El decreto de nueva planta de Cataluña

AutorJosé Antonio Escudero
Páginas305-359

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Como es sabido, los Decretos de Nueva Planta son un conjunto de normas dictadas entre 1707 y 1717 en el marco de la llamada Guerra de Sucesión, originada por el conflictivo testamento del último de los Austrias, Carlos II, que dio lugar a un cambio dinástico convirtiendo en sucesor al pretendiente de la Casa de Borbón, el futuro Felipe V. En lo fundamental esos Decretos, que suprimen en mayor o menor medida el derecho propio e introducen el castellano, fueron el de 29 de junio de 1707 para Aragón y Valencia, corregido y reajustado para Aragón por otras disposiciones de 3 de abril y 27 de junio de 1711; el de 16 de enero de 1716 para Cataluña, y los de 28 de noviembre de 1715 para Mallorca (que se hará extensivo luego a Menorca, en 1781) y de 24 de noviembre de 1717 para Cerdeña. Así, habiendo pergeñado en otra ocasión la Introducción al proceso general y sus consecuencias, así como el estudio monográfico de la Nueva Planta en Aragón e indirectamente en Valencia1, voy a tratar aquí del Decreto de Nueva Planta de Cataluña, cuya génesis se relaciona con la del decreto aragonés-valenciano. Intentaré, pues, dar una visión complementaria de la Introducción que en su día hice (pues ciertamente los dos grandes textos de la Nueva Planta, el aragonés-valenciano de 1707 y el catalán de 1716, entremezclan sus raíces), para atender luego en exclusiva al Decreto de Nueva Planta de Cataluña.

Denominador común de lo que pretendemos aportar ahora es la atención a la bibliografía francesa de los primeros años del XVIII, y en especial a la que trata de las relaciones entre las Cortes de París y Madrid, o entre Luis XIV y su

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nieto Felipe V o sus embajadores en España. Pues efectivamente la monumental obra de Baudrillart (Philippe V et la Cour de France2), pese a ser citada por los estudiosos españoles de la Nueva Planta, no creo haya recibido todavía la atención que merece, y mucho menos las Memorias de personajes cualificados como los duques de Noailles o Saint Simon3, u obras como la del barón de Girardot que recoge la correspondencia de Luis XIV con su embajador Amelot4, etc., etc. Y dentro de las fuentes españolas retornaremos a una obra tan importante como las Narraciones históricas de Francisco de Castellvi, citadas fragmentariamente por la historiografía del siglo XX a través del manuscrito entonces conocido, pero que ha sido objeto de una cuidada edición a finales de esa centuria5.

I Introducción: el testamento de Carlos II y los orígenes del problema

El 1 de noviembre de 1700, tras un penoso proceso de enfermedades y degeneración vital, murió Carlos II, el último de los reyes de la Casa de Austria. Ahora bien, debido a ese proceso, las especulaciones sobre su pronta muerte habían sido desde años atrás continuas, de suerte que la sucesión de España ocupó en el último tercio del siglo XVII a las principales cancillerías europeas. Ello había dado lugar, con el rey enfermo y sin descendencia, a unos bochornosos Tratados de reparto, en los que las potencias europeas se adjudicaron los territorios de la Corona de España sin contar con ella.

En este panorama, tres eran los principales soberanos europeos que reclamaban esa herencia, y los tres en base a ser descendientes de mujeres que la dinastía española había colocado en diversos tronos de Europa: Luis XIV, rey de Francia; el emperador Leopoldo de Austria, y Maximiliano, duque de Baviera.

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El primero aspiraba a la Corona para su nieto, el duque de Anjou, hijo del delfín Luis, que entonces tenía nueve años; el segundo, para su hijo el archiduque Carlos, de trece años; y el tercero también para su hijo, José Fernando, de seis años. Una Corona, pues, disputada por tres niños. Bien es cierto que nadie podría imaginar entonces que aquel juego de niños6habría de acabar de forma tan dramática, con una guerra en la que llegaron a combatir 1.300.000 soldados y en la que se ha calculado murieron 1.251.000 personas7.

Ante el desafío de los Tratados de reparto, y en concreto del segundo de ellos, Carlos II hizo testamento en noviembre de 1698 a favor del príncipe de Baviera, lo que comunicó el propio rey al Consejo de Estado irrumpiendo en una de las sesiones. Pero en realidad apenas hubo tiempo para que reaccionaran las Cortes presuntamente perjudicadas (París y Viena), pues pocos meses después el elegido, José Fernando de Baviera, falleció, replanteándose el problema, ahora entre dos candidatos. Tras una serie de forcejeos en los meses siguientes con el agravamiento de la enfermedad del rey, y el enfrentamiento cortesano de las dos Marianas (la madre del monarca, Mariana de Habsburgo, y la segunda mujer, Mariana de Neoburgo), consultado el Consejo de Estado, que en sesión de 6 de junio de 1700 se pronunció casi unánimemente a favor del pretendiente francés, el 3 de octubre, inspirado por el cardenal Portocarrero, el rey dictó un nuevo testamento. En él, la claúsula 13 hacía referencia al acuerdo político de mantener separadas las coronas de Francia y España, lo que rebrotará luego como problema, y designaba sucesor a Felipe de Anjou:

“Reconociendo, conforme a diversas consultas de ministros de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras Doña Ana y Doña María Teresa, reinas de Francia, mi tía y hermana, a la sucesión de estos reinos, fue evitar el perjuicio de unirse a la Corona de Francia, y reconociendo que, viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos reinos…, declaro ser mi sucesor… el duque de Anjou, hijo segundo del delfín, y como a tal le llamo a la sucesión de todos mis reinos y dominios”8.

El 1 de noviembre de ese año, a las tres de la tarde, tras un ataque de epilepsia, Carlos II falleció. A continuación tuvo lugar la apertura del testamento y la lectura de sus disposiciones ante un público cortesano del que formaban parte el embajador de Austria, Harrach, y el encargado de negocios francés, Blécourt.

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De lo que sucedió allí, cuando el duque de Abrantes notificó el resultado, se hizo eco Saint Simon en un texto recogido y comentado por Coxe:

“Abriéronse, por último, las mamparas, y al pasado murmullo siguió profundo silencio. Los dos ministros de Francia y Austria, Blecourt y Harrach, cuyas cortes eran las más interesadas en esta elección, hallábanse en pie muy cerca de la puerta. Confiado Blecourt en el triunfo de sus pretensiones se adelantó a recibir al duque de Abrantes; portador de la nueva: mas el duque, sin reparar en él, se acercó al austriaco y lo saludó con demostraciones de ternura, presagio de las más satisfactorias noticias. Después de un rato de mutuas cortesías: –Mi buen amigo, le dijo, tengo el placer mayor y la satisfacción más verdadera en despedirme por toda la vida de la ilustre casa de Austria–. Sobrecogió, como era de presumir, semejante insulto al embajador que, creyéndose triunfante y vencedor, había echado, durante los preludios de la conversación, miradas de desdén al representante de Francia…Por el contrario, Blecourt salió de la antecámara radiante de júbilo, y el mismo día despachó un correo portador de una copia del testamento que le había proporcionado el diestro Portocarrero”9.

El testamento de Carlos II fue remitido a Luis XIV por quienes se calificaban de “gobernadores de la monarquía”10, es decir, los pertenecientes al Consejo de Regencia que el mismo testamento había previsto hasta la llegada del nuevo rey11. De ese Consejo de Regencia, que presidía la reina, los personajes principales eran el cardenal Portocarrero y el presidente del Consejo de Castilla, Manuel Arias, desempeñando además un papel destacado el Secretario del Despacho Universal, Antonio de Ubilla. A su vez el grupo francés en la Corte de España tenía como personajes más influyentes al duque de Harcourt, al marqués de Louville y al encargado de negocios Blécourt12.

Tras no pocas dudas, Luis XIV aceptó la designación de su nieto. Efectivamente, dado el segundo tratado de reparto firmado meses antes, el asunto era para Francia muy problemático, pues tanto si aceptaba como si no, la guerra

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parecía inevitable. Como ha observado el marqués de Courcy, “cualquiera que fuera la solución, haría falta acudir a las armas para imponerla. Entre dos guerras fatales, entre dos guerras europeas, se trataba de elegir la menos peligrosa para Francia”13. Luis XIV aceptó, en fin, la designación de su nieto en un solemne acto celebrado en Versalles, tras lo cual le dio unas instrucciones el 3 de diciembre aconsejándole el deseable equilibrio entre su condición francesa y su nueva condición de rey de los españoles. Así, entre otras cosas, le encarecía que amara a sus nuevos súbditos, cuidando de que los virreyes y gobernadores fueran siempre españoles; le recordaba en quienes debía confiar (un español: Portocarrero, y un francés: Harcourt), instándole de otra parte a que no...

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