Democracia, virtud cívica y derechos sociales

AutorRamón Ruiz Ruiz
CargoUniversidad de Jaén
Páginas215-234

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1. Introducción

Parece demostrado que el desarrollo y el crecimiento económico no solo favorecen el establecimiento de la democracia sino que también contribuyen a su conservación, dado que el incremento de los recursos económicos de los ciudadanos se correlaciona con un incremento de su competencia cívica1. No

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obstante, es necesario que estos recursos estén bien distribuidos para cumplir tal fin.

Ante todo, porque así se favorece el sentimiento de formar parte de la comunidad. Pero, además, porque disponer de unos recursos mínimos garantizados favorece la participación de unos ciudadanos que se ven liberados, al menos en parte, de una constante lucha por la supervivencia, otorgándoles el tiempo y la tranquilidad necesaria para involucrarse en los asuntos públicos -pues no cabe duda, como señala Honohan, de que quien no tiene lo mínimo para vivir dignamente, quien no tiene trabajo, quien no tiene seguridad en su empleo o quien está pluriempleado se encontrará en una seria desventaja en la vida política2-. Y, en fin, porque esta seguridad económica posibilita también la independencia y la autonomía de juicio para la correcta formación de las preferencias, toda vez que la igualdad en la deliberación y la capacidad de juicio entre distintas alternativas es socavada por la ausencia de recursos y competencias (por ejemplo, una adecuada formación).

En definitiva, parece acertada la rotunda afirmación de Sotelo3de que democracia y Estado social dependen la una del otro. Por un lado, porque mientras los pueblos puedan votar libremente tratarán de desbancar del poder a los gobiernos que promuevan el desmontaje del Estado social. Por otro, porque el debilitamiento del Estado social -esto es, si no se les garantiza a los ciudadanos las capacidades y los recursos básicos para participar, como miembros independientes de las sociedad, tales como la educación, los derechos laborales, etc.- comporta una mayor fragilidad de la democracia, al menos de una genuina democracia.

Y también parece fuera de duda la relación entre Estado social y virtud cívica. Es cierto, como señala Raventós4, que la virtud tiene una dimensión psicológico-moral, pero también lo es que para que pueda brotar necesita el suelo adecuado, esto es, si queremos contar con ciudadanos virtuosos y comprometidos con su comunidad, éstos deben tener garantizada una base material que les permita una existencia social autónoma, para desarrollar una

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capacidad para autogobernarse en la vida privada, que a su vez les posibilita desarrollar su capacidad para la actividad política.

2. Aproximación al concepto de virtud cívica

Las nociones de virtud cívica y de ciudadanía activa y comprometida han vuelto a adquirir protagonismo en los últimos tiempos vinculadas con frecuencia al renacimiento de la tradición del republicanismo cívico -si bien este renacimiento ha sido efímero y todo indica que, una vez más, esta doctrina ha vuelto a ser enterrada- y esgrimidas, en general, por quienes rechazan una concepción individualista y mercantilista de la política, como mera agregación de intereses, concepción que, entre otros inconvenientes, se mostraría incapaz de generar lealtad y cooperación entre los ciudadanos5.

Ciertamente, según éstos, las democracias, tal y como hoy son concebidas mayoritariamente serían poco más que un conjunto de mecanismos y reglas formales de toma de decisiones que solo logran atraer la atención de los ciudadanos mediante la repetición de rituales participativos desprovistos de interés y eficacia6. Porque, en efecto, los sistemas democráticos de hoy serían incapaces de satisfacer las verdaderas necesidades y demandas de la sociedad como consecuencia, fundamentalmente, de las deficiencias de los canales convencionales de participación para transmitir estas demandas e intereses a la clase política y, sobre todo, para controlar su actuación, que da la sensación de que cada vez más viene determinada por los intereses y estrategias de los grandes poderes económicos tanto nacionales como internacionales. La consecuencia es que los ciudadanos sienten que no tienen influencia real sobre las decisiones políticas y que las instituciones públicas se muestran incapaces de solucionar sus problemas reales, lo que, a su vez, les lleva a alejarse cada vez más de éstas. Tal situación, no obstante, podría revertirse -sostienen los más entusiastas y optimistas de aquéllos- inculcando en la ciudadanía un espíritu cívico y participativo.

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Ahora bien, frente a lo que con frecuencia se escribe, la virtud cívica -o virtudes cívicas- no es algo propio únicamente del republicanismo cívico -o del comunitarismo- e incompatible con el liberalismo, que la consideraría una amenaza para bienes tan preciados como la libertad, la autonomía, la neutralidad o el individualismo, sino que también esta doctrina -o, al menos, alguna de las formas de entenderla7- apuesta por ella y, en todo caso, existirían discrepancias entre una y otras tradiciones de pensamiento sobre qué virtudes serían necesarias y aceptables y sobre qué argumentos esgrimir para su justificación -como cualidades valiosas en sí mismas para algunas versiones del republicanismo, como cualidades instrumentales para el liberalismo8(y para otras versiones del republicanismo)9-. Hasta tal punto no es real esta incompatibilidad que, a juicio de Kymlicka y Norman10algunos de los trabajos más interesantes acerca de la importancia de la virtud cívica fueron escritos por liberales como Amy Gutmann, Stephen Macedo o William Galston.

En efecto, señalan aquéllos que muchos liberales clásicos creyeron que aun sin una ciudadanía particularmente virtuosa, la democracia liberal podía sentirse segura gracias a dispositivos institucionales y procedimentales tales como la separación de poderes, un legislativo bicameral o, en algunos casos, el federalismo, que servirían para bloquear el paso a los posibles usurpadores. Además, incluso en el supuesto de que cada persona persiguiera su propio interés sin ocuparse del bien común, unos conjuntos de intereses

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privados podrían controlar a otros conjuntos de intereses privados, promoviéndose así, indirectamente, los intereses de todos.

Sin embargo -a juicio de los autores citados-, la historia ha demostrado que tales mecanismos procedimental-institucionales no son suficientes, sino que también se necesita imbuir en las gentes cierto nivel de virtud y de preocupación por lo público. Esto es, desde una perspectiva liberal la virtud cívica o, más bien, las "virtudes liberales" -como la denominan algunos de sus proponentes desde esta doctrina-, entendidas como "las aptitudes y hábitos morales e intelectuales necesarias o altamente valiosas para la preservación y el éxito de un régimen político particular"11, son vitales para la estabilidad y el vigor de una democracia moderna, que no puede depender solo de lo que algunos denominan su "estructura básica"12.

En esta misma línea también Macedo explica que el liberalismo aboga por el autogobierno en un sentido radical del término, lo que se traduce en que "la justicia liberal no depende de un esotérico nivel de razón accesible solo para una élite especialmente entrenada", sino que sus razones son buscadas, expuestas, criticadas, debatidas y revisadas en público en un debate continuado y autocrítico, además de que todos los controles y obstáculos que "nuestro sistema de autogobierno indirecto coloca en la trayectoria de las leyes injustas podría obstruir igualmente las leyes justas si los participantes políticos no estuvieran a menudo propensos gracias a la reflexión a favorecer la justicia y el bien público"13.

Spragens14, por su parte, llega a señalar que no es sorprendente que la virtud cívica sea incluso más exigente en las democracias liberales que en otros regímenes políticos, puesto que en aquellas los ciudadanos no solamente son colectivamente soberanos, sino que, como cuestión de principio, se dejan áreas significativas de espacio social fuera de la supervisión y del control estatal, en manos de los ciudadanos, quienes deben estar capacitados para ejercer un cierto nivel de autocontrol a la hora de regularlas por sí mismos.

Pero es que además existen otras áreas que, aunque sean reguladas por el gobierno, requieren la colaboración de los ciudadanos, esto es, hay de-

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terminadas políticas públicas cuyo éxito depende de lo que él califica como "decisiones responsables a nivel de los estilos de vida personales". Ilustran esta aseveración Kymlicka y Norman con ejemplos tales como los siguientes: "el Estado será incapaz de proveer cuidados sanitarios adecuados si los ciudadanos no actúan responsablemente hacia su propia salud (siguiendo una dieta balanceada, haciendo ejercicio y controlando el consumo de alcohol y tabaco); el Estado puede tornarse incapaz de satisfacer las necesidades de los niños, los ancianos y los discapacitados si los ciudadanos no aceptan su cuota de responsabilidad en cuanto a la atención de sus propios parientes; el Estado no podrá proteger el medio ambiente si los ciudadanos no aceptan reducir el consumo o practicar el reciclaje en sus propios hogares; la capacidad del gobierno para regular la economía puede debilitarse si los ciudadanos se endeudan demasiado o exigen aumentos salariales excesivos"15. En definitiva -concluyen-, sin cooperación y autocontrol en estas áreas la capacidad de las sociedades liberales de funcionar con éxito disminuye progresivamente.

Por eso advertía ya Mill que "las instituciones representativas son de poco valor y pueden ser instrumento de tiranía o de intriga cuando, en general, los electores no están suficientemente interesados en su gobierno como para votar o, si votan no conceden sus sufragios basándose en el bien público, sino que los venden por...

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