Constitución utiliza el de «naturales». Lo hace cuando procede a fijar la base para la representación nacional, pero añade

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el requisito de que «sean originarios de los dominios españoles» (art. 29). Esta condición, que parece irrelevante, adquiere todo su sentido si se pone en relación con otro precepto constitucional que se ocupa de un tipo específico de españoles: los que son «habidos y reputados por originarios del África» (art. 22) o, por usar una denominación de la época, las castas, es decir, las personas libres de ascendencia africana10. Quedan éstos excluidos de la condición de ciudadanos (habrá ocasión de comprobarlo), y por ello se les priva del sufragio, pero tal y como va articulando la norma constitucional la formación de las Cortes, ni siquiera están en la base para la representación, es decir, ni siquiera estarían entre los representados11. Sirva esta refleXIón para añadir un elemento constitutivo más a esa nación aparente a la que nos referíamos al principio: la nación no es la que se compone de una reunión de españoles, es la que resulta de una representación en Cortes12, puesto que no todos votan y, lo sabemos ahora, no todos están representados. Refiriéndose a la población, la norma constitucional utiliza también la palabra «almas» (art. 31), asumiendo un concepto teológico del individuo que es fruto, a su vez, de la impronta católica de la nación. Dejamos apuntada la cuestión pues enseguida tendremos ocasión de detenernos en ella.

La nación que así va resultando adolece de la artificialidad que le confiere el que está siendo constituida y no es preconstitucional. Ni siquiera hay, en el articulado de la norma gaditana, una consideración a España, en singular, pues el texto siempre se refiere «las Españas», como expresión de la pluralidad. Otras naciones, reales, en cuanto que eXIstentes antes de que se aprobara la norma, sí se encuentran en territorio español. Son todas esas comunidades indígenas que gozan de cultura y gobierno propio, de identidad nacional, pero que la norma habrá de excluirlas, lo adelantamos ya, en la medida en que no se ajusten a esa otra nación, la española, ésta sí ficticia o aparente13.

Sólo bajo estos presupuestos adquiere todo su sentido el artículo 4.º de la Constitución que se refiere a derechos. Sin entrar en concreción, pues tal no se encuentra, se genera una concepción: «La Nacion está obligada á conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad, y los demas derechos legítimos de todos los individuos que la componen». Los derechos se vinculan a la nación por una doble vía: de una parte es ésta quien los conserva y protege a través de las leyes; de otra parte, la pertenencia a la nación es la condición para el reconocimiento del individuo y sus derechos. Agustín de Argüelles lo expresa con total claridad en su discurso preliminar cuando afirma

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que, a los españoles, los derechos políticos y civiles «les corresponde como individuos de ella». Es por tanto la nación quien determina y dispone de las libertades14. No hay un iusnaturalismo fundante en Cádiz, como lo hubo en otros textos revolucionarios, ni son los derechos premisas previas.

En justa correspondencia, y siguiendo con las palabras de Argüelles, «no es menos importante expresar las obligaciones de los españoles para con la Nacion», de las cuales «no puede dispensarse ningún español sin romper el vínculo que le une al Estado»15. El amor a la patria, la fidelidad a la Constitución, la obediencia a las leyes, el respeto a las autoridades, el pago de las...

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