Los derechos políticos como mecánica de integración

AutorFernando Oliván López
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad Rey Juan Carlos de Madrid

LOS DERECHOS POLÍTICOS COMO MECÁNICA DE INTEGRACIÓN

La lealtad como obligación política

Algo nos dice que los derechos políticos serían el punto final del proceso. La misma definición de una comunidad política requiere la capacidad de decidir por si mismo. No existe, por lo tanto una entidad estatal si las decisiones las toman otros. De esto no cabe duda, es aquí donde se define la independencia. El problema que podemos plantearnos es de orden interno: ¿existe independencia si las decisiones políticas las pueden tomar otros dentro de la propia tierra?. Que el problema planeado es éste nos lo confirma el hecho de que en los informes comunitarios, cuando discutieron el derecho al voto en el marco de la Unión Europea, los argumentos de peso terminaron siendo meramente estadísticos. Se decía: aun teniendo derecho de voto, su peso demográfico se pierde en el conjunto de los nacionales del país.

El conflicto es, por lo tanto, de la misma trascendencia que el que atañe a la independencia, es más, el sistema ya ha sido usado y con fortuna por muchos países en su idea de trasformar y dominar a otros. Kosovo, decían los serbios, cambió su estructura demográfica gracias a la inmigración albanesa. La recepción de estos inmigrantes terminó por abocar a la guerra y a la actual cuasiindepenencia. Hoy hay barrios “tomados” por población inmigrante en muchos países de Europa y un discurso a lo Huntington o Sartori nos habla del choque de civilizaciones y culturas y la imposibilidad de integración. Los serbios, derrotados, advertían a Europa de su error y le pronosticaban igual suerte con su inmigración. ¿Estamos ya ante este riesgo?. El debate de la inmigración, en su nivel político, no puede soslayar estas cuestiones que afectan directamente a la soberanía y a la estructura constitucional de los estados.

Por eso el problema tenemos que plantearlo desde la perspectiva de la lealtad. Toda sociedad requiere de sus miembros un punto de sacrificio. Se sacrifica un egoísmo innato en mor de otros intereses. A esto llamamos lealtad, el compromiso de que, de nosotros, se podrá esperar un comportamiento determinado lo que da confianza al otro, le hace sentirse seguro en un mundo lleno de riesgos. Quizá sea la familia el núcleo central del valor lealtad, confiamos en una respuesta positiva de padres, hijos, hermanos, quizá primos. Sin este sentido de la lealtad resulta imposible construir grupo humano. Sin embargo es la lealtad política sobre la que se ha construido el sistema de las comunidades humanas tal y como hoy las conocemos.

Calsamiglia define la lealtad como un concepto normativo relacional: “designa un vínculo que, además de generar obligaciones, se manifiesta en una especial consideración para los intereses de otra persona, grupo o institución que tiene como consecuencia un trato diferenciado, particularizado en razón del valor que se reconoce a esta relación. La lealtad es algo más que un mero hábito porque existe el reconocimiento de una obligación”.

Pese a la mala prensa del concepto en los ámbitos liberales, (olvidando que incluso el mercado requiere lealtad a sus normas), la democracia es un sistema que requiere también fuertes dosis de este valor para su subsistencia. Lo que diferencia la lealtad en la democracia de otras situaciones es su estructura. En situaciones de conflicto extremo (y no olvidemos que la dictadura es una institución en medio del gran conflicto) imperará la “Unión sagrada”, la renuncia a las otras lealtades, la prohibición de otras tensiones que resten protagonismo a la que define a la comunidad política. Sin embargo, esta es nuestra tesis, las lealtades particularistas, localistas, de familia, clan o clase, de grupo étnico incluso o de origen nacional en el caso de la inmigración, pueden, es cierto, ser contrarias al sistema normativo, pero terminan promoviendo sistemas de integración, facilitan el diálogo democrático, enriqueciéndolo.

El “melting pot” sobre el que se construyeron los Estados Unidos, promovió un sistema a dos pasos. La comunidad nacional de acogida, donde el inmigrante vivía años o incluso no salía a lo largo de toda su vida, y el paso a la gran sociedad americana, donde el país de origen dejaba de ser un referente. La “Pequeña Habana” de Florida, como la vieja “The Little Italia” cumplieron este cometido socializador donde se fue mezclando poco a poco –como en el buen cocido- el sistema de lealtades: familia, comunidad, patria. Quizá de ahí el reparo norteamericano a la palabra “nacionalismo” y su preferencia por el término patria. Frente al nacionalista, el patriota.

¿Puede ser el extranjero leal a su nueva adcripción?. La lealtad sugiere una cierta homogeneidad, un cierto compartir que implica todo un sistema de valores. Esto exige, sin embargo, una escuela de lealtades, instituciones de socialización que restrinjan el innato egoísmo de cada uno.

Nuevamente nuestra tesis no es neutra, sino que implica, como en todos los grandes temas, unas toma de posición: frente a un sistema absolutamente neutro, las instituciones requieren ser activas. El sistema democrático exige auténticas escuelas de lealtad que sirvan para reproducir los valores que sustentan toda su estructura institucional, lo cual exige definir justamente los valores básicos, la esencia misma de lo democrático. El ejército jugó en su día este papel, de ahí su carácter nacional en cuanto formaba para una posible confrontación con el exterior. Escuela de lealtades que educaba para renunciar incluso a la propia vida por la patria. Al renunciar a su carácter nacional a través de su profesionalización esta función se pierde. Hoy los ejércitos se convierten en meras máquinas empresariales, como las antiguas compañías de armas, donde el primer valor no es defender a los civiles, sino evitar las bajas.

La cuestión desde el ángulo de la lealtad, se centra en una cuestión: leal a quién. Es decir, la lealtad exige siempre la preferencia de alguien sobre otro, dar prioridad a uno. En el caso de la familia la preferencia es simple, los lazos de sangre resuelven el dilema. El problema surge cuando desconozco a esos otros a los que tengo que discriminar. Hemos visto en los capítulos anteriores que, cuando el dilema se centra sobre derechos fundamentales, la opción resulta imposible jurídicamente. Nuestra Constitución lo deja bien claro con una radical prohibición de la discriminación por razones de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, sin embargo, ese mismo artículo 14 nos autoriza un trato desigual: sólo con mis connacionales se da el principio de igualdad. Sólo los españoles son iguales ante la ley.

Aquí se construye el sistema de lealtades que conocen las sociedades modernas. La preferencia por el círculo de la nación. Calsamiglia nos ilustra con el ejemplo de Sócrates: prefiere morir en la ciudad de Atenas que exiliarse. Si se exila pierde la lealtad de los suyos, la pertenencia, como venimos insistiendo, el primer bien del grupo. Por eso “prefiere ser leal a las leyes que le han permitido vivir y ser quien es” a escapar de la injusticia que provocan esas mismas leyes. En el Critón la lealtad a la Ciudad aparece como más importante que la Justicia.

Un paso más. La nación viene a proponer esa gran unidad más allá de la ciudad. Renan nos lo aclara, una lealtad basada en el olvido de las otras lealtades menores: la familia, la etnia, la ciudad, el pueblo, la región. Recuerdos inventados nos propone Gellner, que hacen de ese grupo heterogéneo, una nueva gran familia. Hijos todos de esa misma “madre patria” –interesante forma lingüística, que hace del Estado madre y padre a la vez. Partenogénesis pura.

Lealtad y pertenencia

La nación no es un grupo estable. Los hombres mueren, en cambio: “patria non moritur”. El mito de la nación es su continuidad generacional: generaciones pasadas y futuras se dan la mano. Con ello se hace olvidar una realidad, toda sociedad política esta siempre abierta a la entrada de otros, sin este aporte moriría por extinción. Todo estado acepta continuamente la entrada de contingentes de nuevos pobladores, lo que pasa es que, en la nación, se reproduce el mito de que estos pobladores nuevos están ya unidos a la patria por el pacto generacional, todos hijos de la patria. Aun así los estados también vienen a controlar estos aportes. Políticas natalicias, control de adopciones, todas ellas más o menos forzadas, demuestran que, también en este campo, los estados se plantean controlar su definición poblacional. No obstante algo sí es cierto, estas nuevos pobladores carecen de memoria anterior, más allá de la metensicosis, nadie les reconoce una identidad previa que los enfrente con la nación. En cambio los extranjeros proceden de fuera, de otras lealtades.

¿Y si esos extranjeros no olvidan sus viejas lealtades?. La Corte Suprema de los Estados Unidos no lo dudó. En 1944 Korematsu demandó al Gobierno americano por considerar anticonstitucional la orden del presidente Roosevelt que confinó en campos de concentración a la población norteamericana de origen japonés de la costa Este. La sentencia, sin embargo, desestimó el recurso al considerar que el riesgo de deslealtad de esa comunidad podía poner en peligro la seguridad nacional. Había algo que les hacía sospechosos, pese a ser norteamericanos, algo les mantenía como distintos

Lo opuesto a la lealtad es la traición. El abandono del grupo para apoyar al enemigo; esto ocurre cuando aparecen otras lealtades. El desacuerdo con la propia lealtad favorece la inclinación hacia otros, por eso es tan necesario flexibilizar la lealtad para hacerla resistente al desacuerdo. Se puede querer ser leal pero, sin embargo, discrepar en ciertos puntos, lealtad en lo principal con un cierto grado de desacuerdo, de ahí la necesidad de una cierta movilidad en el campo de estas fidelidades que hagan posible distintas formas de adhesión. Sin embargo ¿cuál es el grado de desacuerdo que soporta una...

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