En el décimo-quinto centenario de San Benito: La santa regla y el derecho. Conferencia pronunciada en la Academia Matritense del notariado el día 28 de mayo de 1981

AutorAntonio Linage Conde
Cargo del AutorNotario Madrid

EN EL DÉCIMO-QUINTO CENTENARIO DE SAN BENITO: LA SANTA REGLA Y EL DERECHO (CON UN APÉNDICE DE ARTE FILATÉLICO) CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA MATRITENSE DEL NOTARIADO EL DÍA 28 DE MAYO DE 1981

POR

D. ANTONIO LINAGE CONDE

NOTARIO DE MADRID

Ilustrísimo Señor Presidente, queridos compañeros, señoras y señores:

En verdad que tan prematuro como emotivo me resulta dirigirme a ustedes, sí, ostentar este tan temprano honor, desde esta cátedra tan notarial, tan matritense y, sin redundancia o con ella merecida, tan académica. Y digo prematuro y temprano en cuanto tiene lugar mi discurso apenas mediado el primer año de mi ejercicio profesional en la Villa y Corte, esa meta tan ensoñada y lejana de los días de opositor y de novel. Días que me llevan a la glosa de ese otro epíteto del que aparece aquél teñido. El de emotivo, sí. Pues en esta misma sala tuvo lugar la segunda de mis oposiciones al notariado, la que de las huertas ubérrimas de Murcia me llevó a las atalayas mudejares de Teruel, de protocolo en protocolo y de nervio a nervio de la piel de España.

Y tanto es así que no voy a caer en la tentación vana de atribuir a mis méritos esta tan pronta distinción, sino a una particular y ya antañona seducción devota por el evento que a conmemorar he sido invitado.

El décimo-quinto centenario, el milésimo-quingentésimo aniversario del nacimiento de San Benito de Nursia, el patriarca de los monjes de Occidente según la tan archisecular tradición y hoy patrono de Europa.

Memoria que vuelve a retrotraerme a esos los días todavía escolares de aquellas armas en esta plaza. Para enlazarlos con éstos de la brega cotidiana al servicio de la fe pública ganada en las tales lides. Enlace para cuyo puente intelectual y sentimental es la Regla de San Benito misma, esa única obra y tan maestra salida de su pluma y de su vida, la que nos brinda los cimientos. Pues en ella es donde nos encontramos la definición del monasterio como una escuela al servicio del Señor. Dominici scola servitii (1). Y un poco, como el monasterio también el despacho y cual la vida monástica el menester notarial. Siempre un aprendizaje. Y por ende un manantial incesantemente aprovechable de rejuvenecimiento. Incluso después de la jubilación.

Y aquí me viene una vez más, de las alas de una evocación plástica, la nostalgia de una inolvidable estancia septembrina en un monasterio benedictino, uno de los más observantes y henchidos de vitalidad que ha conocido la historia contemporánea de esa familia religiosa, el de Clervaux, en el Gran Ducado de Luxemburgo, con su torre neo-románica que supo resucitar la de Cluny, cual un castillo encantado que le viera un profeso de nuestro Silos allí exiliado en los días de nuestra última contienda civil. Creo que era en su sala capitular donde cada brazo del sitial del abad tenía tallado el rostro de un monje. Todo sonrisa abierta el uno, de un joven novicio. Y curtido por las singladuras, tormentosas o no, de la vida, el otro, de un anciano ya. Pero conservando, y esculpida, la sonrisa a pesar de todo.

Y, ¿por qué no? Permitidme que en esta hora en que tanto calor y estímulo la compañía de vuestra audiencia me da, poco después de haber celebrado en el Colegio hermano de Albacete las bodas de plata de mi promoción, algunos de cuyos compañeros están aquí presentes, yo también, por encima de todas las inquietudes y todos los temores del futuro, las preocupaciones del presente y el peso de las experiencias del pasado, haga mi acto profesional y humano de fe y de esperanza en mi nombre y en el vuestro.

Mas para expansiones autobiográficas, creo ya ha estado bien. Vayamos, pues, con el santo que aquí nos ha reunido.

SAN BENITO, EL PATRIARCA DE LOS MONJES DE OCCIDENTE

Santo que no sólo ha pasado a la Historia, sino que sigue hoy día en posesión de su magisterio vivo, como el varón de Dios que consumó el trasplante a Occidente de ese ideal y esa forma de vida que había tenido sus orígenes en Oriente y es el monacato cristiano.

¿Y cuál es la esencia del monaquismo?

¿Dónde encontrar la constante de ese fenómeno, tan vario a través de los avatares del tiempo y del espacio y sin embargo tan idéntico a sí mismo, como es el tal monacato?

De momento, yo diría que consiste en la búsqueda de la contemplación, en la prosecución de toda esa la dimensión contemplativa de la vida, mediante y a través de la soledad. Un estado solitario de desinteresada dedicación.

Y vamos a ir en pos del significado a costa del significante.

Monos. Por lejana que ya se halle en el tiempo nuestra salutación discipular al griego, lo socorrido del adjetivo y sus copiosas derivaciones en las lenguas modernas de entre las cuales la nuestra no se queda atrás, nos le siguen manteniendo familiar. Uno, solo, único.

Y no se puede poner en duda el origen griego inmediato de mona-chus, nuestro sustantivo latino.

A través de unos caminos filológicos e históricos desenmarañados bastante, y no hace mucho, en una rigurosa tesis friburguesa, por Sor FranQoise Morard (2).

De acuerdo con cuyas investigaciones, «en el mundo pagano griego de las épocas clásica o helenística, y tanto en la lengua de los letrados como en la del pueblo», por monakos se entendía el hombre que era «d'une seule maniere ou en un seul endroit, d'une seule venue, sans contre-partie ni double, done simple; unique en son genre, singulier, solitaire, isolé par rapport a d'autres».

Y sin discutir esta conclusión, tomemos buena cuenta en este sentido, pues va a ser muy trascendente para las interesadas controversias del futuro, de esa la nota de unidad que se nos aparece, no contraponiéndose ni siquiera yuxtaponiéndose a la esencial de la soledad, sino complementando la misma.

Esencia diferenciadora ésta que no pierde en el mundo judío, y en consecuencia en el de las versiones griegas de la Biblia. Al contrario, es entonces cuando se concreta en el celibato (3) y se exalta como una vocación escogida (4), la del hombre que se separa de la sociedad común para integrarse en una comunidad minoritaria y predilecta, como de hecho fue el caso de la de Qumran (5), ese formidable hallazgo (6), a través de los insospechados manuscritos del Mar Muerto, de la erudición de nuestro último cuarto de siglo (7).

Y de ahí, sin solución de continuidad conceptual, al mundo cristiano, en el seno del cual nos encontramos con su expresión más pintiparada en la versión copta del Evangelio de Thomas y el Diálogo del Salvador, procedente filológicamente del siríaco e históricamente de los medios ascéticos sirios de hacia el 140 de nuestra era: «separado, elegido, y más especialmente célibe».

Para llegar a la meta ya en Eusebio de Cesárea y San Atanasio, el biógrafo éste de San Antonio Abad, según la simplificación hagiográ-fica el primero de los monjes. Escritores ambos que emplean la palabra a título de algo tan consagrado como corriente, cuando ya servía para designar todo un estado de vida, plenamente institucionalizado -alerta nosotros juristas que no nos recatamos de seguir siéndolo-. Un estado idealmente inspirado en la búsqueda de la perfección mediante la imitación de Cristo y los Apóstoles (8) pero dotado abiertamente del marchamo de la vinculación canónica. Como después en las catequesis de San Pacomio y sus sucesores y biógrafos.

Todo esto en los tiempos de los orígenes.

Pero atrás decíamos cómo había que tomar nota de ese complementario ingrediente de unidad que ya en el mundo griego pagano ocupaba su puesto junto al más trascendente y en definitiva el único esencial de la soledad. Y había que tenerle en buena cuenta porque a lo largo de la evolución tardía y polémica de este vocablo, monachus, que nos viene ocupando (9), cada cual, cada corriente, conservadora o reformista para mejor entendernos, dentro de la historia monástica, para justificar su ideal de vida consagrada (10), buscó enraizarle en las que reivindicó como su etimología más genuina y la tradición más venerable y antigua (11), siendo dado reducir las contrapuestas posturas a dos, la que continúa haciendo hincapié en la existencia solitaria -hasta llegar a una cierta complacencia en la vertiente eremítica aun dentro del cenobitismo (12), pues es sabido que la anacoresis y la vida de comunidad se han repartido histórica y conceptualmente la llamada y el camino del monaquismo-, y la que se la yuxtapone insistiendo en la unidad dicha y concretamente en la cenobítica polarización (13). Partidista punto de vista el último, no nos duelan prendas en así reconocerlo, aunque llegue nada menos que a Santo Tomás de Aquino (14). Y que lo de partidista no es de nuestra responsabilidad exclusiva, pues dom Jean Leclercq, ese benedictino de Clervaux que es uno de los estudiosos - ¡y viajeros!- que más sabe de las encarnaciones del ideal monástico en todos los tiempos y lugares, ha podido concluir cómo «la notion essentielle demeurait celle de la plus antique tradition, tellc que l'avait exprimée S. Jeróme», o sea la de la identificación del monje y el solitario, que había de pasar a los eruditos benedictinos mauristas y a los cistercienses de Raneé, o sea a los trapenses para mejor entendernos, todavía bajo el antiguo régimen; y ya en los días de la restauración, al romanticismo sacro de dom Próspero Guéranger en su luminosa resurrección de Solesmes, para quien «la separation du monde, á elle seule, fait le moine» (15).

La dimensión contemplativa del ser realizada en una existencia retirada a la soledad. Es en lo que quedamos, pues, está la esencia del monacato. Y concretamente de ese monacato cristiano que trasplantado de Oriente a Occidente se encarnó definitivamente en éste de una determinada manera por obra y gracia de San Benito de Nursia, el hombre de Dios y el personaje histórico que aquí hemos venido a conmemorar.

San Benito de Nursia, un hombre que vive entre los años 480 y 547 sin salirse del Lacio nativo y de la Campania vecina de su definitiva fundación de Montecasino; de quien sólo nos ha llegado una breve biografía contemporánea, la que...

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