Democracia y Derecho penal

AutorProf. Enzo Musco
CargoCatedrático de Derecho penal de la Universidad de Roma
Páginas357-372

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Premisa

Los fundamentos democráticos del Derecho penal moderno aparecen a los ojos de un observador crítico, profundamente debilitados. Han pasado veinte años desde que, junto a Giovanni Fiandaca, nos temíamos una pérdida de legitimación del Derecho penal, una involución de las “razones que hacen legítimo o, al menos aceptable, el recurso al instrumento penal”.

Se puede evocar elocuentemente la persistente actualidad de la denuncia, tendente a estigmatizar, entre otros, el sistemático proceso de penalización, que ha afectado en los últimos años – y sigue afectando incesantemente – a cualquier sector de la vida social, determinando una verdadera y propia elefantíasis del sistema penal, ahora en el límite de la implosión. Asimismo, es incontenible la inclinación a la producción normativa-penal en perjuicio, obviamente, del carácter general-preventivo del sistema en su conjunto.

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Y en la medida en que emergen exigencias sociales, el recurso a la sanción penal como medio de regulación jurídica, ha sido cada vez más frecuente y siempre menos condicionado por la necesidad de respetar tradicionales y elementales exigencias de garantías, tanto formales como sustanciales, cristalizadas, entro otros, en principios constitucionales de eficacia, cada vez más debilitada.

A todo ello no es ajena, obviamente, la constatación según la cual, en las últimas décadas, el Derecho penal ha visto acentuar su carácter de contingente instrumento político y su directa e inmediata funcionalidad ideológica y ha adquirido de alguna forma conciencia, con mal disimula da resignación, de su creciente inefectividad, llegando ahora a niveles de intolerancia. No estamos muy lejos de la verdad si se ancla la frenética oscilación entre el recurso al terror sancionador y la recuperación de mecanismos de “indulgencia” a la afirmada ausencia de una política criminal.

Estamos, en buena medida, ante un Derecho penal que se mueve, por un lado, con la lógica del neo-retribucionismo y que, a la vez, y sistemáticamente, tiene que hacer frente, por otro, a la huida a la sanción por causas externas a sus principios-guía y que, por lo tanto, no solo parecen afectados por un síndrome esquizofrénico que, a la larga, le hace perder la credibilidad necesaria para conseguir aunque sea solo el mínimo respeto por parte de sus posibles usuarios, sino que acaba perdiendo de hecho su legitimación para actuar.

Este es el marco, en realidad desolador, que emerge de un lúcido análisis de lo que ha ocurrido en los últimos años: la crisis y la deslegitimación político cultural –expresión quizá de una crisis más general de la misma idea de Estado de Derecho– está ante nuestros ojos, no solo en Europa, como corolario desagradable del proceso de globalización que ha derrotado también el fundamento democrático del Estado de Derecho y del Derecho penal.

Todo esto muestra el grave y aparentemente irrefrenable déficit democrático que acompaña, como vicio ya no oculto, los frentes tradicionalmente garantistas del Derecho penal y de su producción normativa y nos impone enfrentarnos a la crisis de la norma penal, que transparenta tanto en la fase genético-formal como en aquella sustantiva, es decir, tanto en el modo de producción como en su contenido.

1. La crisis del sistema de fuentes y del principio de separación de poderes

1.1. Siguiendo un orden, bajo el primer perfil, se habla de crisis del tradicional sistema de fuentes, junto a la apertura hegemónica –que se ha

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dado bastante pronto– a fuentes distintas y nuevas, de origen guberna-mental y jurisprudencial, en perjuicio del imprescindible carácter demo-crático de la fase genética de la producción normativa.

Se trata de una tendencia, ampliamente difundida a nivel no solo europeo, que además trasciende los límites de la materia penal pero que, sobre todo en este ámbito, despliega plenamente los efectos perversos y distorsionados de las reglas democráticas dimanantes del principio de la separación de poderes.

Varios son los planos sobre los que la referida crisis se manifiesta, que se pueden resumir en tres puntos: 1) el abuso del denominado Derecho penal gubernamental; 2) el papel propulsivo y dominante, también en las decisiones de política criminal, asumido por los órganos supranacionales; 3) la discrecionalidad (ya no interpretativa, sino más bien) creadora ahora (auto)atribuida por el poder judicial, hasta el punto de legitimar, con el aval de la doctrina ad hoc, la idea de la jurisprudencia como fuente del Derecho penal.

Como es evidente, el rasgo común, que asume un peso decisivo, es la debilitación, tanto formal como sustancial, del papel del órgano parlamentario, el único realmente legitimado, en virtud de su representatividad de la voluntad popular y conformidad al consenso social, para producir normas capaces de incidir en el bien de la libertad personal de los ciudadanos. Este, por el contrario, está perdiendo sustancialmente el papel de garantía que tradicionalmente ha encarnado, derrumbado por un modelo de penalización de matriz gubernamental y jurisprudencial, que acaba corroborando las modernas fascinaciones de un Derecho penal débil, que encuentra su base jurídica en la fuente jurisprudencial.

Es, por todo ello, que se habla de una verdadera y propia crisis del modelo clásico de Derecho penal, arraigado en el principio de legalidad formal. Desde este punto de vista, es muy instructivo el ejemplo del sistema italiano. Sistema que presenta características básicas superpuestas en larga medida –también en los perfiles patológicos– a las de otros sistemas del área europea, y en el que parte de la doctrina, sometiendo a un proceso de “minimización” la fachada garantista de la reserva de ley, llega a proponer su superación o, en la mejor de las hipótesis, un drástico replanteamiento de las pretensiones formales que a este se reconducen.

Fundamentalmente, la conclusión se basa en la erosión de la reserva de ley nacional ante factores endógenos y exógenos: los primeros, se pueden individualizar de forma diferente, aunque constante en todos los Ordenamientos jurídicos estatales, por lo que podríamos rebautizarlos como fisiológicos, más que endógenos; los segundos, se derivan de la

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multitud desordenada de fuentes supranacionales y de su –también fisiológica– incidencia en los mismos Ordenamientos.

Con respecto a los primeros, se incluyen: a) el declive de la función representativa del Parlamento; b) el uso desnaturalizado y anormal de las fuentes gubernamentales, también en el ámbito penal; c) las distorsiones internas al procedimiento legislativo, acompañadas por una especie de dolosa inobservancia de las reglas de procedimiento: sustancialmente una incorrección institucional en el seno de la actividad parlamentaria;
d) la escasa eficacia del control ejercido por parte de la opinión pública;
e) las distorsionadas relaciones funcionales entre Parlamento y jueces, tanto constitucionales como ordinarios.

Al respecto, es central la idea de crisis del sistema de representación parlamentaria y el sustancial declive de la función de representación del Parlamento. Las motivaciones, múltiples y heterogéneas, están todas centradas en la afirmada capacidad del Parlamento de hacerse intérprete de verdad de las exigencias de reglamentación de la sociedad, hasta llegar a perfilarse una reducción generalizada de la confianza en la ley, acompañada por una crítica cerrada a la relación entre reserva de ley y democracia representativa.

En particular, se pone de relieve la inadecuación del sistema de representación democrática a través de la mediación de los partidos políticos, o por el abuso de prácticas de democracia consensual o por la sustancial inutilidad de la oposición misma, siendo de hecho excluida una posibilidad efectiva de incidir en el contenido de las leyes o, incluso, de avanzar críticas en el curso del procedimiento legislativo, por una excesiva minimización de los tiempos del debate parlamentario –en el supuesto de que tales espacios se hayan conseguido– por haberse contentado con adoptar meras prácticas obstruccionistas o proponer estériles polémicas mediáticas con fines electorales sin un real debate sobre el fondo de las cuestiones.

En este panorama, se enmarca el factor tecnocrático, derivado de la necesidad de correr tras una realidad cada vez más avanzada, perversa y dominada por la tecnología, que ve la soberanía del ciudadano expropiada o socavada por el peso creciente asumido en las decisiones públicas por la tecnocracia y los expertos, debido a la cada vez mayor complejidad de las cuestiones a decidir: la política se hace más técnica y la técnica se politiza.

Asimismo, parece irrefrenable el empuje a la expropiación del Parlamento también por parte de otros poderes, definidos acertadamente “sin responsabilidad” (y sin representación): nuevos vectores de la volun-

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tad social que contribuyen a la desestabilización del circuito democrático. Se trata, en particular, de figuras y actores sociales que se forman más allá de las estructuras...

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